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Aquella noche, durante el banquete, Florís de Trillon compartió su plato con Gerlin, tal como correspondía a un caballero galante con una dama cuya protección le había sido confiada, una costumbre practicada en la corte de Leonor de Aquitania, donde dos jóvenes caballeros ya habían solicitado el permiso a Gerlin para cabalgar bajo su divisa.

La reina había animado a su pupila a que adoptara los usos del amor cortés, a condición de que no fuera más allá de un ligero coqueteo. No se cansaba de decirles a sus pupilas que, por principio, el amor cortés no guardaba ninguna relación con el amor físico, sino más bien con el respeto que un caballero ofrecía a su dama, y que ello fomentaba su desarrollo espiritual. La dama debía exigirle a cambio que ejerciera las virtudes caballerescas: la mesura y la humildad, la protección de los débiles y la defensa de la bondad y la belleza. Ella había de valorar sus actos y recompensarlo con bonitas palabras, pero también podía regañarlo severamente si cometía un error.

Así pues, las atenciones de Florís no le resultaron escandalosas, pese a que los caballeros más viejos de su padre las contemplaran con desaprobación y que Leon von Gingst fulminara al visitante con la mirada. Pero durante la conversación con el caballero, Gerlin no logró averiguar gran cosa sobre su futuro hogar, excepto que el castillo era grande y bonito.

—Creo que los aposentos de las damas se corresponden con las exigencias de una vida confortable, pero hasta ahora nunca los he pisado.

De ello se deducía que no era el caballero galante de la condesa Luitgart. Además, Gerlin no había visto la divisa de ninguna dama colgando de la lanza de Florís. Estuvo a punto de preguntarle al respecto, pero se contuvo. ¿Qué le importaba a ella quién vigilaba que Florís se atuviera a las virtudes caballerescas? Así pues, en lugar de interesarse por su compañero de mesa, la muchacha decidió averiguar algo más sobre su futuro esposo, hacia quien Florís se deshizo en elogios.

—Mi señor Dietrich aún es joven, desde luego, pero posee todas las virtudes de un futuro caballero. ¡Inteligencia y sensibilidad, mesura y un gran corazón! Además, es alegre y cordial, es valiente pero soporta la derrota con dignidad. Jamás lo he visto hacer algo que no fuera correcto y honroso. A veces incluso es demasiado…

Florís se interrumpió.

—¿Demasiado… qué, caballero? —preguntó Gerlin.

Florís se mordió los labios.

—Demasiado bondadoso, mi señora… demasiado comprensivo… demasiado…

—¿Ingenuo? —añadió ella en tono cauteloso.

No sabía por qué había escogido esa palabra, pero, entretanto, la conversación entre los hombres le había revelado que, en Lauenstein, Luitgart no era la única que ejercía la regencia, pues habían mencionado a un tal Roland, un Ornemünde de la línea de Turingia. Gerlin se preguntó qué haría el caballero allí y si su presencia estaría relacionada con que, al parecer, tanto Florís de Trillon como también Salomon von Kronach evitaban que el heredero de Lauenstein dejara su feudo en manos de otro, aunque solo fuera por un breve período.

Florís bajó la vista.

—Que un hombre no sea desconfiado no tiene nada de malo —dijo—. A condición de que esté dispuesto a aceptar los consejos de otros hombres, que… que… bien, que tengan una mayor experiencia de la vida que él.

Gerlin sonrió. La cortesía la obligaba a ayudar al caballero a superar el delicado momento. No cabía duda de que Florís le era absolutamente leal a su joven señor.

—¡Y también los de las mujeres! —comentó—. ¿O acaso no creéis que vuestro señor sea capaz de elegir una dama en cuyos consejos pueda confiar?

Florís le devolvió la sonrisa, que confirió a su rostro una expresión juvenil y casi pícara.

—No podríais haber elegido palabras más certeras, mi señora. Y confío en que mi señor Dietrich tenga la fortuna de no solo llevar a su dama en el corazón, sino también de poder estrecharla entre sus brazos cuando le plazca. Maese Salomon habló de vos con gran admiración, mi señora, y ahora compruebo que no solo se dejó impresionar por vuestra belleza, sino también por vuestra inteligencia y comprensión. ¡Creedme que mi señor Dietrich sabrá apreciar ambas virtudes!

Al día siguiente, cuando Gerlin se encontraba en los aposentos de su hermano para preparar sus ropas para el viaje y también para la estancia en Lauenstein, oyó comentarios menos elogiosos acerca de su futuro esposo. Rüdiger entró de manera intempestiva, plenamente consciente de su importancia y de su nueva amistad con los donceles de Lauenstein. Theobald y Friedhelm no durmieron en las caballerizas, claro está, puesto que el joven señor Theobald, de «rancia nobleza», lo consideró una afrenta. Rüdiger les ofreció sus aposentos y no dejó a conversar con ambos sobre su formación como caballeros, sus caballos y sobre todo sobre sus futuros compañeros de la corte de Lauenstein.

—Parece que Dietrich, tu futuro esposo, es un blandengue —le dijo a Gerlin sin la menor discreción—. La semana pasada, Theobald lo derribó del caballo en cuatro ocasiones y Friedhelm en dos, pero dice que hasta ahora nadie ha logrado ganarle una partida de ajedrez.

—Vaya —dijo Gerlin con escaso interés—. Entonces podrías obtener su respeto aprendiendo a jugar un poco, antes de que emprendamos el viaje.

Para Gerlin, más que las cualidades de Dietrich como caballero, las palabras de Rüdiger indicaban la falta de lealtad de ambos donceles para con su señor. Al parecer Theobald no tenía inconveniente en manifestar dicha deslealtad abiertamente, mientras que Friedhelm tendía a disimular su desdén.

Rüdiger puso cara de circunstancias.

—¡Los juegos de tablero son cosas de muchachas! —exclamó; era obvio que repetía las palabras de su poco recomendable armero.

—¡Pues te equivocas! —replicó su hermana, sacudiendo la cabeza—. Al menos en cuanto al ajedrez: lo denominan «el juego de los reyes», porque representa la batalla campal…, pero también las intrigas y los ardides cortesanos. Los generales más importantes eran grandes jugadores de ajedrez, el rey Ricardo le dedica muchas horas… ¡y su madre es su adversaria más experta!

Rüdiger aguzó los oídos: el rey inglés era un ejemplo para él.

—Pero el señor Leon dice…

—El señor Leon está muy lejos de la posición de un comandante o un rey. De momento, nadie tiene intención de otorgarle un feudo, y es mejor así, ¡porque no sabría administrarlo!

Era la primera vez que Gerlin manifestaba su opinión con tanta claridad, pero estaba empezando a hartarse del carácter petulante de Leon.

—A ver, ¿es que nadie te ha enseñado a jugar al ajedrez, Rüdiger?

El muchacho negó con la cabeza.

—¿Tú sabes jugar? —preguntó en tono de admiración, algo que no solía ocurrir. La cortesía frente a una dama era otra de las cosas a las que Leon no concedía importancia.

—Por supuesto. Y estoy convencida de que todos los donceles de la corte de Lauenstein juegan al ajedrez. Si esta noche dispongo de tiempo, te enseñaré a jugar… mientras los señores Theobald y Friedhelm atienden a sus caballeros en la gran sala, tal como corresponde. ¡Como mínimo, ayer no vi a Theobald situado tras la silla de su señor dispuesto a servirlo! No tomes como ejemplo a ese muchacho; puede que sea capaz de derribar a su señor durante la justa, pero jactarse de ello está muy mal. Las virtudes caballerescas, Rüdiger, no se limitan al manejo de la espada y la lanza, sobre todo para los herederos de un feudo. Puede que para los caballeros errantes el caso sea distinto, pero será mejor que practiques la mesura y la generosidad, la justicia y la misericordia. ¡Como heredero de Falkenberg, tendrás que impartir justicia con mayor frecuencia que librar batallas!

—¡Bien dicho, mi señora Gerlin! Perdonadme por haber escuchado vuestra conversación.

Florís de Trillon cruzó el umbral, ya que Rüdiger había dejado la puerta abierta. El pequeño doncel se sonrojó: confiaba que el caballero no hubiera oído con cuánto desdén había hablado de Dietrich von Lauenstein, pero quizá Florís solo había pasado junto a la habitación de Rüdiger de camino a la suya: había acompañado a Peregrin von Falkenberg durante una cabalgata con el fin de visitar sus propiedades y ahora querría cambiarse de ropa.

—Haced caso de vuestra hermana, Rüdiger, y dentro de un tiempo me enorgulleceré de armaros caballero —dijo Florís con una sonrisa bondadosa.

—¿Vos? —preguntó el muchacho en tono de duda. Gerlin prefería no pensar en lo que Leon habría susurrado al oído de su hermano acerca de la aptitud para el combate de los caballeros educados en una corte galante—. Pero vos…

Florís frunció el ceño.

—¿Acaso dudáis de mi posición como mariscal y armero de Lauenstein? —preguntó—. ¡Pues os espera una sorpresa cuando os derribe del caballo! No otorgo el espaldarazo a nadie que no sea capaz de resistir en un auténtico combate. Por supuesto que no os lo tomaré a mal si escogéis a otro para que os arme caballero. Quizá sintáis un gran aprecio por vuestro armero actual. Nos acompañará a Lauenstein, ¿verdad, mi señora Gerlin?

La joven asintió en silencio, como si le complaciera que Leon fuera enviado a la corte de Dietrich.

Rüdiger se apresuró a asegurar a su nuevo instructor que para él sería un honor que lo armara caballero, pero Gerlin sospechó que a su hermano le era bastante indiferente quién cumpliera con esa sagrada ceremonia. Lo único que le importaba era convertirse en adulto y salir a correr aventuras. La joven confió en que en la corte de Lauenstein le quitaran esta idea de la cabeza. Rüdiger ya poseía un feudo, no tenía motivo para demostrar su destreza sirviendo a desconocidos. Peregrin von Falkenberg necesitaba la ayuda de su hijo en la administración del castillo… ¡y sobre todo necesitaba un heredero vivo! Pero Rüdiger, que soñaba con las historias de la corte del rey Arturo, no era consciente de que, a menudo, el resultado de las aventuras era una muerte temprana y no la gloria y el honor.

—¿Cuándo podemos ponernos en marcha, mi señora Gerlin? —dijo Florís, cambiando de tema—. Sé que deseáis disponer de un poco más de tiempo para poner en orden vuestros asuntos y despediros de vuestra familia, pero… me desagrada dejar solos a mis donceles durante mucho tiempo.

Florís se mordió los labios… y Gerlin comprendió: no se trataba de que ningún otro caballero fuera capaz de encargarse de que los donceles de Lauenstein cumplieran con sus obligaciones, sino de la inquietud de Florís por su joven señor.

Sin inmutarse, Gerlin guardó otro atuendo de su hermano en el arcón.

—Por mí podemos emprender viaje mañana mismo —dijo en tono sosegado—. Ya he empaquetado mis pertenencias y puedo ordenar que las carguen en un carro de inmediato. ¿O preferís animales de carga, Florís? De esa forma avanzaríamos con mayor rapidez… Y en cuanto a mi familia… Lauenstein no se encuentra en el fin del mundo. Mi padre puede visitarnos a mí y a mi esposo en cualquier momento, o ambos podemos cabalgar hasta Falkenberg, cuando… cuando la situación se haya calmado.

Los castillos de Falkenberg y de Lauenstein no se encontraban a excesiva distancia el uno del otro: disponiendo de caballos veloces, el viaje llevaba unos tres días. No obstante, los bosques cubrían la mayor parte de la montañosa comarca y los caminos no eran muy buenos: el carro que transportaba el ajuar de Gerlin los retrasaría.

Florís pareció aliviado, pero sacudió la cabeza.

—No hay motivos para descartar el carro, mi señora. Me acompañan seis caballeros y tres donceles que ya saben defenderse bastante bien. Si destinamos cuatro hombres para vigilar vuestro carro, vos podréis adelantaros a caballo acompañada por la correspondiente escolta, puesto que vos… cabalgáis, ¿verdad, mi señora?

Algunas señoras de la nobleza preferían viajar en una litera, pero Leonor de Aquitania les había quitado esos caprichos de la cabeza a sus pupilas. En su corte, todas las muchachas aprendían a montar a caballo y practicaban la equitación, tanto si los caballos les agradaban como si no. Durante años, la reina había recorrido sus tierras en compañía de su esposo y siempre recomendaba a sus pupilas que no dejaran de acompañar a sus caballeros.

—De todos modos, no os serán fieles —insistía la reina—, pero al menos debéis procurar que elijan a sus amantes entre mujeres que hayan recibido cierta educación cortesana, porque, de lo contrario, más adelante vuestros hijos verán a los bastardos de su padre trabajando en los campos. Y los campesinos tampoco son tontos. ¡Que unos hijos se críen en el castillo y los otros sean vasallos genera descontento!

Por lo tanto, la señora Aliénor tampoco permitía que sus muchachas eligieran mulas mansas, sino que regalaba pequeños y veloces caballos de pura sangre a sus preferidas. Gerlin poseía una vivaz yegua alazana que avanzaría con la misma rapidez que los caballeros montados en sus sementales.

Las palabras de Gerlin provocaron otra sonrisa de aprobación en el caballero.

—¡Me alegro de poder cabalgar a vuestro lado! —dijo.

Gerlin le devolvió la sonrisa.

—También yo espero disfrutar del viaje —respondió—. Pero sobre todo ansío encontrarme por fin con mi futuro esposo. ¿Cuándo… creéis que podremos celebrar los esponsales?

Una sombra oscureció el rostro de Florís.

—Primero mi señor Dietrich ha de recibir el espaldarazo… —dijo en voz baja—. Y… existen ciertas dificultades…

Rüdiger aguzó el oído. ¿Acaso el caballero insinuaba que Dietrich no era muy dotado para las justas caballerescas?

Gerlin decidió pasar por alto el comentario.

—Ya tendremos oportunidad de hablar de todo ello —dijo, y le lanzó una mirada de soslayo a su indiscreto hermano—. Al fin y al cabo, nos espera una larga cabalgata.

Peregrin von Falkenberg lamentó tener que separarse de sus hijos tan pronto, pero él también comprendió que era necesario: tal vez Florís le había revelado algo más acerca de los motivos de su premura. Pero organizar la rápida partida resultó menos complicado que designar los caballeros que habrían de formar parte de la escolta de la dama y los que vigilarían el carro con el ajuar. Echando mano de la diplomacia, Florís de Trillon decidió que en ambos grupos hubiese representantes de los antiguos y los nuevos caballeros de Gerlin. Adalbert von Uslar cabalgaría con la vanguardia y Leon von Gingst con la retaguardia, así como también Theobald y Friedhelm. Pero, al parecer, Florís no quería perder de vista a Rüdiger, el nuevo doncel.

Era evidente que el caballero había concentrado a los hombres más fuertes de su tropa en la retaguardia, puesto que para los caballeros bandidos y los asaltantes robar un carro completamente cargado resultaba mucho más sencillo que raptar a una dama de la nobleza. Sin embargo, Leon von Gingst y el doncel Theobald protestaron por el servicio de vigilancia, que supuestamente no se correspondía con su rango. Gerlin se impacientó: al fin y al cabo, encargarse de vigilar objetos de valor no suponía ninguna deshonra para un caballero. Los caballeros errantes lo hacían muy a menudo, e incluso protegían las mercaderías de los comerciantes judíos.

Florís de Trillon paró los pies a su doncel rezongón con palabras muy elocuentes, mientras que Leon insistió en informar a Peregrin de la situación, convirtiéndola en una lucha por el poder. Cuando argumentó que su papel consistía en ser uno de los caballeros de la señora Gerlin y no el guardia de unos bienes, la joven hirvió de ira.

—¡Pues entonces obedeced a vuestra dama y encargaos de que su ajuar y su dote lleguen sanos y salvos a Lauenstein! —le espetó—. ¡Y no me vengáis con vuestro honor de caballero! Aparte de que servir como guardia no lo mancha, también esta misión es un servicio a la dama. ¡Pensad en Lanzarote, que incluso montó en el carro del verdugo por su dama!

La risa brilló en las miradas de Peregrin y de Florís; solo Leon frunció el ceño: al parecer, ignoraba la historia.

—¡Mi honor de caballero no está subordinado a nada ni a nadie! —dijo, alzando la voz.

Florís inspiró profundamente. El comentario de Leon infringía el código de honor. Un caballero no solo tenía una obligación para con su dama, sino también frente a Dios y sobre todo frente a su señor feudal. Estaba a punto de manifestar este punto de vista, al tiempo que Gerlin se disponía a hablar, cuando Peregrin von Falkenberg se adelantó a ambos. El castellano se limitó a reprender al caballero y después sugirió una solución salomónica, que consistió en encargarle la responsabilidad y el mando sobre el transporte de la dote y el ajuar de Gerlin. Con esta medida Leon ya no estaba sometido a Florís, con lo que el armero pareció darse por satisfecho. Florís de Trillon quiso añadir un comentario, pero una mirada apaciguadora de Peregrin hizo que desistiera. Murmurando una protesta, puso a sus caballeros y donceles bajo el mando de Leon y lanzó un suspiro de alivio cuando ninguno de ellos se opuso.

Pero al día siguiente, cuando la vanguardia por fin se puso en marcha, Florís le dijo a Gerlin que no le parecía una decisión sabia, y señaló a Leon, que controlaba el cargamento del carro gesticulando y dándose importancia. La grácil yegua de Gerlin bailoteó junto al caballo de batalla del caballero de Lauenstein, quien volvió a lanzarle miradas de admiración al ver que ella la conducía con mano ligera.

—Que vuestro padre quiera mantener la paz le honra, ¡pero hubiera sido mejor poner en su sitio a ese caballero de una vez por todas!

Gerlin sonrió. Llevaba un traje oscuro y un pesado abrigo con capucha. El sol de los últimos días había dado paso a la llovizna.

—Al parecer, vuestro destino consiste en servir a señores ingenuos —dijo, tomándole el pelo.

Gerlin y Florís encabezaban al grupo de jinetes, seguidos por Rüdiger y Adalbert, quien procuraba que el muchacho no escuchara la conversación de los dos primeros, y dos caballeros de Lauenstein cerraban la comitiva.

—¡En todo caso, la lengua de mi señora es bastante afilada! —dijo Florís, riendo—. ¿Sometéis a vuestros caballeros galantes a castigos tan severos como en su día lo hizo la reina Ginebra?

Florís conocía la historia de Lanzarote y el carro del verdugo. Cuando el caballero se negó a montar en el carro por considerarlo indigno de su rango, la dama lo exilió de la corte durante doce años.

—Solo cuando me ocultan secretos —contestó Gerlin con una sonrisa—. Y puesto que hablamos de señores ingenuos y otros temas, caballero Florís, ¿cuáles son los inconvenientes que impiden que Dietrich reciba el espaldarazo?

Florís suspiró… y tuvo la suerte de ahorrarse la respuesta, pues en ese momento tuvo que ocuparse de guiar al grupo. Falkenberg recibía visitas en escasas ocasiones y las malezas no dejaban de invadir los caminos que recorrían la zona y los volvían más estrechos; debido a ello, el grupo de jinetes se veía obligado a avanzar en fila india y Gerlin decidió que se lo advertiría a su padre en la primera carta, porque, en realidad, él era quien debía encargarse de que los caminos fueran lo bastante anchos como para que un jinete pudiera recorrerlos con una lanza apoyada en la silla en posición horizontal. Más adelante, Leon maldijo la situación cuando se vio obligado a abrirse paso con el carro por el camino, y aún más cuando se encontraron con un arroyo que se había desbordado. La yegua de Gerlin lo atravesó mediante un brinco elegante e inmediatamente después la joven retomó el tema de Dietrich.

—¿Qué ocurre, Florís? ¿Por qué consideráis que mi futuro esposo aún no es digno de recibir el espaldarazo?

Florís se mordió los labios.

—No se trata de mí, mi señora. Yo dispondría que la ceremonia se celebrara mañana mismo, pero existe un problema relacionado con el rango. Roland es de cuna mucho más noble que la mía, es un Ornemünde de la línea de Turingia… aunque solo sea un hijo menor. En realidad es un caballero errante que aprovecha la oportunidad de instalarse en un castillo confortable. Pero es un pariente de Dietrich, y, por tanto, le corresponde a él el honor de armarlo caballero, aunque por desgracia no deja de postergarlo.

—¿Debido a motivos de peso o solo aparentes? —quiso saber Gerlin.

Florís se restregó la frente.

—Un caballero no debe mostrarse indiscreto sobre los señores del castillo en el que presta sus servicios, mi señora Gerlin. Y sobre todo ha de guardar el debido respeto para con la viuda de un caballero por el cual sentía una gran devoción y lealtad. Os ruego que no me obliguéis a hacerlo. Vos misma descubriréis cuál es la situación entre Luitgart, Roland y Dietrich… y como ya os he dicho, este último carece por completo de malicia.

Gerlin asintió en silencio. En realidad, Florís ya había revelado lo suficiente. Roland y Luitgart, la madrastra de su futuro esposo, no carecían por completo de malicia, e imaginarse su conducta no le supuso ningún esfuerzo. Una joven viuda, un pariente del difunto… Si no fuera por la existencia de Dietrich, seguro que el emperador no tardaría en recibir la petición de entregar el feudo de Lauenstein a Roland. Gerlin se preguntó cuál sería su posición en el castillo hasta que por fin celebraran el espaldarazo de Dietrich. Pero, al parecer, al menos el círculo de caballeros se mantenía fiel a su joven señor.

Durante aquel primer día el viaje resultó bastante arduo. No dejaba de llover y cuando el grupo finalmente alcanzó un camino elevado en dirección a Redwitz, más despejado y ancho que los senderos a través del bosque, la lluvia les azotaba la cara impulsada por el viento. Ya era más de mediodía cuando Florís por fin decidió hacer un alto mientras atravesaban una aldea de reciente fundación, donde los hombres desmontaban el segundo campo y reemplazaban las primeras chozas de madera por sólidas casas de piedra. La aldea pertenecía al feudo de los Falkenberg y, en su mayoría, los jóvenes habitantes del pueblo recibieron a los señores con alegría. El año anterior Peregrin había visitado el nuevo asentamiento cuando desmontaron el primer campo y los campesinos se morían de ganas de hacer gala de sus progresos. Gerlin indicó a Rüdiger que visitara todas las instalaciones y lo llamó enérgicamente al orden cuando el doncel se demostró renuente. Todos estaban empapados y helados, pero un día Rüdiger se convertiría en el señor de esa gente y debía mostrarse amable con ellos.

Por fin Rüdiger se marchó refunfuñando, acompañado del mucho más diplomático Florís, mientras que, por su parte, Gerlin se unió con gesto agradecido a las campesinas, que la condujeron a la primera casa acabada de construir. Mientras le servían sopa y leche, pensó en la futura carrera de Rüdiger con cierta preocupación: el muchacho parecía mucho más destinado a ser un caballero que el administrador de un feudo; en realidad, el pequeño Wolfgang era mucho más casero. De vez en cuando, el destino se demostraba injusto en lo concerniente a la sucesión. Gerlin reprimió este pensamiento y se dedicó a admirar los tejidos de las mujeres y los progresos en cuanto a la construcción de las casas, sintiendo tanto alivio por hallarse en un lugar cálido y seco como temor de no poder desprenderse de los piojos de las gallinas que sin duda se pegarían a sus ropas. Las aves pululaban por las habitaciones de la casa, y la campesina se limitaba a echarles el forraje directamente en el suelo.

—¡Fuera las cogería el zorro! —se disculpó, y Gerlin procuró mostrar comprensión.

Antes de despedirse, los viajeros obsequiaron a los campesinos con unas monedas; Rüdiger les aseguró que gozaban de la benevolencia de su señor y Gerlin les prometió que también ese año quedaban exentos de todos los tributos y servidumbres feudales, una medida habitual mientras la aldea estuviera en construcción. Peregrin von Falkenberg no era un señor demasiado severo.

Como entre Falkenberg y Lauenstein no había grandes ciudades, el camino de los viajeros prosiguió a través de densos bosques, pero de noche pasaron junto a un convento donde los caballeros y su dama encontraron alojamiento. Sin embargo, Florís insistió en que partieran temprano por la mañana, puesto que ese día debían recorrer la distancia más larga.

—No quisiera tener que montar el campamento en medio del bosque para pasar la noche —dijo el caballero—. Prefiero cabalgar hasta las tierras de Lauenstein, donde nos acogerá un vasallo de vuestro futuro esposo.

Un tanto sorprendida, Gerlin asintió. Pero claro: Dietrich era un conde y, por supuesto, disponía de feudos que otorgar. Su padre tenía razón: iba a contraer matrimonio con un hombre de rango muy superior al suyo; que Peregrin rechazara semejante enlace para ella era impensable.

Aquel día también tuvieron dificultades en abrirse paso por los caminos y Florís ordenó que cabalgaran formando un grupo más compacto, que los caballeros al menos llevaran cotas de malla, e insistió en que Gerlin y Rüdiger se mantuvieran en el centro de la comitiva, aunque el doncel afirmó que sería capaz de defenderse solo en caso de que fueran atacados. Al fin y al cabo, no había castillos de caballeros bandidos en la comarca y los salteadores de caminos, menos armados y expertos, no osarían atacar al contingente de caballeros. Pese a que Florís procuraba entretenerla mediante chanzas y elogios, Gerlin se aburría.

Esos senderos alejados del camino principal eran muy poco transitados. Una única vez, a mediodía, se encontraron con un contingente de comerciantes que habían contratado a media docena de coraceros para proteger sus mercaderías. Ambos grupos de caballeros no tardaron en entablar conversación y todos juntos acabaron por hacer un alto en el camino.

Gerlin se acomodó junto a la hoguera, pero Florís de Trillon la protegía de las miradas curiosas de los comerciantes y ella volvió a aburrirse. Se consoló pensando que al menos no llovía y que además los caminos mejoraban visiblemente a medida que se acercaban a las tierras de Lauenstein. Por otra parte, dado que Gerlin no suponía un impedimento para cabalgar con rapidez, alcanzaron la meta de la jornada antes del anochecer. El pequeño castillo en el que los aguardaban supuso una agradable sorpresa. La castellana mandó que le prepararan un baño y resultó ser una compañía sumamente agradable junto al fuego de la chimenea que encendieron en sus aposentos, mientras su esposo recibía a los caballeros en la gran sala.

—¡Sois una mujer muy bella! —dijo la castellana Gertrud, lisonjeando a su futura señora—. Ya corrían rumores de que casarían a mi señor Dietrich con una vieja viuda y me compadecí de él. ¡Es un muchacho tan apuesto y bondadoso…!

Gerlin sonrió. Seguro que maese Salomon no hubiese elegido una vieja viuda para su protegido; más bien debía de haber pensado en una mujer experimentada que ya hubiese sido madre. Pero las palabras de Gertrud sobre su futuro esposo la pusieron alerta.

—¿Así que conocéis a Dietrich? —preguntó. Tenía apetito, así que cogió un trozo de pan y de carne fría que Gertrud había hecho traer, acompañados de una copa de vino caliente especiado. Tras la larga cabalgata, para Gerlin aquello era el paraíso.

La castellana asintió con la cabeza.

—Sí, aunque no muy bien. El muchacho acompañó a su padre el año pasado, cuando este recorrió sus tierras a caballo. Ambos pernoctaron aquí con nosotros y Dietrich causó muy buena impresión. Es tan modesto y tranquilo… y es un buen señor. Nuestro hijo se educa con él, en Lauenstein, al igual que lo hará vuestro hermano. Mi hijo no deja de elogiarlo. Por lo visto, Dietrich se ha hecho amigo de todos los muchachos… y se ha convertido en su modelo… en numerosos aspectos —dijo Gertrud, en tono más dubitativo.

Quizás el hijo de estos vasallos también había derribado a Dietrich del caballo, porque Roland debía de tener sus motivos para seguir negándose a armarlo caballero. Tal vez Dietrich no fuera muy fuerte. Gerlin confió en que al menos ya hubiera desarrollado su vigor varonil.

Gertrud le informó con una sonrisa pícara que los aposentos que le habían asignado eran precisamente los mismos que un año atrás había ocupado su futuro esposo y se despidió. Gerlin se acostó. Al día siguiente debían llegar al castillo de Lauenstein y la joven se preguntó si vería a Dietrich de inmediato.

Lauenstein era una comarca floreciente. Él último día de viaje transcurrió a través de luminosos bosques y prados, y también atravesaron numerosas aldeas cuyos habitantes estaban deseosos de ver a la futura condesa, así que Gerlin solo se cubrió el rostro con un ligero velo y los trató a todos con amabilidad. Dentro de lo posible, se detenían para aceptar un refrigerio y de vez en cuando para tomar en brazos algún bebé o para arrojarles monedas a los chiquillos. Gerlin se había llevado un talego lleno de monedas de plata, parte de su dote, justamente con este fin. El pueblo esperaba regalos de su nueva señora… y supuso una sorpresa agradable cuando Florís también le tendió un talego.

—Una contribución del tesoro de vuestro futuro esposo —le dijo—. Mi señor… Dietrich… —añadió, aunque en realidad parecía haber estado a punto de decir «Salomon»— sabe que Falkenberg no posee mucho dinero. No cabe duda de que vuestro padre os ha proporcionado una dote generosa, pero mi señor desea que su esposa se muestre al pueblo como la viva imagen de la benevolencia.

Gerlin asintió, agradecida a su futuro esposo, o al consejero de este. Los regalos iniciales de una señora al pueblo podían determinar su prestigio de por vida: gran parte de la dote de las novias de la nobleza iba a parar a los bolsillos de los súbditos. Gerlin consideró que su llegada al condado suponía una marcha triunfal. Las personas se alegraban sinceramente de los regalos recibidos y no se cansaban de alabarla.

Cuando por fin llegaron a Lauenstein, Gerlin estaba exhausta tras ese cúmulo de sonrisas y halagos. El castillo se encontraba en un alto que descollaba sobre un bonito paraje y parecía sólido y seguro. Ya desde lejos se distinguía que disponía de una amplia ala destinada a la vivienda y Gerlin confió en que estuviera equipada de un modo confortable.

Florís de Trillon condujo a sus caballeros y a su dama a un luminoso patio donde fueron recibidos por el mayordomo. El menestral —pues el cargo de mayordomo suponía un puesto importante— reía y bromeaba con Florís: al parecer, todos apreciaban al joven caballero. El mayordomo hizo una profunda reverencia ante Gerlin y le escanció una copa de vino dulce.

—Mi señor Dietrich, vuestro futuro esposo, me ordenó que os diera la bienvenida en su nombre. Confía en poder reunirse con vos mañana, siempre que sus otras obligaciones no se lo impidan.

—¡Nada va a impedirlo! —exclamó Florís con acritud, y apretó los labios, evidentemente irritado por las palabras del mayordomo—. ¿Qué se le ha ocurrido a Roland? ¿Por qué Dietrich no puede saludar a su futura esposa hoy mismo?

El menestral, un hombre bajito y rechoncho de calva incipiente, se encogió de hombros con aire de disculpa.

—Roland ha ido de caza con los donceles. Faltan presas para la mesa del conde —contestó—. Mi señora Luitgart dijo que justo ahora, cuando esperamos visitas…

—¿Acaso la señora Gerlin tiene aspecto de querer devorar toda una piara de jabalíes? —exclamó Florís bruscamente, pero Gerlin lo interrumpió con un ademán y se dirigió al mayordomo en tono cortés.

—Si esta noche veis a mi señor Dietrich, hacedle saber que me siento muy honrada. El hecho de que haya pensado personalmente en alegrarme la cena es muestra de su consideración y su amabilidad, así que tomaré el asado de jabalí con mucho gusto, puesto que sé que lo ha cazado para mí. Mañana nos veremos, siempre y cuando…

—Nada de «siempre y cuando» —la interrumpió Florís de Trillon—. Yo soy el mariscal de la corte y, a partir de mañana, los donceles estarán bajo mi mando. No os quepa duda de que daré libertad a Dietrich para que se encuentre con vos. Al menos la señora Luitgart se dignará recibir a mi dama, ¿verdad?

Era evidente que Florís no estaba satisfecho con el recibimiento que estaban deparando a Gerlin en el castillo. Luitgart von Ornemünde no había actuado como correspondía a su posición, porque incluso una madrastra hubiera tenido la obligación de recibir a su «nuera» en el patio del castillo y darle el beso de bienvenida.

El mayordomo, a quien todo eso parecía resultarle bastante incómodo, volvió a inclinarse.

—Mi señora Luitgart se encontraba… esto… un poco indispuesta, pero estará encantada de recibir a la señora Gerlin en sus aposentos. Os enviaré una criada de inmediato, mi señora, que os indicará vuestras habitaciones y os atenderá.

Gerlin asintió con expresión paciente, aunque el mensaje era claro: Luitgart le ordenaba que acudiera a sus aposentos en vez de salir a su encuentro. La señora del castillo ya estaba estableciendo su rango, pero Gerlin no se inmutó: en la corte galante también se aprendía a enfrentarse a las intrigas y, en última instancia, sería ella quien tendría la sartén por el mango. La actitud de Luitgart no era inteligente, porque Gerlin podría devolverle la ofensa en cuanto ella y Dietrich se prestaran los correspondientes juramentos.

Al menos el ala destinada a la vivienda resultó ser acogedora y confortable, tal como Gerlin había confiado al divisarla. El edificio era nuevo y más luminoso que el castillo de Falkenberg, los tiros de las chimeneas eran modernos, en vez de estar abiertos o solo protegidos por telas colgantes, y los huecos de las ventanas estaban cubiertos con pergamino. Alfombras de lana cubrían el suelo de los aposentos de Gerlin, amueblados con sillas de respaldo alto con cojines y un atril de lectura. Poco después, un criado trajo las alforjas con un vestido que le permitiría cambiarse de ropa y unos cuantos objetos personales importantes.

La joven doncella que había acompañado a Gerlin a su habitación le ayudó a desempacar y se entusiasmó con el espejo veneciano, un regalo de la reina Leonor que Gerlin no quiso llevar en el carro que transportaba su ajuar. El pequeño espejo había viajado en sus alforjas y, sorprendida, la joven criada contempló su imagen reflejada. Gerlin aguardó pacientemente hasta que se cansó de contemplarse y solo entonces le dijo que le ayudara a desvestirse y a peinarse. La muchacha resultó ser muy diestra; a lo mejor Luitgart o su antecesora habían formado al personal.

—Después he de llevaros con mi señora —dijo la muchacha, confirmando las sospechas de Gerlin—. Me indicó que me pusiera a vuestro servicio.

No le cabía la menor duda de que, por la noche, la criada repetiría a su auténtica ama todas las palabras que Gerlin y quienes la rodeaban pronunciaran, así que la joven decidió conseguir una doncella propia cuanto antes o vestirse ella sola, de momento.

Pero eso tendría que esperar: primero siguió a la muchacha a lo largo de interminables pasillos, en parte muy oscuros. Luitgart ocupaba otra ala del castillo; sus aposentos ofrecían un amplio panorama de la comarca, mientras que los de Gerlin daban a un adarve: la habían alojado en una habitación que no formaba parte del ala destinada a las mujeres y eso no era precisamente cortés. De noche, Gerlin no podría salir al pasillo sin toparse con caballeros o donceles quizá borrachos.

Gerlin se preguntó si debía mencionar el asunto, pero primero quería averiguar qué le diría Luitgart.

La pequeña criada llamó tímidamente a la puerta de su señora, quien de inmediato le indicó que pasara. La muchacha hizo una reverencia y abrió la puerta.

Luitgart von Ornemünde y Lauenstein aguardaba a su huésped de pie, consciente del efecto que causaba. Se había situado junto a la ventana, de modo que los últimos rayos del sol iluminaban sus cabellos dorados y le conferían el aspecto de una santa. Al ver la delgada figura, Gerlin se quedó muda. En realidad, siempre se había considerado bastante bonita o, al menos, atractiva. Claro que un baño y un descanso tras el viaje le hubieran sentado bien a su tez y sus cabellos, que habrían lucido más suaves y brillantes. Pero, incluso en ese caso, todos sus dones se hubieran visto eclipsados ante la presencia de Luitgart von Ornemünde.

La joven viuda era de su misma edad, o quizás un poco más joven, y su rostro de rozagante belleza evocaba las antiguas estatuas de mármol de diosas que adornaban la rosaleda de la señora Aliénor. Así debió de ser Afrodita cuando Paris le ofreció la manzana: un rostro simétrico y proporcionado, de nariz perfecta, labios carnosos y enormes ojos de color verde esmeralda. Su cabello parecía oro hilado: lo llevaba recogido y en parte cubierto por un tocado, pero algunos mechones se habían soltado y enmarcaban su rostro semejante a una filigrana.

Gerlin ignoraba cuánto hacía que había muerto el padre de Dietrich, pero, en todo caso, Luitgart ya no iba de luto. Llevaba un vestido a la última moda, verde oscuro y de mangas muy largas y amplias, que realzaba sus pechos turgentes, y un ancho cinturón engarzado de piedras preciosas le ceñía la fina cintura. Tras echar un vistazo a la estancia, Gerlin comprobó que las paredes estaban cubiertas de exquisitos tapices y, en comparación, los que le habían asignado a ella parecían casi míseros. El enfado que le causó este pensamiento la impulsó a tomar la palabra.

—¡Luitgart, parienta! —dijo Gerlin. Se acercó con paso decidido a su futura suegra política y la saludó con un beso de hermana, gesto que disgustó a Luitgart de manera evidente.

—La noble Gerlindis von Falkenberg —comentó Luitgart en tono rígido—. No sabía que estábamos emparentadas; sin embargo, os doy la bienvenida al castillo de mi esposo.

—Vuestro difunto esposo —puntualizó Gerlin—. Permitidme que os ofrezca mi más sentido pésame. Me han dicho que entretanto administráis su feudo de manera admirable… en interés de Dietrich, su heredero y mi futuro esposo.

Luitgart esbozó una mueca.

—Me pregunto quién os ha prometido con él. Que yo sepa, de momento, su tutor, el conde Linhardt von Ornemünde y Loches, se encuentra en una cruzada en Tierra Santa.

Gerlin sonrió.

—Los caballeros habrán de resolver estos aspectos formales entre ellos —dijo a la ligera—. Yo solo me atengo a las instrucciones de mi padre, que me ordenó que confiara en los enviados de vuestro hijastro que acudieron para pedir mi mano. Ahora ansío ver a mi futuro esposo, por el que ya siento un gran afecto. Pronto se celebrará su espaldarazo y entonces él mismo se hará cargo de administrar sus asuntos. Lo dicho: os estoy muy agradecida por prestarle ayuda hasta que llegue ese momento.

Luitgart se mordió los labios. Por fin pareció recordar sus deberes de anfitriona y escanció dos copas del vino que la criada acababa de llevarles.

—Puedes retirarte, Anita —dijo, dirigiéndose a la muchacha.

Gerlin bebió un trago de vino con gran satisfacción: le ayudaría a conservar las fuerzas, pues no había contado con una enemistad tan manifiesta por parte de la castellana. Luitgart parecía sentirse muy segura de su posición, mucho más que lo manifestado por Salomon y Florís.

—Tomad asiento, mi señora Gerlin —dijo finalmente.

Gerlin se sentó en un alto sillón frente a Luitgart.

—Espero que no suponga una decepción para vos —añadió la anfitriona—, pero en lo que respecta a la tutoría de Dietrich ejercida por su tío, no hay nada decidido hasta que Linhardt von Loches regrese de Tierra Santa.

Gerlin frunció el ceño, fingiendo desconcierto.

—¿Acaso es costumbre de los Ornemünde que un doncel sea armado caballero por su tutor? No suele ser así: en general, el castellano o el mariscal se encargan de cumplir con la ceremonia. Y sobre todo en un caso como el de Dietrich, en el que un feudo ha quedado huérfano, sería normal hacer una excepción.

—¡Siempre que el doncel cumpla con los requisitos para convertirse en caballero! —replicó Luitgart en tono duro—. Y Dietrich…

—Me han descrito a mi futuro marido como un joven lleno de virtudes caballerescas —la interrumpió Gerlin.

—Las virtudes caballerescas no lo son todo, noble Gerlin. También hay que saber blandir una espada y manejar una lanza. Dietrich siempre fue un niño debilucho y de hecho este fue el motivo de que su padre tomara una esposa joven incluso a su avanzada edad: esperaba tener herederos más fuertes. Los deberes de un caballero exigen algo más que la fe, el honor y la lealtad.

Gerlin asintió.

—Desde luego. Pero supongo que no estaréis insinuando que Dietrich no es capaz de conducir un caballo. Y tampoco creo que este feudo esté amenazado por enemigos poderosos, sobre todo porque, según vos, vuestro esposo era de edad muy avanzada y, en ese caso, hubiese dejado la defensa del castillo en manos de sus caballeros. En cuanto a ese tema, me siento muy animada: considero que Florís y los demás caballeros de mi futuro esposo le son muy leales.

—¡Existen opiniones diversas al respecto! —adujo Luitgart, que al parecer empezaba a cansarse del discurso galante, las insinuaciones y lisonjas—. Roland von Ornemünde, que por encargo de la familia tiene la cortesía de sustituir al tutor de mi hijastro, es de la opinión que, en caso de un ataque, un castellano no debe dejar la lucha solo en manos de sus caballeros.

Gerlin sonrió.

—Pero resulta que eso sí es posible, Luitgart, ¡y ese sería un tema excelente para una discusión galante! Mi mentora, la reina Leonor, hubiese estado encantada, ¡y quizás incluso hubiera defendido vuestra posición, puesto que el rey Ricardo, su hijo, es un guerrero muy valiente! Pero yo me enfrentaría a ella recordándole al rey Arturo: él tampoco era un Hércules, pero sus virtudes caballerescas y su amabilidad le ayudaron a evitar numerosos altercados, además de reunir a los mejores caballeros de su época y formar una tropa sumamente poderosa. Deberíamos ponerlo en práctica alguna vez, mi señora Luitgart, y pedir a Florís y a Roland que participaran también. Pero ahora hablemos de asuntos cortesanos, más propios de nuestra condición femenina. ¿Os habéis confeccionado ese vestido vos misma? Os sienta de maravilla…, aunque supuse que aún llevaríais el atuendo sencillo de una viuda.

Gerlin siguió hablando en tono afable y logró evitar el tema del joven Dietrich, aunque no pudo resistirse a mencionar como de pasada su vestido de boda. Finalmente declaró que estaba cansada y pidió permiso para retirarse.

—¡Ha sido muy edificante charlar con vos, mi señora Luitgart! —la halagó—. Desde que abandoné la corte de la reina Leonor, he echado de menos la conversación con otras damas de mi rango y las discusiones amistosas. Me haríais muy feliz si después de mi enlace permanecierais en el castillo de Lauenstein y ocuparais vuestro puesto como viuda. ¿O acaso pensáis volver a casaros?

Mientras seguía a la pequeña criada que portaba una antorcha a lo largo del pasillo que conducía a sus aposentos, Gerlin apenas conseguía contener la risa. Le dolía la cabeza: hacía mucho tiempo que no había mantenido una conversación de este tipo, pero Aliénor hubiese estado orgullosa de ella. No cabía duda de que había salido victoriosa tras ese primer intercambio de golpes.