3

Gerlin von Falkenberg no se negó. Esa noche se durmió entre lágrimas y se despidió de todos sus sueños románticos: no habría un héroe para ella, ningún apuesto caballero de resplandeciente armadura… Pero, considerado de manera objetiva, tampoco es que pudiera haber contado con ello, ni siquiera sin la proposición de los Lauenstein.

En el fondo, la posibilidad de encontrase con semejante caballero solo rara vez había existido para Gerlin y sus amigas de la corte galante. Las muchachas coqueteaban con los jóvenes héroes, quizás intercambiaban besos furtivos en la rosaleda de la señora Aliénor, pero las casaban con hombres que agradaban a sus padres, hombres que podían ser viejísimos o muy jóvenes, feos o incluso malvados. El destino de Gerlin podría haber sido mucho peor. Al menos, al parecer, el joven Dietrich era apuesto y simpático… y quién sabe: a lo mejor acabaría por convertirse en esa figura luminosa con la que Gerlin tanto había soñado y renunciaría a cambiar a su vieja esposa por otra más joven, tal como el rey Enrique había hecho con la reina Leonor.

En todo caso, Gerlin se preparó para el viaje, al igual que el excitado Rüdiger; al menos los sueños de este se cumplirían: se convertiría en caballero mucho antes de lo esperado. Gerlin confió en que su armero lo hubiese preparado minuciosamente para dicho evento, ¡porque resultaría muy bochornoso que, durante la justa, los donceles de Lauenstein derribaran al heredero de Falkenberg del caballo!

Gerlin informó a Leonor de su inminente boda y, en contra de lo esperado, la reina inglesa le contestó de inmediato con una carta que contenía un magnífico regalo. Leonor de Aquitania le envió un medallón con una miniatura: un retrato con su nombre engarzado en oro, colgado de una delgada cadena.

«Hace tiempo hice confeccionar esta joya para vuestra madre, cuando me dijeron que estaba gravemente enferma. Éramos buenas amigas y confié en que mis saludos y mi retrato le proporcionaran consuelo. Por desgracia murió antes de que pudiera enviárselo. Me complacería que ahora vos lo llevarais encima del corazón en su lugar», ponía en la carta.

Las palabras conmovieron y alegraron a Gerlin, que se colgó el medallón de inmediato. Su ajuar consistía casi únicamente en vestidos y telas que su madre había traído consigo a Falkenberg. El guardarropa de la propia Gerlin era muy escaso. No obstante, poco después de su respuesta afirmativa, llegó un arcón repleto de magníficas sedas y brocados, hilo finísimo y damasco de seda procedentes de al-Ándalus, además de cinturones trenzados con hilos dorados, con hebillas de oro e incrustados de piedras semipreciosas. La carta que acompañaba el envío era de Salomon von Kronach, quien afirmaba que para él era un honor enviarle algunos modestos retales de tejidos a la futura prometida de Dietrich, su protegido, provenientes del comercio con el exterior de su hermano Jakob. Quizás algunos resultaran adecuados para confeccionar el vestido de boda.

Un delicado damasco azul casi translúcido despertó el entusiasmo de Gerlin e inmediatamente se dispuso a confeccionar un vestido que tal vez no sirviera como vestido de novia, pero sí sería adecuado para el primer encuentro con su futuro joven esposo.

A Peregrin von Falkenberg lo angustiaban otros problemas: debía proporcionar a su hija y su hijo una escolta correspondiente a su rango, pero resultaba que el número de caballeros que habitaban su castillo era escaso.

Falkenberg se encontraba al borde del Alto Palatinado, el feudo era modesto, pero producía lo suficiente para seguir adelante. Peregrin vivía en paz con sus vecinos, al igual que con su conde palatino; este jamás había exigido deberes de vasallo a Peregrin, así que el castellano no consideraba necesario alimentar a más caballeros de los imprescindibles. Por otra parte, el castillo resultaba escasamente atractivo para los caballeros errantes, porque servir a Peregrin apenas ofrecía oportunidades para ascender: no se obtenían feudos en los lugares donde no habían guerras ni conflictos, y en Falkenberg ni siquiera se organizaban torneos en los que un caballero pudiese atraer la atención de un noble importante.

En consecuencia, Peregrin llevaba un castillo con una pequeña guarnición de caballeros mayores que habían abandonado toda esperanza de alcanzar la gloria hacía tiempo. Sin tierras, no podían contraer matrimonios acordes con su rango, pero la mayoría mantenía amoríos con las criadas o las muchachas campesinas de la aldea, quienes, a cambio de regalos pequeños pero regulares procedentes de la cocina o de las bodegas del castillo, daban a luz y criaban a sus hijos sin protestar. Así que era muy comprensible que ninguno de esos caballeros se mostrara deseoso de intercambiar su posición segura en Falkenberg —y también la de sus familias— por una subalterna al servicio de los Lauenstein. La escolta que su padre acabó por brindar a sus hijos no despertó el entusiasmo de Gerlin.

—No puedo ofrecerte más de dos jinetes, hija —dijo en tono de disculpa—. Pero ten en cuenta que prescindo del mejor: el señor Leon von Gingst. Sabes que era el armero de Rüdiger y está dispuesto a acompañar a su pupilo; además, puede que en Lauenstein tenga más oportunidades de alcanzar gloria y renombre. También el señor Adalbert ha manifestado su disposición a partir. Sé que ya no es joven, pero me rogó que le permitiera acompañarte. ¡Te aprecia de todo corazón!

Gerlin frunció el ceño. Hasta entonces, el viejo caballero nunca había demostrado ningún afecto por ella, y la muchacha sospechó que más bien se trataba de su mala conciencia. Adalbert era viejo, pero era un caballero intachable. Seguro que le parecía injusto vivir a costa de su castellano y ahora aprovechaba la oportunidad de despedirse de un modo honorable; por otra parte, no cabía duda de que en Lauenstein encontraría la manera de resultar útil a Gerlin: podría enseñar a montar a caballo a sus futuros hijos y tallarles sus primeras espadas de madera, hacerle de mensajero y escoltarla cuando Gerlin saliera a cabalgar o cumpliera con sus deberes caritativos. El camino hasta el convento más próximo no resultaba tan peligroso como para tener que recurrir a guerreros más jóvenes.

En todo caso, Gerlin no tenía nada en contra de Adalbert. Su lealtad era indudable, pero en el caso de Leon von Gingst, la cuestión cambiaba. De momento, Gerlin no había manifestado su oposición al armero de Rüdiger. Como su hermano ya no lo necesitaba, había renunciado a llamar la atención de su padre sobre sus defectos, con la secreta esperanza de que el individuo se buscara un puesto en otro lugar una vez que sus servicios resultaran innecesarios. Que pensara hacerlo precisamente en la corte de ella y protegido por su nombre no le gustaba en absoluto.

—¿Os parece que puedo confiar plenamente en que Leon sea un vasallo fiel, padre? —preguntó en tono precavido.

Peregrin se encogió de hombros.

—¿Tienes motivos para dudar de ello? —preguntó—. Desde luego que Leon no es el hombre al que la reina Leonor consideraría como el máximo exponente de las virtudes caballerescas. Que yo sepa, no sabe tocar el laúd ni cantar, pero es un buen luchador que se destacó en varios torneos antes de instalarse aquí.

Gerlin quiso objetar que los talentos de Leon como cantante le resultaban bastante indiferentes; no le molestaba que el caballero no supiera leer ni escribir y que se mostrara desdeñoso con cuantos dominaban dicho talento. Las viudas y los huérfanos, los sacerdotes y las monjas no podían esperar que los protegiera: el único modo de imponerse a Leon von Gingst era mediante la fuerza bruta: ¡quién sabe si serviría fielmente a un joven como Dietrich, un muchacho entre cuyos consejeros había judíos y pronto quizá también una esposa de mayor edad!

Hasta entonces Leon no había mostrado un gran respeto hacia Gerlin y, que ella supiera, Von Gingst no entraba en batalla bajo la divisa de ninguna dama de una corte galante. Era evidente que el servicio a la dama —una virtud importante practicada con entusiasmo por los jóvenes caballeros de las cortes galantes— no le interesaba demasiado, pero ninguno de estos argumentos bastarían para convencer a Peregrin.

—Verás, Gerlin: me doy cuenta de que el joven caballero no es de tu agrado —dijo el castellano cuando Gerlin guardó silencio, presa de la indecisión—. Pero la verdad es que no disponemos de muchos caballeros presentables. ¿Acaso prefieres presentarte en Lauenstein con una escolta de ancianos y donceles?

Dicho argumento tampoco permitía muchas réplicas. De todos modos, confiaba en que Dietrich o maese Salomon le proporcionaran una fuerte escolta para acompañarla a través del bosque de Frankenwald. Emprender un viaje de varios días acompañada únicamente de Adalbert, Leon y Rüdiger —y encima con un ajuar completo— le parecía, como poco, desaconsejable. De camino había castillos de caballeros bandidos, por no hablar de los habituales forajidos y salteadores de caminos.

Pero en realidad no tenía de qué preocuparse: maese Salomon le concedió un mes escaso para preparar su ajuar; después, un pequeño grupo formado por cuatro caballeros bien armados y dos donceles se presentó en Falkenberg.

Peregrin mandó llamar a Gerlin en cuanto los mensajeros le informaron de que unos hombres se aproximaban al castillo. En ese momento la joven se disponía a controlar la descarga de madera destinada a reparar las caballerizas y los graneros una vez pasado el invierno, y cuando recibió el mensaje de su padre se encaminó directamente de la puerta del castillo a los aposentos de su padre, empapada en sudor y con el vestido cubierto de astillas de madera.

—Me han comunicado que la delegación de Lauenstein está a punto de llegar. ¡Al parecer, en ella viajan dos jóvenes donceles! No llevan atavíos de nobles de abolengo, pero es muy posible que Dietrich haya acudido con el atuendo de un humilde doncel y bajo la protección de sus caballeros, con el fin de echar un vistazo a su prometida. Al menos, eso es lo que dicen Rüdiger y Wolfgang…, y lo que se les ocurre a ellos quizá también haya pasado por la cabeza de otros muchachos —dijo Peregrin, contemplando a la joven—. ¡Dios mío, hija, y tú andas por ahí vestida como una campesina! —la regañó—. Bien, aún no es demasiado tarde. Haz que te preparen un baño: a lo mejor logras arreglarte convenientemente antes de la llegada de los señores. Entonces podrás darles la bienvenida en el patio del castillo.

Gerlin reprimió una réplica dura. Cierto que le gustaba supervisar a los trabajadores que debían emprender las reparaciones, pero aunque así no fuera, tampoco podía confiar esa tarea a nadie más. El capellán consideraba que, como religioso, controlar que las tablas y los postes tuvieran las medidas correctas no era una tarea digna de él, así que la joven no podía contar con su ayuda. Por otra parte, a excepción de Gerlin, los únicos que sabían escribir y hacer cálculos lo bastante bien como para no crear una confusión total en los libros de cuentas eran Peregrin, Rüdiger y Wolfgang. Rüdiger habría sido el más indicado para reemplazarla, pero Gerlin sospechaba que se negaría a cumplir con semejantes tareas «poco caballerescas».

Una vez más, Gerlin maldijo a Leon von Gingst, quien fomentaba dicho punto de vista. Pero a Rüdiger no le aguardaba una vida heroica, sino que era heredero de un feudo, y si quería que este prosperara, no solo debía aprender a blandir la espada, sino también a administrar sus posesiones. Gerlin albergaba la esperanza de que se lo dejaran claro en la corte de Lauenstein: según maese Salomon, al menos Dietrich era culto y leído.

Sin embargo, en esa ocasión debía recurrir a Wolfgang, que seguramente se alegraría de que le encomendaran las tareas de un adulto, pero, por desgracia, de momento era cualquier cosa menos un experto en tomar medidas y apuntar cifras…

Cuando por fin Gerlin logró organizarlo todo ya era demasiado tarde para tomar un baño en su habitación, porque había que transportar el agua hasta allí y eso llevaba tiempo…, además de que el proceso requería la mano de obra de los mozos que de momento estaban ocupados en descargar la madera. Gerlin dedicó un momento a reflexionar si podía renunciar al baño y, tras decidir que necesitaba refrescarse, se apresuró a atravesar el patio y el huerto para acercarse al río, donde los caballeros y sus corceles solían bañarse todos los días y las criadas y las campesinas se lavaban protegidas por la vegetación tras las tareas cotidianas. Peregrin se encargaba de que nadie las molestara: si algún hombre era acusado de haberlas espiado, recibía un duro castigo.

La propia Gerlin solía refrescarse allí poco antes de la caída del sol, cuando los caballeros y las muchachas aún no habían llegado; el baño le ahorraba una higiene más lujosa, aunque más acorde a su rango. También ese día Gerlin se encontraba a solas a orillas del río, pero, justo cuando volvía a vestirse, oyó voces al otro lado de los matorrales, junto a un bosquecillo apartado del castillo.

—¡Eres un doncel, mi joven amigo, y como tal te corresponde la limpieza de las armaduras! —dijo una autoritaria voz de tenor—. ¡Cuando seas armado caballero podrás demostrar tu superioridad, pero ahora coge un paño y lustra ese peto!

Gerlin atisbó entre los matorrales y descubrió la presencia de un grupo de seis jinetes acompañados de corceles bonitos y bien cuidados. Los hombres se estaban quitando sus prendas de viaje —durante la cabalgata solo habían llevado la cota de malla— y quizá pensaban bañarse antes de ponerse sus armaduras. Si su padre se encontrara en querellas con alguien, eso la habría inquietado, pero, antes de lanzarse al ataque, los caballeros enemigos no solían tomar un baño en el foso del castillo del adversario. Estaba convencida de que el grupo era la escolta de Lauenstein, que quería entrar en el castillo de la novia de su señor con pomposidad y haciendo alarde de sus resplandecientes armaduras.

Gerlin estaba conmovida: solo conocía semejante despliegue a través de las novelas caballerescas, no de la realidad. Cabalgar cubierto de una pesada armadura resultaba muy incómodo. No era frecuente que alguien lo hiciera con el único fin de honrar a una novia… ¡a menos que el novio fuera uno de los caballeros o los donceles!

—¡Soy de alta cuna! —se defendió el doncel con voz llorosa—. ¡No he de lustrar metales!

«¡Espero que ese no sea Dietrich!», pensó Gerlin al ver su rostro aniñado y blandengue y su cuerpo rechoncho. Si se veía obligada a yacer con ese muchacho… Gerlin se estremeció. El otro doncel, un jovencito de cabellos oscuros, parecía más modesto y se dedicaba a lustrar el peto del caballero.

—¡Muy bien, Friedhelm! —lo alabó el caballero rubio que acababa de regañar al otro doncel.

Así que tampoco era el de cabello oscuro… Gerlin decidió volver al castillo, porque si los caballeros se zambullían y nadaban un poco más allá, la verían. Apesadumbrada, emprendió el camino de regreso. Su padre le había ordenado que se pusiera su vestido de fiesta, así que Gerlin llamó a una criada para que la ayudara y se puso una enagua de seda debajo del vestido de damasco azul. El cinto entretejido con hilos dorados y una ancha cinta a juego que le cubría la frente completaron el atuendo. Tras una breve vacilación, optó por ponerse un velo: no había motivos para que todos los caballeros vieran su rostro de inmediato. Gerlin jugueteó con el medallón de la reina Leonor: más que nunca echaba de menos el consuelo de una madre.

Peregrin aguardaba a Gerlin y a los caballeros en el patio del castillo; Rüdiger subió al adarve para observar la llegada de la escolta.

—¡Están llegando! —les informó—. Y padre, Gerlin… ¡no os podéis imaginar su aspecto! ¡Seis caballeros vestidos de gala, y el sol se refleja en sus armaduras de tan lustradas como están! ¡Eso demuestra un gran respeto, Gerlin! ¡Los Lauenstein han de ser muy ricos para equipar a seis caballeros de manera tan magnífica!

Gerlin le entregó las llaves de la bodega al mayordomo y encargó el vino para darles la bienvenida, pero su estado de ánimo era deplorable: ni siquiera la brillante armadura bastaba para hacerle olvidar la voz llorosa y el cuerpo blandengue de aquel doncel.

Tal como correspondía a su rango, los donceles fueron los últimos en entrar al patio, pero los primeros en desmontar para hacerse cargo de las monturas de los caballeros. Una vez más, el que desmontó ágilmente del caballo fue el muchacho alto de cabellos oscuros: los donceles aún no llevaban armadura. El rubio se tomó su tiempo: parecía esperar la llegada de los mozos del castillo en vez de encargarse de los corceles de los caballeros.

El jefe de la escolta le tendió las riendas de su semental con ademán provocador.

—¿Qué estáis esperando, Theobald?

¡Así que se llamaba Theobald, no Dietrich! ¡Si su futuro esposo no viajaba bajo un nombre falso, no tendría que casarse con el regordete doncel! Lanzando un suspiro de alivio, vio que su padre y Rüdiger saludaban al caballero, quien se apresuró a quitarse el yelmo al acercarse a su anfitrión… y sobre todo a su futura señora.

Primero Peregrin le presentó a Rüdiger, que aprovechó la oportunidad y cogió las riendas del semental blanco que el caballero aún sostenía.

—Permitidme que me encargue de vuestro caballo, señor…

—Florís de Trillon, por orden de mi señor Dietrich von Ornemünde y Lauenstein —dijo el caballero, inclinando la cabeza, antes de quitarse la capucha de malla.

Gerlin, que aún mantenía recatadamente la vista baja, observó por el rabillo del ojo sus cabellos rubios, que enmarcaban un rostro bronceado y apuesto. Los rasgos de Florís de Trillon eran suaves pero varoniles y, pese a su apostura, el mentón anguloso le confería un aspecto decidido. La mirada de sus ojos azules era brillante y audaz.

—Os lo agradezco, señor Rüdiger…, porque sois el señor Rüdiger, ¿verdad? —añadió el recién llegado—. Cabalgaréis con nosotros para completar vuestra formación como caballero en Lauenstein, ¿no? Me alegra conocer a un auténtico futuro orgullo de la orden de los caballeros, cortés, medido y humilde, ¡no como otros! —dijo, lanzando una mirada elocuente a Theobald. Entonces Gerlin consideró que no se había equivocado: ningún caballero trataría así a su señor, aunque este último fuera todavía un doncel y viajara de incógnito.

Gerlin se aproximó, hizo una reverencia y le alcanzó la copa de bienvenida a Florís. El joven caballero le dirigió una mirada de admiración, y, cuando sus manos se rozaron sin querer, ella sintió un ardor en la piel. ¿Sería correcto saludarlo con un beso? Esa era la costumbre con los caballeros muy amigos del propio padre o esposo, pero, en general, era algo previamente acordado con los hombres de la casa. Además, Gerlin ignoraba si el vínculo entre Florís y Dietrich era íntimo, así que optó por omitir el beso… a su pesar, porque le hubiese gustado besar a ese caballero apuesto y vivaz.

Era evidente que Florís se esforzaba por no espiar su rostro oculto por el velo, pero lo que vio pareció agradarle.

—Sois… sois la señora Gerlin, ¿verdad? —preguntó con voz ronca—. En ese caso, mi señor podrá darse por afortunado que semejante beldad lo haya escogido como esposo.

—Vuestro acento me recuerda el de mi difunta esposa —comentó Peregrin—. ¿Acaso también vos sois oriundo de la soleada Aquitania?

Florís asintió y una sonrisa le iluminó el rostro.

—¿Conocéis mi tierra, señor Peregrin? Oh, sí, es muy bella. Sin embargo, el mar junto al que se encuentra palidece frente a los ojos de vuestra hija, el rojo sol del ocaso no puede competir con el brillo de su cabello, el blanco de nuestros arrecifes parece gris frente a su tez de alabastro —exclamó, volviéndose hacia Gerlin—. Nuestros bosques se inclinarían ante vos y nuestra luna brillaría más intensamente para iluminar vuestro semblante.

Peregrin tragó saliva mientras Rüdiger se esforzaba por reprimir una risita, pero Gerlin sonrió.

—¡Sois un experto en los discursos galantes, señor Florís! —dijo en tono amable—. ¿También sabéis tocar el laúd?

Con una media sonrisa, el caballero se encogió de hombros.

—Lo he intentado, mi señora, pero se me da mejor blandir la espada. Preferiría no participar en un concurso de canto, pero ya puedo adjudicarme varias victorias en los torneos caballerescos.

—Bueno, algo es algo —refunfuñó Peregrin—. Sirve vino a los demás caballeros, Gerlin, y podremos pasar al interior: aquí empieza a hacer frío. Sed bienvenidos al castillo de Falkenberg. Si logras desprender la mirada del semental del caballero Florís, Rüdiger, llévalo a las caballerizas y encárgate de los donceles. En cuanto hayáis acabado con los caballos, les indicarás sus lugares de reposo en las caballerizas; luego podéis acudir a la sala, donde seguramente ellos atenderán a sus señores y tú podrás aprender algo más. Confío en que nuestras costumbres aquí en Falkenberg no os parezcan demasiado toscas, Florís. Por desgracia, aquí tampoco hay nadie que sepa cantar.

Florís de Trillon sonrió e introdujo la mano en su alforja antes de que Rüdiger condujera al estupendo semental a las caballerizas.

—Sean cuales fueren vuestras costumbres, nadie tendrá ojos para otra cosa que no sea el encanto de vuestra hija y nadie querrá escuchar otra voz que no sea la suya —dijo, volvió a inclinar la cabeza ante Gerlin y le tendió un paquetito envuelto en terciopelo azul—. Os lo envía mi señor Dietrich von Ornemünde, vuestro futuro esposo. Le hubiese agradado acompañarnos para conduciros personalmente hasta vuestro castillo, pero…

Por primera vez, Florís no pareció hablar con palabras galantes, sino en serio, y una sombra de preocupación atravesó su rostro.

—… sus consejeros no consideraron conveniente que abandonara Lauenstein justo en este momento. Aunque de mala gana, mi señor Dietrich aceptó su consejo, lo cual demuestra su sabiduría. Os ruega de todo corazón que no se lo tengáis en cuenta y que aceptéis este pequeño regalo. Lo eligió personalmente para vos; proviene del tesoro de su difunta madre.

Gerlin se preguntó por qué los tesoros de la madre no estaban en posesión de las siguientes esposas de Von Lauenstein, pero quizá la primera mujer había reservado algunas joyas especiales para su futura nuera. Tanto la idea como el regalo elegido personalmente la conmovieron: Dietrich debía de ser un muchacho sensible. Semejante actitud resultaría inimaginable en Rüdiger.

En todo caso, se lo agradeció cortésmente y, presa de la curiosidad, se retiró a sus aposentos con el obsequio mientras su padre conducía a los huéspedes a la gran sala. Gerlin planeaba reunirse con ellos más adelante, tanto si le agradaba a su padre como si no. Se moría de ganas de averiguar todo lo posible acerca de su futuro esposo y su corte, y no tenía intención de desaprovechar la oportunidad de hablar con sus caballeros.

Pero primero desenvolvió el regalo, un cofrecillo de madera de haya en cuya tapa aparecía un bonito grabado del escudo de armas de los Von Ornemünde, con la cerradura de plata. Gerlin lo abrió con cuidado y descubrió que el interior estaba forrado de terciopelo azul oscuro, sobre el que descansaban tres finos brazaletes de oro rojo, uno de ellos con incrustaciones de oro amarillo y plata. Hasta entonces Gerlin solo había visto joyas semejantes en la corte de la reina Leonor, en general pertenecientes a muchachas oriundas de Sicilia o Castilla. En tierras alemanas no había orfebres capaces de confeccionar joyas tan finamente cinceladas, así que los brazaletes debían de proceder de tierras sarracenas o moriscas. Gerlin casi no lograba despegar la vista de ellos, pero entonces vio una pequeña tarjeta discretamente oculta en el fondo del cofrecillo.

Gerlindis von Falkenberg:

Os ruego que aceptéis este modesto regalo y que me creáis cuando afirmo que estoy impaciente porque llegue el día en el que podré contemplar como palidece el brillo de estas joyas ante vuestra belleza.

Os saluda vuestro futuro esposo,

DIETRICH VON ORNEMÜNDE Y LAUENSTEIN

Las palabras estaban escritas con trazos redondeados y aún un tanto infantiles, pero sin errores. Eran las de un caballero formado en la corte. Gerlin supuso que el joven Dietrich había recibido ayuda en la redacción de la pequeña carta, pero su corazón latió de alegría. Al menos, Dietrich no parecía ser un patán malcriado y, en tanto no llegara a Lauenstein, podía imaginar que la carta y el obsequio habían sido enviados por un caballero galante digno de ella: por alguien como Florís de Trillon. Gerlin descendió las escaleras que conducían de sus aposentos a la gran sala con paso danzarín. Al menos la inminente cabalgata hasta Lauenstein empezaba a resultarle atrayente.