A mediodía Gerlin recibió un mensaje sorprendente de Luitgart: una invitación a la señora Von Falkenberg y su hermano Rüdiger para asistir a un banquete en la gran sala de los caballeros. La criada le dijo que estarían presentes todos los donceles y caballeros, así que Gerlin conocería a Dietrich de manera oficial.
En realidad Gerlin no tenía ganas de volver a encontrarse con Luitgart antes del banquete, pero tampoco le apetecía permanecer en sus aposentos toda la tarde. Aunque tomara un baño y se dedicara a unos intensivos cuidados de belleza, eso no le ocuparía todo el tiempo disponible, así que decidió explorar el castillo. Al recordar el comentario de Dietrich sobre que las damas podían presenciar las justas desde la balaustrada, se dirigió a la torre situada por encima de las dependencias de las mujeres, donde se disfrutaba de un amplio panorama de la aldea a los pies del castillo y de los extensos bosques en los cuales Dietrich casi había encontrado la muerte el día anterior. Gerlin se estremeció.
Dirigió la vista al patio del castillo y vio que los donceles jugaban a la pelota. Reconoció a Dietrich con facilidad, gracias a sus cabellos rubios y su elevada estatura. Gerlin consideró que era el más apuesto de todos los donceles; sin embargo, parecía cansarse con facilidad: unos momentos después abandonó su posición e indicó a Rüdiger que ocupara su puesto. Gerlin se preguntó si debía llamar su atención, pero entonces la voz de Luitgart la arrancó de su ensimismamiento.
—¿Ahora comprendéis a qué me refería, noble señora Von Falkenberg? Mi hijastro es un muchacho apuesto, pero no muy resistente.
—Esta mañana presencié como derribaba a su adversario del caballo —comentó Gerlin en tono sosegado y sin volverse.
Luitgart rio.
—Puede que al primero. Y no os equivoquéis: los donceles se dejan derrotar. De lo contrario…
Gerlin se encogió de hombros.
—Pues en ese caso no saldrá victorioso durante el torneo organizado para celebrar su espaldarazo. A lo mejor se limita a participar en un combate de exhibición, puesto que vos misma lo dijisteis: a los caballeros les disgusta medirse en justo combate con el señor de un castillo, y una victoria en el propio torneo siempre deja un regusto amargo.
—Ayer, durante la cacería, también demostró su torpeza —añadió Luitgart—. Al menos eso fue lo que me dijeron.
Gerlin se volvió bruscamente y le lanzó una dura mirada.
—¡Así que eso es lo que habéis oído! Sin duda de la boca del armero de los donceles, precisamente la persona encargada de evitar que los muchachos corriesen peligro debido a su falta de experiencia. ¡Pero yo he oído algo diferente, mi señora Luitgart! Según lo que me dijeron, Dietrich permaneció de pie ante un jabalí blandiendo la espada y logró ahuyentar a la bestia y ponerla al alcance del arma de un cazador experto. ¡Y si esta corte dispone de un trovador, noble señora Von Ornemünde, iré en busca de él antes de esta noche y después entonará una canción sobre ese primer acto heroico con el que un joven honró a su dama! —espetó Gerlin, antes de dar media vuelta para abandonar la balaustrada. Seguro que lograría encontrar un trovador, aunque solo fuera medianamente talentoso. ¡Y si no, ella misma redactaría los versos!
Esa noche, Gerlin von Falkenberg se presentó ataviada de fiesta ante la corte de Lauenstein, con el vestido que había confeccionado para su primer encuentro con Dietrich y los brazaletes que él le regaló, claro está. Una ancha diadema bordada con hilos de oro sostenía sus cabellos y de momento un translúcido velo azul celeste ocultaba su rostro. No obstante, Roland von Ornemünde frustró el deseo de desvelar su rostro solo ante su futuro esposo.
El caballero recibía a los huéspedes junto a Luitgart, que llevaba un sobrevestido de brocado entretejido con hilos de oro por encima de un vestido de color verde manzana. Lo único que indicaba su condición de viuda era un discreto tocado coronado por un aro de oro.
Roland von Ornemünde era alto, al igual que su pariente, pero notablemente más fuerte. En realidad, Gerlin ya había decidido no sentir apego por él, pero no pudo dejar de reconocer que era un hombre muy apuesto. Tenía el cabello castaño claro y lo llevaba largo, al estilo de los caballeros, y la barba corta. Su rostro era anguloso y ligeramente bronceado, sus ojos azules estaban muy separados, pero quizás eran un tanto pequeños y de mirada punzante.
Luitgart lo contemplaba con afecto no disimulado y Gerlin podía comprenderlo perfectamente: se trataba de una mujer joven que acababa de enterrar a su anciano esposo, y ese apuesto caballero debía de haberle parecido un regalo del destino, pero ello no suponía un motivo para intervenir violentamente en el destino de Dietrich. ¡Que Roland von Ornemünde se las ingeniara para obtener su propio feudo!
—¡Vaya, he aquí la pretendiente de la mano de nuestro pequeño Dietrich! —la saludó en tono divertido—. ¡Dejaos besar, parienta!
Sin mucha ceremonia, Roland alzó el velo que le cubría la cara y le dio el beso de bienvenida.
Gerlin se sintió incómoda. Que Luitgart la saludara con un beso hubiera sido correcto, pero que lo hiciera Roland… Bien, era un asunto discutible, y como ninguno de los caballeros que los rodeaban parecía considerarlo una afrenta, Gerlin se resignó, le devolvió el saludo con cortesía e hizo caso omiso de sus palabras. Si armaba caballero a su futuro esposo cuanto antes, le resultaba indiferente cómo se refiriese a ella.
Entonces también Luitgart la saludó con un beso y le tendió la copa de bienvenida. Dietrich no estaba presente.
Una vez que la condesa y su pariente político también saludaron formalmente a Rüdiger, Leon y Adalbert, Gerlin los siguió hasta la gran sala. Se trataba de una estancia impresionante, mucho más amplia que la sala de los caballeros de Falkenberg. Admirada, Gerlin contempló la bóveda de crucero y sobre todo los numerosos escudos y las cimeras de los yelmos colgados de las paredes: muchos destacados caballeros habían servido a los Ornemünde o incluso se encontraban entre los antepasados de Dietrich. El escudo y la espada de su difunto padre ocupaban un lugar de honor.
Gerlin buscó a su prometido con la vista, pero al principio no lo divisó entre la multitud de caballeros y donceles que procuraban encontrar sus asientos. Según lo acostumbrado, habían colocado mesas y bancos junto a las paredes, en esa ocasión incluso formando dos hileras para acoger a todos los huéspedes. En general, los donceles no comían junto a los caballeros, pero esa noche habían sido invitados al banquete, quizá para evitar que Dietrich ocupara una posición destacada. Por fin Gerlin lo divisó entre los demás muchachos. ¿Acaso Luitgart y Roland pretendían ocultarlo entre los otros donceles?
Le pareció inconcebible, pero entonces la acompañaron hasta la cabecera de la mesa de honor dispuesta en un podio y un poco más elevada que las demás. Era una mesa larga… o más bien eran dos mesas: una disponía de tres sillas y otra de seis, solo situadas a una altura un poco mayor que la de los caballeros comunes. Gerlin sonrió: era otro modo sutil de demostrar a un huésped que —tal como correspondía a la costumbre— se le daba la bienvenida, pero que según los anfitriones también podía marcharse al día siguiente.
—Bien, quiero presentaros a Dietrich, mi joven pariente —dijo Roland von Ornemünde al tiempo que acompañaba a Gerlin hasta la mesa—. Deberías honrar a nuestros huéspedes, Dietrich, sentándote junto a ellos —añadió, dirigiéndose al doncel, como si este hubiera decidido mantenerse apartado demostrando así una falta de cortesía.
El doncel, que solo había aguardado a que lo invitaran a sentarse, se acercó de inmediato e indicó a Florís de Trillon y a Salomon von Kronach que tomaran asiento en la alta mesa. A Gerlin le hubiese gustado observar la reacción de Luitgart y Roland, pero entonces se volvió hacia su futuro esposo. Dietrich hizo una profunda reverencia; a diferencia de esa mañana, cuando solo vestía las sencillas calzas de cuero y la camisa ligera que los caballeros solían llevar bajo la cota de malla, ahora iba magníficamente ataviado. Llevaba calzas de un color claro, zapatos de cuero finísimo con hebillas de plata y una larga túnica azul oscuro ornada de piedras preciosas. Las aguamarinas realzaban el tono gris claro de sus ojos, y su dulce mirada casi parecía reflejar el resplandeciente azul de las gemas. Por encima de la túnica llevaba una capa de color rojo oscuro. El joven doncel vestía ropas multicolores, como correspondía a un hombre de su rango, pero no eran chillonas como las de un petimetre.
—¡Sed bienvenida a mi lado, noble señora Von Falkenberg! —dijo en tono firme.
Una frase ambigua… Gerlin se preguntó si se le habría ocurrido a él. Lo saludó con la cabeza, hizo una reverencia y se levantó el velo. Al parecer, su aspecto paralizó a Dietrich, pero ella se aproximó con toda naturalidad y le dio un beso en la boca. Sus labios eran secos y blandos, pero cuando ella se apartó se entreabrieron con una sonrisa de felicidad.
Dietrich pareció necesitar un instante para regresar a la realidad y un ligero rubor cubrió su rostro pálido, pero no tardó en recuperar la compostura. El beso había sido conveniente y adecuado, y Gerlin se preguntó si de verdad no había contado con ello. No tuvo tiempo de seguir pensando en el tema, porque en ese momento su prometido estaba dando la bienvenida al castillo a Rüdiger y a los caballeros.
—Ya conocéis al caballero Florís, a quien mi padre confió el puesto de mariscal, y a maese Salomon von Kronach, mi maestro y buen amigo. Me he permitido invitarlos a mi mesa.
La voz de Dietrich denotaba determinación, pero también cierto temor; no obstante, Luitgart y Roland no podían manifestar su objeción sin faltar a las normas más elementales de cortesía y Gerlin no pudo dejar de admirar al muchacho —o a sus consejeros— por esa jugada diplomática, puesto que inmediatamente todos tomaron asiento según los deseos de Dietrich. Leon, que evitaba al judío Salomon sin el menor disimulo, se sentó junto a Roland y Luitgart, el lugar que sin duda el caballero había destinado a Dietrich.
El muchacho ocupó la cabecera de la segunda mesa y compartió su plato con Gerlin. Invitó a Adalbert a sentarse a su izquierda y entre Salomon y Florís aún había lugar para el intimidado Rüdiger. Era la primera vez que lo invitaban a ocupar un asiento en la mesa de honor.
El escanciador sirvió el vino y una vez que el capellán de la corte hubo pronunciado la bendición, sirvieron viandas exquisitas. Dietrich se comportó como un perfecto anfitrión y demostró que había aprendido a servir a su dama: eligió los mejores trozos y se los ofreció a Gerlin, le sirvió vino y procuró entretenerla con palabras bonitas. Pero en realidad más bien se dedicó a charlar con Adalbert: por lo visto, el doncel y el anciano caballero se entendían perfectamente.
—Esta mañana el señor Adalbert me dio lecciones de equitación y le estoy agradecido por sus excelentes consejos —explicó a Gerlin, sin dejar de sonreír al caballero—. Y hace un momento nos habló a mí y a los demás donceles de sus luchas en Tierra Santa. Decidme, Adalbert: ¿es verdad que los sultanes sarracenos no son unos bárbaros, sino que practican las artes cortesanas?
Mediante esa pregunta incluyó hábilmente a Salomon y a Florís en la conversación. El médico había viajado por Oriente, aunque con propósito menos guerrero que Adalbert, en la época que formaba parte del ejército del rey Conrado. Como caballero errante, Florís de Trillon había visto mucho mundo y había servido en la corte de Sicilia, entre otras. También allí apreciaban el estilo de vida de los «nobles infieles». Pronto se desarrollaron animadas narraciones que supusieron un gran entretenimiento para Gerlin… y también Luitgart y Roland parecían haber aceptado la presencia del invitado no deseado en su mesa: por lo visto, Leon y Roland se entendían a las mil maravillas y mantenían una animada conversación.
Tras la abundante comida —también sirvieron la carne de jabalí, a la que Salomon renunció por motivos religiosos y Dietrich por otros más evidentes—, fueron los criados retiraron los platos dispuestos en una mesa en el centro de la sala, despejando el espacio para los cantantes y los juglares.
Cuando se fueron unos saltimbanquis con zancos y un hombre tragafuegos, dejando paso a un trovador oriundo de su Aquitania natal que sostenía un laúd, Florís guiñó un ojo a Gerlin. Marius de Matthieu ya no era joven, pero sí estimado y muy fiel a la casa de Ornemünde y Lauenstein. Formaba parte de los más íntimos amigos del difunto conde de Ornemünde y no dudó ni un instante cuando Gerlin, siguiendo el consejo de Florís, le solicitó que cantara. Florís había insistido en que incluyera el asunto de la flecha en la canción, de lo cual Dietrich aún no sabía nada. Cuando Marius entonó la balada, tanto el caballero como Gerlin y Salomon observaron atentamente la reacción de Roland von Ornemünde.
—Escuchad la canción de un viejo caballero acerca del poder del amor, que impulsa a un joven a realizar grandes hazañas.
Mediante artísticos versos, Marius relató la historia supuestamente ficticia de un joven caballero que alcanza el amor de la más bella de las mujeres y anhela unirse a ella. Nadie es capaz de derrotarlo en un combate justo, porque está bajo la protección de Venus. Entonces un envidioso se alía con el poder del malvado, una flecha hiere al corcel del joven caballero y cuando este logra volver a refrenarlo, se enfrenta a una bestia salvaje. Pero, afortunadamente, en aquel bosque un gigante guarda los caballos de la diosa. El valiente caballero logra poner la bestia al alcance del hacha del gigante, que le da muerte, y el caballero puede regresar sano y salvo junto a su dama para ofrecerle el obsequio que le ha hecho el gigante: un unicornio.
—Y que el arquero emboscado se guarde de aparecer de repente ante la mesa del señor, porque este está bajo la protección del unicornio de la diosa, un animal capaz de revelar a su dama el nombre del malvado y envidioso, que será expulsado del sagrado orden de caballería.
Cuando el trovador habló del flechazo que hirió al corcel, Gerlin notó que Roland palidecía y Dietrich se ruborizaba.
—Deberíais examinar con más atención la grupa del caballo que os devolvieron esta mañana, Dietrich —murmuró Gerlin, y el muchacho la miró con incredulidad.
—Acaso queréis decir que…
Gerlin sonrió.
—Considerad esa balada como el primer regalo de una dama a su caballero galante —dijo, y aunque no obtuvo respuesta, jamás olvidaría el brillo de la mirada de Dietrich.
Pero las sorpresas que aquella velada había de deparar a todos los miembros de la casa de Ornemünde aún no habían acabado.
Después de que Gerlin le entregara una cadena de oro al trovador en señal de agradecimiento, Florís se puso de pie.
—Puesto que estamos hablando del sagrado orden de caballería —empezó a decir—, quisiera aprovechar esta velada para mostrar mi respeto a todos los donceles a quienes durante los últimos meses he tenido el privilegio de enseñar la práctica de las armas caballerescas. Estoy seguro, jóvenes señores míos, que esta noche Roland no os ha invitado a la sala por azar —añadió, dirigiendo una sonrisa a Ornemünde, que apretó los labios—. Es indudable que él también ha llegado a la conclusión de que es hora de fijar una fecha para el siguiente espaldarazo que ha de otorgarse en esta corte. Con ese fin, llamo al señor Gérôme de Mironde, al señor Nicolás de Flandes…
Florís fue pronunciando los nombres de todos los donceles y Rüdiger se sonrojó de felicidad cuando también mencionó el suyo.
—Y, por supuesto, al señor Dietrich von Ornemünde y Lauenstein —acabó por decir Florís—. Para mí será un honor armar caballeros a estos señores, siempre que no deseen encomendarle dicha tarea a otro. No cabe duda de que Dietrich se lo solicitará a su pariente, quien…
Roland von Ornemünde, que durante la prolongada enumeración de los nombres había tenido tiempo de recuperar el control, se dispuso a hacer un comentario, pero Dietrich se le adelantó… y consiguió que sus palabras desconcertaran por completo a los presentes.
—No, Florís, permitidme que os interrumpa. Sé… sé que quizá suponga una ofensa para Roland, pero ese servicio es sagrado, y en realidad le corresponde al caballero de rango más elevado, al señor del castillo. Me habría agradado que mi padre me armara caballero, pero dicha gracia no nos ha sido concedida. Y como, por otra parte, todos los caballeros que habitan el castillo son del mismo rango, considero que el honor ha de corresponder al de más edad. Durante su breve presencia en el castillo de mis antepasados, he desarrollado un gran respeto y una gran confianza por el señor Adalbert von Uslar. ¡Mi señor Adalbert: os ruego que me concedáis el honor de armarme caballero en una fecha todavía por determinar!
Dietrich se acercó a la silla del viejo caballero e hincó la rodilla. Adalbert palideció y después enrojeció, al tiempo que un murmullo recorría la sala. No cabía duda de que nunca había armado caballero a un doncel, pero el privilegio le correspondía y, en cualquier caso, los argumentos de Dietrich resultaban irrebatibles. Adalbert era un guerrero valiente, había conquistado mayor gloria en combate que cualquiera de los otros caballeros presentes… y, aunque no era de origen tan noble como Roland, lo superaba en rango.
—¡Una idea brillante!
Gerlin oyó las palabras que Salomon von Kronach había pronunciado en voz baja.
—¿Veis lo que os decía, Florís? Puede que el muchacho sea un tanto debilucho, ¡pero nos supera a todos en cuanto al tacto y a la sensatez! ¿O es que se os ocurrió a vos?
Cuando Adalbert, con los ojos llenos de lágrimas, le ayudó a ponerse en pie, Dietrich dirigió una furtiva sonrisa a Gerlin y a sus consejeros.
—¡Armaros caballero supondrá el punto culminante de mi tarea en este mundo! —declaró el anciano caballero—. Decidme una fecha, mi señor Dietrich, y estaré a vuestra disposición. ¿Por qué no escogemos la festividad de Pentecostés, siguiendo la tradición del rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda?