Aunque por la noche reinaba un gran ajetreo en torno a su habitación, Gerlin durmió muy bien en el blando lecho que los Lauenstein también ponían a disposición de los huéspedes menos importantes. Y de mañana, el alojamiento escasamente adecuado de la futura castellana demostró tener sus ventajas.
Gerlin acababa de levantarse, había pedido a la pequeña sirvienta que le llevara leche y gachas endulzadas con miel, y se dedicaba a cepillarse los cabellos ante su amado espejo veneciano. También se había puesto su vestido de fiesta, complacida por la suave caída de la seda y el brillo irisado del noble tejido. Las largas horas de sueño le habían aclarado el cutis y aumentado el brillo de los ojos: ¡su belleza no desmerecería ante la de Luitgart, dado que como joven soltera podía lucir su preciosa melena y no se veía obligada a ocultarla bajo una toca! Solo se preguntó qué disposiciones habría tomado Florís para el encuentro de la futura pareja. ¿Sería formal, en la gran sala del castillo? Eso sería lo correcto, desde luego, pero en ese caso, Luitgart o Roland debían invitar a los huéspedes. ¿O acaso ocurriría «por casualidad», al borde del palenque de los donceles, a cuyas prácticas las damas del castillo gustaban de asistir?
Gerlin reflexionaba sobre el tema cuando de pronto oyó voces en el adarve, voces jóvenes, una de ellas evidentemente perteneciente a su hermano Rüdiger.
—Venid, Dietrich, puesto que estáis aquí. ¡Es mi hermana, no os morderá!
—Pero eso no sería caballeresco ni cortés. No puedo limitarme a… yo… —dijo una voz de tenor, modulada, suave… y muy ansiosa.
—¡Queríais acercaros a hurtadillas para verla! ¡Eso tampoco es muy cortés, así que ahora no os arredréis! —dijo Rüdiger, y abrió la puerta sin molestarse en llamar—. ¡Aquí te traigo a mi señor Dietrich, Gerlin! A quien te mueres por conocer, ¿verdad?
Rüdiger soltó una risita y le pegó un empellón a un muchacho alto, obligándolo a entrar. Dietrich von Ornemünde llevaba calzas de cuero, botas altas y una sencilla túnica de hilo. Era de estatura bastante mayor que Rüdiger y Gerlin se vería obligada a alzar la vista para contemplarlo. Su voz era ya la de un hombre, aunque su rostro conservaba la suavidad de la juventud; sin embargo, era un rostro delgado, muy noble… y en ese momento rojo de vergüenza.
—Perdonad, mi señora… —dijo el muchacho, sin atreverse a alzar la mirada. Era evidente que oscilaba entre el deseo de echar a correr, lo que supondría una falta de cortesía frente a la dama, y el imperdonable error de haberse acercado a su futura esposa de modo informal y, sobre todo, sin la menor supervisión por parte de la corte.
Gerlin sintió compasión por Dietrich y enfado por su hermano. El muchacho rubio, que parecía desear que la tierra lo tragara, no había cometido ninguna falta: el deseo de echar una mirada discreta a su prometida era absolutamente comprensible, y Rüdiger lo había traicionado.
—¡No hay nada que perdonar, Dietrich! —dijo en tono amistoso—. En todo caso, nada que pueda reprocharos, y sería muy amable por vuestra parte que perdonarais a mi hermano la incorrección de su conducta.
Dietrich ya se había olvidado de Rüdiger; apenas osaba contemplar a Gerlin… y luego casi no pudo apartar la mirada de ella.
—Pasad, Dietrich: que un caballero galante visite a su dama no tiene nada de malo, sobre todo porque una dama, ¡y un caballero!, deberían ser capaces de guardar silencio al respecto —dijo Gerlin en tono cordial, y, una vez que el muchacho entró en la habitación, le lanzó una mirada furibunda a su hermano—. ¡Y tú lárgate, Rüdiger, y cierra tu impertinente pico! ¡Lo que haga Dietrich es asunto suyo, pero, en lo que a mí respecta, jamás te perdonaré si encima te jactas de esta jugarreta estúpida que has gastado a tu futuro cuñado y compañero de armas!
Rüdiger se retiró, tan sonrojado como antes Dietrich. Este bajó la vista, pero después hizo acopio de valor y dijo:
—Os doy la bienvenida al castillo de mis antepasados, mi señora Gerlin. Perdonad mi silencio inicial. Vuestro aspecto me ha dejado sin… Yo… ¡Es que sois muy hermosa, Gerlin von Falkenberg!
Cuando el muchacho la miró a la cara, Gerlin pensó que bien podría devolverle el cumplido. Los amigos y los caballeros de Dietrich no habían exagerado: era un muchacho apuesto. Era alto y de figura esbelta, y ahora que el rubor se desvanecía de su rostro, se advertía que su tez era más bien pálida. Parecía increíble que pasara muchas horas diarias al aire libre cabalgando y practicando el manejo de las armas, pero quizá se debía a que de niño a menudo había estado indispuesto. En todo caso, no parecía enfermo, sino muy vivaz. La mirada suave de sus ojos grises como la bruma recorrió el rostro de Gerlin, sus cabellos y su vestido, hasta fijarse en sus muñecas.
—Me hubiese puesto vuestro regalo —comentó ella—. Los brazaletes me agradan mucho y os agradezco el presente de todo corazón. Pensaba llevarlos durante nuestro primer encuentro. A lo mejor…
Le tendió el brazo izquierdo y abrió el cofrecillo con la mano derecha.
—… a lo mejor queréis ponérmelos.
El rostro de Dietrich se iluminó, pero su sonrisa revelaba cierta inquietud y casi dio un paso atrás al deslizar los brazaletes de oro por las manos de Gerlin.
—Vuestros dedos son tan delicados… ¡que apenas me atrevo a rozarlos! —dijo en voz baja.
Ella rio.
—Los halagos se os dan muy bien, prometido mío, pero no deberíais mentir de un modo tan descarado. Tengo las manos ásperas de tanto refrenar a mis caballos y realizar las tareas hogareñas cotidianas. No tan ásperas como las de una criada, pero tampoco tan delicadas como las de una princesa, así que tomadlas sin temor, no soy tan frágil.
Dietrich bajó la vista.
—No quisiera cometer un error —dijo—. Cometo muchos —añadió, mordiéndose los labios.
Gerlin le cogió la mano.
—De momento os comportáis con mucha amabilidad y cortesía —le aseguró.
La alabanza volvió a iluminar el rostro del muchacho, como si fuera un niño pequeño.
—¡Gracias, mi señora! Veréis: intento adquirir las virtudes caballerescas y Florís también nos enseña el servicio a la dama, pero… resulta que aquí no hay muchas mujeres.
Gerlin rio una vez más, se sentía invadida por la alegría. Su prometido era tan tímido y entusiasta que ya empezaba a conmoverla.
—Cuando ambos dirijamos esta corte, Dietrich, habremos de cambiar esta situación. ¿Os agradaría que acogiera a muchachas para educarlas? Tal vez no de inmediato, pero…
—¡Pero cuando yo sea un poco mayor! —contestó Dietrich, asintiendo con expresión seria—. Me agradaría mucho que dirigierais una corte galante aquí, en Lauenstein, y no habéis de preocuparos, futura esposa mía: ninguna mujer más joven o más vieja podría superaros en belleza, jamás. Si lograra conquistar vuestro amor… os bajaría vuestra constelación del cielo. Nacisteis bajo el signo de Libra, ¿verdad? Así que he de esforzarme por alcanzar el equilibrio y la justicia para que vuestra estrella brille. ¡Pero habladme de vos, mi señora Gerlin! ¿Qué os gusta hacer? ¿Con qué os entretenéis? ¿Os agrada jugar al ajedrez?
Gerlin no pudo evitarlo: que Dietrich oscilara entre actuar como un caballero que halaga a su dama con galanterías y un niño que hubiese preferido jugar con su nueva compañera la hechizaba.
—Juego al ajedrez, y me gustaría medirme con vos —dijo—, aunque, según dicen, sois un maestro en el juego de los reyes y seguro que no estaré a vuestra altura. Pero ahora deberíais marcharos, caballero. Seguro que habéis de cumplir con vuestros deberes y os echarán de menos. ¡Y no olvidéis insistir a mi hermano para que guarde silencio!
Dietrich asintió.
—Debo ir a practicar con la lanza —dijo sin gran entusiasmo—. ¡Pero esta vez me superaré a mí mismo, pensando que quizá me observáis desde la balaustrada!
Gerlin se apresuró a sacar un pañuelo de seda de su pequeño guardarropa de viaje.
—Entonces cabalgad bajo mi divisa en la justa, señor caballero, pero de momento mantenedla oculta. Creo que hoy nos presentarán de manera oficial y hasta entonces sería conveniente que conserváramos nuestro secreto.
—Como auténticos amantes, ¿verdad? —afirmó Dietrich con mirada resplandeciente.
—Como grandes amantes —confirmó Gerlin.
Rüdiger había aguardado a Dietrich en el adarve… o quizá se quedó espiando. Gerlin aprovechó la oportunidad para volver a regañarlo y cuando Dietrich se alejó en dirección a las caballerizas, arrastró a su hermano al interior de la habitación.
—¿Cómo se te ocurre comprometer al muchacho de esa manera? —le espetó en tono furibundo.
Rüdiger negó con la cabeza; casi parecía un tanto ofendido.
—¡Te juro que no quería perjudicarle! Al contrario… quería levantarle el ánimo porque ayer todo le salió mal, y es una persona tan amable… Anoche incluso me dio la bienvenida y me presentó a todos los demás, pese a que no se encontraba nada bien. Pero esta mañana, Theobald, ese individuo tan desagradable, se ha dedicado a burlarse de él todo el tiempo. ¡No me extraña que Florís lo reprenda tantas veces! Pero supongo que es de cuna muy noble.
—¿Por qué se burla de Dietrich? —preguntó Gerlin, mucho más interesada por su futuro esposo que por los orígenes del impertinente Theobald. «Cometo muchos errores»: aún recordaba el melancólico comentario de su prometido.
Rüdiger se encogió de hombros.
—Supongo que por algo ocurrido ayer, durante la cacería del jabalí…
—¿Durante la qué? —lo interrumpió Gerlin—. ¿Dices que los donceles participaron en una batida? —No había contado con eso; cuando el mayordomo mencionó la cacería, creyó que se trataba de la caza con halcones o de otro entretenimiento inofensivo. Salir a cazar jabalíes no dejaba de ser peligroso, sobre todo en esa época, en primavera, cuando las hembras criaban a sus jabatos y estaban dispuestas a defenderlos hasta la muerte.
»Además, ¿quién sale a cazar jabalíes en esta época?
Lo normal era organizar las batidas en otoño e invierno.
Rüdiger no pudo proporcionarle más información.
—Solo sé que formaron un cerco y que el caballo de Dietrich se desbocó… —dijo, poniendo los ojos en blanco. Era indudable que eso supuso un asunto sumamente bochornoso para Dietrich, porque justo antes del espaldarazo se suponía que un doncel había de saber dominar su montura— y el caballo se metió directamente en el cerco —prosiguió—, donde por lo visto logró detenerlo. Pero entonces lo atacó un jabalí…
—¿Dices que Dietrich se enfrentó a un jabalí, él solo? —dijo Gerlin, espantada. Luchar cara a cara con un jabalí furioso resultaba muy arriesgado, incluso para un adulto. En general, los cazadores permanecían unidos y acababan con el animal mediante varios lanzazos. Además, disponían de perros de caza que atacaban a la presa y la apartaban de las personas.
—Pues no, no lo hizo, y por eso los muchachos se ríen de él. Si él mismo hubiera matado al animal, habría sido una gran muestra de valor, pero debió de esconderse o algo así, no lo sé. Y entonces un yegüero mató al jabalí. Con un hacha. Y encima el caballo de Dietrich se quedó cojo y él tuvo que volver a casa andando. Preferí no preguntarle qué había ocurrido exactamente.
Gerlin asintió con la cabeza.
—Actuaste con inteligencia —dijo, suspirando—. Y ahora tampoco vuelvas a mencionar el asunto.
Pese a ello, estaba decidida a enterarse de los detalles cuanto antes. ¡Dietrich no solo se encontró en una situación bochornosa, sino también sumamente arriesgada! ¡Debía informar de ello a Florís!
—Y ahora ve y derriba a Theobald del caballo durante la justa —le ordenó a su hermano—. ¡Y más de una vez, si es posible! Seguro que sería la mayor alegría que podrías proporcionarle a Dietrich. Y la próxima vez que quieras animar a alguien, piénsatelo mejor. Esta vez ha salido bien, ¡pero no quiero ni pensar lo que habría ocurrido si Luitgart hubiese encontrado a Dietrich en mis aposentos!
Antes de seguir a su hermano hasta el patio del castillo, Gerlin acabó de vestirse y se envolvió en un abrigo. Los espacios dispuestos para el palenque eran muy amplios y la pista donde se entrenaban los donceles se encontraba en el interior de las murallas. Gerlin vio que dos muchachos completamente armados —que aún sostenían la lanza con cierta torpeza— se enfrentaban a caballo y procuraban derribar al adversario. Florís de Trillon los observaba montado en su semental blanco.
Tras el primer encontronazo en el que uno de ellos casi cayó de la silla cuando su caballo esquivó al del otro, Florís llamó a los muchachos e indicó a uno de ellos que cogiera la lanza más cerca de la punta y al otro, que la bajara. Por lo visto era un buen maestro. Durante el segundo intento ambos dieron en el blanco, aunque ninguno logró derribar al otro. Gerlin buscó a su hermano y a Dietrich con la mirada y reconoció a Rüdiger gracias a su cabalgadura y su armadura. El muchacho lograba domeñar a su gran corcel pardo, mientras que Dietrich, que aún no había bajado la visera de su casco, luchaba por controlar a un caballo manchado aún más grande e inquieto. ¿Sería el mismo que se había desbocado el día anterior? Pese a todo, el muchacho lo manejaba con cierta destreza y parecía dispuesto a aceptar consejos.
Gerlin notó que Adalbert, el viejo caballero, se había unido a los donceles y ofrecía consejos a Dietrich en tono amable. El muchacho los escuchó con atención, procuró ponerlos en práctica y, cuando por fin le llegó el turno de justar, ya ejercía un control completo sobre el semental. Adalbert saludó a Gerlin con la mano y el rostro de Dietrich se iluminó al descubrirla al borde de la pista, aunque fingió no reconocerla. Cuando Florís le ordenó que iniciara la justa, cabalgó con mucha gallardía. Su adversario era otro muchacho larguirucho: a Gerlin le pareció que se trataba de Friedhelm, que había formado parte de su escolta, así que Leon también debía de haber llegado al castillo junto con su ajuar y su dote. Entonces divisó al caballero: se encontraba a un lado de la pista montado en su caballo negro y observando los ejercicios de los donceles.
Dietrich tuvo suerte. Su adversario pareció sorprenderse ante el ímpetu con el que lo atacó y fue derribado en el primer intento. Florís elogió a su alumno por el éxito obtenido y luego fue a comprobar que Friedhelm se encontraba bien. Dietrich le ofreció una revancha de inmediato, pero entonces dos jinetes que en ese momento atravesaban la puerta del castillo llamaron la atención de los donceles y de sus maestros. Gerlin reconoció a la mula Sirene y a maese Salomon, vestido de oscuro. Su acompañante era un tanto extraño: un individuo rechoncho de aspecto desastrado, de rostro sucio y barba hirsuta, que montaba en un pequeño caballo castrado, pero que arrastraba a un magnífico caballo de batalla alazán de las riendas.
Al verlo, Dietrich —que había vuelto a levantarse la visera— se ruborizó y pareció sumamente avergonzado, pero luego se enderezó y cabalgó hacia ambos hombres. Intercambió unas palabras corteses con Salomon, y al parecer este le indicó que volviera junto a los otros donceles para proseguir con sus prácticas. Dietrich se aproximó a Rüdiger mientras Salomon indicaba a Florís que se acercara. Lo hizo de un modo tan discreto que un observador menos atento que Gerlin no lo hubiera notado, así que quizá Leon no se sorprendió cuando Florís lo llamó y le pidió que se encargara de supervisar las prácticas. De hecho, el caballero incluso parecía halagado por la solicitud, y Gerlin admiró la capacidad diplomática de Florís. Tal vez seguía intentado hacerse amigo de Leon von Gingst.
Entretanto, Salomon von Kronach y el extraño desconocido habían desaparecido en el interior de las caballerizas, seguidos de Florís y también de Gerlin: quería hablar con el caballero y si al mismo tiempo lograba hacerlo con Salomon, pues tanto mejor.
Resultó que el hecho de que el médico y el desconocido hubieran entrado juntos no se debía a la casualidad. Los tres hombres se habían reunido en el box del semental alazán.
—Mirad, señores: aún se observa la pequeña herida, pero muy levemente. Si la flecha no hubiera permanecido clavada, no lo hubiéramos notado —dijo el desconocido, señalando una pequeña herida en la grupa del animal.
—¿Y estás seguro de que era una flecha, Kaspar, y no una rama o una espina? —quiso saber Salomon.
—Era una flecha, de esas que disparan al blanco en las tascas para entretenerse —insistió el hombre—. Aquí está: la he traído conmigo.
Sacó un trozo de madera del bolsillo y Salomon y Florís asintieron con la cabeza.
—Afilada, qué duda cabe —dijo este último—. Te agradezco tu atención, Kaspar. Investigaremos el asunto.
—¡La casa de los Lauenstein ha de dar las gracias al siervo por algo más que su atención! —dijo Von Kronach con dureza—. ¿Es que no estáis al corriente de lo ocurrido ayer, Florís?
El médico se dirigió al caballero y en ese momento descubrió a Gerlin al otro lado de la caballeriza.
—¡Mi señora Gerlin! He cabalgado hasta el castillo porque deseaba veros… y ahora vos salís a mi encuentro. Veo que vuestra belleza no ha hecho más que aumentar desde nuestro último encuentro, pero… parecéis inquieta —dijo, haciendo una profunda reverencia ante la joven. Una vez más, la mirada inteligente de sus ojos de color verde pardo pareció adivinar los pensamientos de la joven.
Gerlin asintió.
—Sí, me contaron lo que sucedió ayer, aunque solo a grandes rasgos. Dijeron que se trató de un accidente de caza…
—¡Sí, también puede denominarse accidente! —exclamó Salomon, soltando un bufido—. Ven Kaspar, no seas tímido y cuéntales al caballero y a la dama lo que me dijiste a mí. Este hombre es el yegüero del castillo, hace una semana llevó a los potrillos a los bosques.
—Sí, junto con mi hijo, señor —dijo el hombre—, que ahora también está con ellos, porque nunca dejamos a la manada abandonada a su suerte.
Al parecer, para el hombre era muy importante que eso quedara claro. Los yegüeros ocupaban uno de los rangos más bajos en la jerarquía de un castillo; eran los encargados de vigilar los potrillos que en verano echaban a los bosques y en general se les consideraba unos individuos salvajes.
Florís parecía impaciente, pero asintió con expresión aprobatoria.
—Ayer oímos los ladridos de los perros y los gritos de los batidores… —explicó el hombre—, y mi hijo cabalgó hasta allí y me comunicó que alguien estaba cazando jabalíes.
—¿No os habían informado de la batida? —preguntó Florís, desconcertado.
El yegüero negó con la cabeza.
—No. Después mi señor Dietrich me dijo que ocurrió de pronto, que unos campesinos se quejaron de que los jabalíes habían invadido sus campos, y supongo que los señores decidieron emprender una cacería…
El tono de Kaspar expresaba su opinión al respecto.
—Entonces, al oír adónde pretendían conducir a los jabalíes, le dije a mi hijo que sacara a la manada del cerco. Pero un semental se rezagó y volví a entrar al cerco para ir a buscarlo. Cogí el hacha, por si me encontraba con un jabalí, y… Bueno, entonces oí el galope de un caballo que pasó a mi lado sin jinete y consideré conveniente ir a buscarlo, aunque no tuve que ir muy lejos: a pocos pasos me encontré con el muchacho y su espada de madera: tenía la espalda apoyada contra un haya y el jabalí se disponía a abalanzarse sobre él. El muchacho era muy valiente: cogió una rama y la arrojó contra la bestia, pero eso no detiene a un jabalí… Al ver la situación, di muerte a la bestia con el hacha —dijo Kaspar en un tono tan indiferente como si le hubiera retorcido el gaznate a una gallina.
—¿Con el hacha? —preguntó Gerlin, impresionada.
El hombre asintió.
—Sí, mi señora, sé lanzarla con bastante habilidad. Le partí el cráneo a esa fiera: esta noche servirán carne de jabalí en la mesa del conde.
—A mi modo de ver, los que deberíais disfrutar del banquete sois tú y tu hijo —dijo Salomon.
Kaspar se encogió de hombros. Era bastante improbable que él y su hijo respetaran las prohibiciones de cazar en el coto del condado, de manera que no sería raro que comieran carne de caza con mayor frecuencia que los caballeros del castillo.
Sin pensárselo dos veces, Gerlin cogió un prendedor de plata de su vestido y se lo dio al yegüero.
—Esto es para ti, Kaspar, como agradecimiento de tu futura condesa. Soy la prometida de Dietrich, y, como al parecer mi futuro esposo te debe la vida, también te debo la mía. Estamos en deuda contigo, para siempre. Si alguna vez necesitas un favor, ya te ha sido concedido.
Kaspar se sonrojó e hizo girar el prendedor entre sus dedos grandes y toscos.
—No es necesario, mi señora, lo hice con mucho gusto y ahora solo quería devolver el caballo. Ayer cojeaba demasiado y preferí quedármelo, pero ahora ya es capaz de caminar y el señor podrá volver a montarlo dentro de un par de días. Pero… mi hijo encontró esta flecha… y consideré que debía informar de ello.
—¡Actuaste con mucha prudencia! —lo elogió Florís.
—¿Así que a Dietrich no se le desbocó el caballo? —dijo Gerlin, furiosa—. ¡Qué jugarreta infame! Se mortifica por ello y los demás se burlan de él…
En cuanto lo dijo, se mordió los labios. Tanto Salomon como Florís le lanzaron una mirada desconcertada. ¿Cómo podía saber lo que mortificaba a Dietrich? En cualquier caso, no le hicieron preguntas.
—¿Una jugarreta? —exclamó Florís—. No seáis ingenua, mi señora Gerlin, no fue una jugarreta, ¡fue un intento de asesinato! Reflexionad, por favor: de pronto organizan una cacería de jabalíes solo con un par de donceles, lo cual ya supone una estupidez considerable, fuera de la época de caza y sin informar a nadie de que han de abandonar el bosque. Y después disparan una flecha al caballo de Dietrich, con lo cual lo impulsan a meterse en el cerco. ¡Quien lo hizo contaba con que primero se rompiera el cuello y que después lo ensartaran los colmillos del jabalí! Y si queréis saber mi opinión, creo que eso era lo que esperaba.
Era la primera vez que no se dirigía a Gerlin con palabras galantes.
Salomon asintió.
—Así es exactamente como hemos de considerarlo —afirmó—. Puede que el plan no parezca muy meditado, ¡pero es indudable que alguien aprovechó las circunstancias! ¡En el futuro, Florís, habéis de vigilar a nuestro joven amigo todo el tiempo! Solo estará a salvo cuando haya sido armado caballero.
Florís se llevó la mano izquierda al corazón y la derecha a la empuñadura de la espada. Haría lo que estuviera en su mano, pero Gerlin sabía que eso no bastaría: el espaldarazo no sería suficiente para garantizar la vida de Dietrich. La posición del heredero solo estaría asegurada tras casarse con ella. Y dejarla embarazada.