Gerlin von Falkenberg contempló su rostro reflejado en el río de aguas tranquilas que serpenteaba a los pies del castillo de su padre recorriendo el bonito paisaje. No estaba muy satisfecha de su propio aspecto: el cabello trenzado con negligencia y el sencillo vestido de hilo podrían haber sido los de cualquier criada. Pero, por otra parte, la corte de Aquitania se encontraba a gran distancia y Gerlin no iba precisamente camino de una fiesta.
Se había dedicado a supervisar a las lavanderas a orillas del río tras inspeccionar la cocina y dar permiso al cocinero para que sacara un jamón de la alacena. Las llaves de las dependencias del servicio tintineaban colgadas de su cinturón, un detalle que tampoco casaba con la dignidad de la señora Aliénor, pero en la isla de Oléron la reina inglesa no había sido la soberana de su propia corte, sino la prisionera de su esposo. En realidad, Leonor de Aquitania había considerado mucho más importante encauzar el destino de sus hijos hacia la política que dirigir una casa.
En el fondo, Gerlin estaba muy satisfecha con la vida que llevaba en el castillo de Falkenberg. Cuando le ordenaron que regresara al Alto Palatinado tras la muerte de su madre —tenía dieciocho años y su educación en la corte galante se daba por concluida—, al principio tuvo que enfrentarse a la resistencia de algunos de los menestrales y criados. Durante su larga enfermedad, Isabelle von Falkenberg había dejado de llevar las riendas de la casa, y cuando la hija se hizo cargo de todo, los criados mostraron su disconformidad. Pero a Gerlin le resultó entretenido poner en práctica lo aprendido en la corte de Leonor de Aquitania y se dedicó a conquistar a los cocineros y menestrales, impuso su voluntad al capellán gracias a su buen dominio de la escritura y la lectura, e impresionó al caballerizo con sus conocimientos sobre la cetrería y la cría de caballos. Gerlin supo pararles los pies a las criadas cuando cotilleaban en vez de trabajar, se puso al mando de la cocina y las despensas y obligó a sus hermanos menores a asistir a las clases de sus preceptores y armeros, de los cuales los muchachos —un tanto indisciplinados— solían escapar.
Peregrin von Falkenberg estaba más que satisfecho con su bonita e inteligente hija, y los reparos de sus caballeros y consejeros con respecto a la educación de la muchacha en la corte galante —que, además, era la más conocida y la que gozaba de peor fama de todo Occidente— habían enmudecido hacía tiempo. El castellano consideró un honor que Leonor acogiera a su hija, ya que siempre había sentido gran inclinación por los buenos modales y porque, al fin y al cabo, Isabelle, su difunta esposa, también era oriunda de Aquitania. La madre de Gerlin había sido la compañera de juegos de Leonor cuando ambas eran niñas, pero después su padre cayó en desgracia con el rey Enrique II e Isabelle se vio obligada a contraer matrimonio con un hombre de rango inferior al suyo. Sin embargo, tuvo la delicadeza de no demostrarlo jamás a Peregrin, y dirigió su pequeña corte del Palatinado con tanta naturalidad, diligencia y encanto como si fuera el palacio de un emperador. Hasta el final de sus días mantuvo una relación epistolar con la reina inglesa, y para ella supuso una gran alegría que Leonor acogiera a su hija en su corte.
Gerlin lanzó una sonrisa a su imagen reflejada, una sonrisa seductora que últimamente apenas practicaba. Pero ¿con quién iba a poner a prueba las artes aprendidas en la corte galante, si todos los caballeros de su padre eran viejos? Solo el armero de sus hermanos tenía una edad similar a la suya, pero ese no concedía ningún valor a las costumbres galantes: era un individuo brusco, un caballero sin tierras que estaba muy lejos de obtener un feudo.
Claro que de vez en cuando se presentaba alguien que la pretendía para su hijo, en su mayoría caballeros de avanzada edad cuyo objetivo era establecer un vínculo con el castillo de Falkenberg a través de un enlace matrimonial. Pero, hasta el momento, Peregrin von Falkenberg los había rechazado a todos y en general ni siquiera les permitía que vieran a Gerlin.
—¡Eres demasiado buena para esos burdos campesinos con sus feudos diminutos! —le dijo a Gerlin en cierta ocasión, cuando esta le preguntó en tono de chanza si no pensaba casarla jamás—. ¡En sus casas trabajarías como una criada mientras tu esposo se emborracharía e iría de putas! No, hija, has recibido la educación de una princesa y eso vas a ser. O al menos una condesa o una duquesa en una corte importante. ¡No quiero que acabes lavando tu propia ropa!
Gerlin prefirió no recordarle que eso ya lo hacía en Falkenberg… o que al menos lo supervisaba personalmente. Peregrin von Falkenberg, que siempre se había reprochado no haber podido ofrecer a la bellísima y noble Isabelle la vida a la que había estado acostumbrada, quería que al menos su hija disfrutara de ella. Gerlin no tenía nada en contra de estas aspiraciones: se encontraba a gusto en Falkenberg y hasta entonces ninguno de los pretendientes había despertado su entusiasmo.
En la corte galante de Leonor, de vez en cuando había suspirado por alguno de los apuestos caballeros, sobre todo por el príncipe Ricardo. Pero el gran amor —la pasión que todo lo devora que había unido a Ginebra con Lanzarote o a Tristán con Isolda— solo lo había conocido a través de las canciones o las poesías. Gerlin estaba dispuesta a esperar…, aunque a veces el paso del tiempo le causaba cierta preocupación. Ese año ya cumpliría veinticuatro primaveras: era hora de ir pensando en serio en contraer matrimonio.
Pero ahora debía arreglarse un poco, de lo contrario solo lograría espantar a su caballero, en caso de que se le ocurriera presentarse ese preciso día. En efecto: su padre aguardaba la llegada de huéspedes de Franconia, entre otros a un médico judío que estaba al servicio de los Ornemünde en Lauenstein. Esa relación no suponía una sorpresa para Gerlin: durante la enfermedad de su madre, Peregrin se había puesto en contacto con físicos de las regiones más remotas del imperio. Incluso había enviado mensajeros a la lejana Salamanca y era de suponer que no hubiese tenido inconveniente en consultar a los médicos, supuestamente mucho más avezados, de los sarracenos de al-Ándalus, pero su poder no llegaba tan lejos. Además, en aquel entonces la guerra había vuelto a estallar en Tierra Santa.
Así que para proporcionar una asistencia mejor a su esposa que la ofrecida por los barberos cristianos, el padre de Gerlin tuvo que limitarse a consultar a los médicos judíos. Ello había afectado a su reputación entre los caballeros, pero, a cambio, le proporcionó a él y a la muy culta Isabelle la oportunidad de intercambiar correspondencia con mentes preclaras de todo el mundo. En ciertas ocasiones, el hecho de cartearse con filósofos y entendidos en medicina le había sido de más ayuda que cualquier remedio.
En ese momento se disponían a acoger a Salomon von Kronach en el castillo. Gerlin sonrió. Seguro que no acudía para pedir su mano, porque, si mal no recordaba, el señor del castillo de Lauenstein había muerto hacía poco y su heredero aún era un niño.
Cuando regresó apresuradamente al castillo, Gerlin oyó los golpes de los cascos en el puente levadizo. Era hora de cambiarse de ropa, aunque era bastante improbable que su padre le ordenara que cenase con los demás en la gran sala. En las cortes galantes, las mujeres solían acompañar a los caballeros durante las comidas, pero Peregrin von Falkenberg rechazaba esta costumbre. Según su opinión, una joven virtuosa no debía participar de los banquetes, en los cuales los caballeros se embriagaban, y por las noches tampoco le agradaba descubrirla en las dependencias de servicio. Sin embargo, Gerlin se apresuró a bajar a la bodega y llenar una jarra con el mejor vino tinto del que disponía el castillo. Le indicó al escanciador que recibiera a los invitados y les diera la bienvenida con una copa de vino y le entregó la jarra para que sirviera el resto en la mesa de su padre. Siempre se mostraba muy mesurada con ese excelente vino, pero seguro que maese Salomon no era un gran bebedor y en cambio sabría apreciar la calidad.
Gerlin se alegró por su padre, que pasaría una agradable velada en compañía del médico. Peregrin no era tan inculto como los otros caballeros. Como era el hijo menor, sus padres lo habían ingresado en un convento, pero poco después sus dos hermanos mayores murieron. Más adelante, Gerlin le oyó decir en tono de broma que no había echado de menos las oraciones, pero sí el estudio de los textos teológicos y filosóficos.
Entretanto habían abierto la puerta del castillo y, mientras se dirigía a sus aposentos, Gerlin pudo echar un vistazo a los recién llegados. El escanciador los había recibido en el patio del castillo y en ese instante los mozos se encargaban de sus monturas. Salomon von Kronach viajaba con una escolta de cuatro caballeros, un claro indicio de su categoría. Su atuendo no era especialmente rico: en general, los judíos llevaban ropas sencillas y oscuras en público, mientras que los caballeros gustaban de lucir atavíos mucho más vistosos. Von Kronach era más joven de lo que Gerlin había esperado; era alto, se mantenía bien erguido y una cabellera oscura enmarcaba su rostro delgado.
Mientras los hombres seguían al escanciador a la sala, la joven logró echar un breve vistazo a sus animales. Como era de esperar, los caballeros montaban en grandes y bien alimentados sementales: Von Ornemünde había equipado a su gente conforme a su rango. El médico judío montaba en una mula, pero la nobleza de la bestia no tenía nada que envidiar a la de muchos corceles. Se trataba de un animal blanco como la leche, que sin duda era un palafrén, cuyo precio quizás equivaldría al de dos caballos de batalla.
Gerlin dejó de observarlos y subió las escaleras hasta su habitación, pero antes les echó un vistazo a sus hermanos. Ambos estaban ataviados para el banquete nocturno, pero no dejaban de protestar por verse obligados a asistir a la velada, seguramente aburrida.
—¿Qué querrá padre de ese viejo judío? —preguntó Rüdiger, que, a sus doce años, era el mayor de los dos—. Sería mejor que invitara a caballeros jóvenes a la corte. El año que viene celebraré mi espaldarazo. ¿Con quién he de luchar? ¿Acaso con el viejo Adalbert?
Adalbert von Uslar era el caballero más anciano y Peregrin lo conservaba en la corte más por misericordia que para defender su feudo. Solo unos pocos caballeros errantes envejecían con honor, en su mayoría morían jóvenes en algún torneo o escaramuza, pero hacía años que Adalbert vivía en Falkenberg. Peregrin no pudo concederle un feudo y por eso nunca pudo cortejar una muchacha, pero al menos podía dormir en la sala y de noche darse al vino, actividad a la que mostraba una gran afición.
—¡Irás a otra corte, tal como ya hemos comentado! —le dijo Gerlin a su hermano, un muchacho apuesto, alto, de vivaces ojos azules y revueltos cabellos cobrizos.
No obstante, en ese aspecto, Peregrin von Falkenberg se había mostrado tan selectivo como en lo concerniente al casamiento de su hija. No quería que Rüdiger fuera a parar a una corte cualquiera, pero las grandes casas principescas no competían precisamente entre sí por hacerse con un doncel de una familia poco importante. Sin embargo, había llegado la hora de que Rüdiger conociera mundo y que, dentro de lo posible, acabara en un castillo cuyo heredero fuera de su misma edad. Así podría celebrar el espaldarazo junto con ese joven y el señor del castillo correría con el dispendio de las festividades. En las grandes cortes, a menudo armaban caballeros a cientos de donceles junto con el heredero: hacerles espléndidos regalos incrementaba el renombre de un castellano. Pero Peregrin von Falkenberg carecía de dinero suficiente para introducir a su hijo en el círculo de caballeros de un modo acorde a su rango. Organizar el correspondiente torneo resultaba muy caro. En todo caso, ello solo merecía la pena si dos hijos eran armados caballeros al mismo tiempo. Y Wolfgang, el hermano menor, solo tenía ocho años. Con toda seguridad, Rüdiger no tendría ganas de aguardar cinco años más antes de recibir el espaldarazo.
—¡A lo mejor hoy mismo se presenta una oportunidad para ti! —dijo Gerlin, procurando animar a su hermano—. El judío proviene de Lauenstein; quizá puedas alojarte allí como doncel. Padre os presentará a los caballeros que lo acompañan. Muéstrate amable, escucha lo que dicen… Tal vez puedas presentarte a uno de ellos… ¡Y, sobre todo, ni se te ocurra tratar desdeñosamente al judío! Si le causas buena impresión, puede que interceda por ti en caso de que se produzca una negociación.
Gerlin confiaba en que su padre no perdiera de vista el espaldarazo de Rüdiger y las complicaciones que entrañaba el caso. El hijo del difunto Von Ornemünde debía de tener aproximadamente la misma edad que su hermano; en algún momento tenían que armarlo caballero y no cabía duda de que ocurriría en el marco de una importante ceremonia. En ese caso, un doncel más o uno menos no suponía una gran diferencia, y era posible que el médico judío tuviera influencias. Gerlin se enfadó consigo misma: ¡la idea podía habérsele ocurrido antes! Entonces podría haber hecho averiguaciones sobre Lauenstein y preparado a su padre.
Pero, de momento, al menos había logrado apaciguar a Rüdiger, quien se marchó esperanzado y seguido de su hermano menor, que lo veneraba. Su armero los recibiría a ambos en la sala, o quizás el viejo Adalbert en caso de que Leon von Gingst considerara que cenar en la misma mesa que un judío suponía una deshonra. Gerlin había oído hablar a los caballeros sobre el extraño visitante del castellano y los comentarios de Rüdiger también atestiguaban que los hebreos no gozaban de las simpatías del señor Leon.
Por fin Gerlin cambió su sencillo vestido por una camisa de seda, una túnica de color rojo claro y un sobrevestido de terciopelo azul oscuro. Era primavera y de día hacía bastante calor, pero por las noches los muros del castillo aún conservaban el frío, y Gerlin no había hecho encender fuego en el hogar de su habitación. De todos modos, no le agradaba encenderlo: la chimenea era vieja y no tiraba bien y, con cierta nostalgia, recordó sus confortables aposentos en la corte de la reina Leonor. ¡Una cárcel, pero muy lujosa! Además, hacía un tiempo que su mentora había logrado escapar: su esposo había muerto hacía dos años y medio y habían coronado rey a Ricardo, su hijo predilecto.
Gerlin se soltó las trenzas y empezó a cepillarse el cabello, algo que le llevaba bastante tiempo: su rizada melena de color castaño casi le llegaba a la cintura. Se sentía orgullosa de ella, pero tardaba un tiempo considerable en desenredarla, una tarea que en la corte de la reina tampoco se había visto obligada a hacer, puesto que las muchachas se ayudaban las unas a las otras o disponían de doncellas. En el castillo de Falkenberg, en cambio, Gerlin habría tenido que instruir a una muchacha campesina, un proceso para el que le faltaban tiempo y paciencia. Cuando regresaba a su habitación tras realizar sus tareas cotidianas, quería estar a solas: una chiquilla parlanchina y al principio torpe solo la hubiera incordiado.
También esa noche Gerlin se alegró de poder disfrutar de una hora de tranquilidad dedicada a la lectura de un libro: la necesaria luz de una vela era el único lujo que se permitía, pero seguramente se dormiría pronto; el día había sido largo y estaba cansada.
Se sorprendió cuando su hermano Wolfgang llamó a la puerta un rato después.
—Padre desea que acudas a la gran sala —dijo el pequeño—: el huésped quiere conocerte. ¡Es un hombre muy aburrido! Y encima he de servirle. El señor Leon dice que un doncel de la nobleza no debe servir a un judío, que eso es indigno. ¿Debería habérselo dicho, Gerlin?
—¡Santo Cielo, claro que no! —exclamó Gerlin, poniéndose en pie—. Si tu padre recibe al señor Salomon en su sala, tu deber es tratar a nuestro invitado con respeto, y sería mejor que el señor Leon también se atuviera a ello, puesto que solo es un caballero errante y si ofende a tu padre le espera un futuro incierto. Tal vez enviemos a tu hermano a Lauenstein y en ese caso la presencia de un armero resultará superflua.
Wolfgang adoptó una expresión ofendida y estaba a punto de replicar que él seguiría necesitando un armero, porque al fin y al cabo él también debía aprender a manejar una espada y una lanza. Pero Gerlin se le adelantó diciéndole en tono cortante que para ello el señor Adalbert todavía era lo bastante diestro. En ese momento no tenía ganas de ocuparse de las tonterías del pequeño; ya era bastante curioso que su padre reclamara su presencia en la gran sala. Gerlin se alisó el vestido y se sujetó el cabello con una diadema de oro incrustada de zafiros, una joya de mucho valor heredada de su madre: al menos ella quería hacer los honores al huésped de su padre.
Peregrin había invitado a maese Salomon y al jefe de su escolta a su mesa, más elevada que las demás. Un vistazo fue suficiente para que Gerlin comprobara que el fino mantel bordado con el que había cubierto la mesa aún estaba limpio: al parecer, maese Salomon era lo bastante educado como para limpiarse las manos en el paño de hilo que cubría los cubiertos, en vez de hacerlo en el mantel. Los otros hombres de la escolta comían junto con los caballeros del castillo en largas mesas que, apoyadas contra las paredes, estaban puestas sin manteles, pues Gerlin había renunciado a ellos para no sobrecargar de trabajo a las lavanderas. En ese momento la servidumbre retiraba los platos vacíos: era evidente que los hombres habían disfrutado de la comida, puesto que casi no quedaba nada de los cisnes y los gansos asados.
Al pasar junto a los caballeros y dirigirse a la mesa de su padre, Gerlin mantuvo la vista baja. Hizo una profunda reverencia y solo entonces contempló el rostro del huésped. De cerca, Salomon von Kronach parecía un tanto mayor; las primeras arrugas surcaban su semblante expresivo, pero no había hilos plateados en su abundante cabellera castaña oscura. Maese Salomon la llevaba larga, al igual que un caballero, pero no lucía la barba y los rizos en las sienes que solían llevar los judíos. Tenía los labios gruesos y bien perfilados, y la nariz pequeña y recta, no prominente como la de muchos hebreos. Tenía cejas pobladas y la mirada de sus ojos de color verde pardo era cordial. El médico le lanzó una sonrisa.
—Estoy de acuerdo con vos, señor Peregrin —dijo, y su voz profunda y agradable podría haber sido la de un trovador—. ¡Rara vez habré visto a una muchacha que igualara en belleza a vuestra hija!
El médico bebió un trago de vino antes de dirigir la palabra a Gerlin.
—Os saludo, mi señora Gerlin. Me han dicho que gracias a vos disfruto de este excelente vino —dijo, indicando su copa.
Gerlin asintió, sintiéndose confusa.
Claro que se alegraba de que le complaciera, pero ¿acaso la habían mandado llamar solo por ese motivo? Además, ¿ese hombre no la estaba contemplando con expresión demasiado inquisitiva? Sin embargo, su mirada no le resultaba desagradable, más bien al contrario: su expresión le infundía confianza.
—Fuisteis educada en una corte real, ¿verdad? —preguntó el médico.
Gerlin volvió a asentir.
—Sí y no —explicó luego—. Cuando vivía en su corte, la reina Leonor se encontraba en el exilio, en la isla de Oléron, que está situada en el Atlántico, frente a la costa francesa. No se cansaba de hablarnos de la belleza de Aquitania, su tierra natal. Las brumas y el viento del Atlántico no le sentaban muy bien.
—Pero vos no sentisteis el deseo de seguir a Leonor de Aquitania cuando por fin recuperó la libertad, ¿verdad? O a donde la condujera el destino —preguntó el huésped—. ¿No os hubiera agradado vivir en la corte?
—No —contestó Gerlin—. Cuando la señora recuperó la libertad, yo ya me encontraba aquí. Y disfruto dirigiendo mi propio hogar. Espero que todo haya sido de vuestro agrado —añadió, indicando la sala y la corte de su padre con un breve ademán.
En ese momento apareció el escanciador con más vino y Rüdiger sirvió otra copa a los caballeros, tal como Gerlin le había aconsejado.
El médico volvió a asentir con la cabeza.
—No solo poseéis el don de la belleza, también sois una excelente ama de casa. Vuestro futuro esposo puede considerarse afortunado, mi señora Gerlin.
Entonces Peregrin von Falkenberg también hizo un gesto afirmativo y, con un breve ademán, indicó a su hija que se retirara.
La joven hizo otra reverencia y se despidió. No lograba explicarse el motivo del encuentro. Maese Salomon era amable y apuesto, pero era un judío y no pertenecía a la nobleza, así que como pretendiente no entraba en consideración. El motivo por el cual su padre se había visto obligado a presentarle a su hija seguía siendo un misterio.
La visita resultó ser más breve de lo que Gerlin había supuesto. A la mañana siguiente se encontró con el médico y sus caballeros en el patio del castillo, donde acababan de llevarles sus cabalgaduras ensilladas. Tras reflexionar un instante, la muchacha consideró que sería cortés acercarse un momento y despedirse de ellos. Al fin y al cabo, había sido presentada… y el extraño huésped la fascinaba. Se acercó y admiró la mula. Era realmente un animal soberbio, y la silla de montar y las riendas eran sencillas pero preciosas. El jinete había añadido un pesado abrigo y un sombrero de ala ancha a su atuendo del día anterior. El tiempo era fresco y lluvioso, de manera que también Gerlin llevaba un abrigo.
—¿Cómo se llama la mula? —preguntó mientras acariciaba la piel blanca del animal, que le olisqueó el abrigo y parecía amistoso.
—Se llama Sirene —le informó el médico en tono cordial al tiempo que cogía las riendas que le tendía el mozo de cuadra.
Gerlin rio.
—¡Entonces ha de tener una voz muy seductora! —comentó—. Pero ¿a quién prefiere seducir para llevarlos a la perdición? ¿A los caballos o a los mulos?
Salomon von Kronach saludó la referencia a la Odisea con una sonrisa complacida: era evidente que la cultura clásica de Gerlin lo había impresionado.
—De hecho, su nombre obedece a su extraordinaria capacidad de vocalizar. Supongo que ya tendréis oportunidad de oírla en algún momento…, aun cuando se trata de un placer dudoso. La verdad es que el verdadero responsable de su nombre es mi sobrino Abram, un auténtico diablillo, más que lo melodioso de sus rebuznos. Espero volver a veros pronto, mi señora Gerlin.
Los caballeros de su escolta ya habían montado en sus corceles y el médico se apresuró a imitarlos; montó con gran agilidad y cogió las riendas con tanta naturalidad como un jinete experimentado.
Gerlin hizo otra reverencia mientras los hombres se ponían en movimiento. Se estremeció de frío pese a llevar el abrigo y se preguntó qué significaban las palabras de despedida de maese Salomon. ¿Acaso pensaba volver a visitarlos? ¿Tal vez durante el viaje de regreso, independientemente de adónde se dirigieran él y los caballeros? Su padre no lo había mencionado. A lo mejor maese Salomon solo pretendía ser amable.
Entonces oyó el rebuzno de protesta de Sirene, que quizá lamentaba tener que abandonar las caballerizas del castillo, y sonrió. Era un sonido aflautado que después se convirtió en un florido rebuzno. Sirene: en la mitología griega, una criatura fabulosa de sexo femenino que atraía las naves hacia las rocas mediante sus cánticos. Si el médico judío volvía a detenerse en Falkenberg, Gerlin intentaría que su padre le permitiera comer en compañía de ambos, porque incluso la breve conversación que habían mantenido había supuesto un entretenimiento mayor que todos los disfrutados tras abandonar la corte galante.