PRÓLOGO

Isla de Oléron

Corte de Leonor de Aquitania, 1179

—¿Dónde está la señora Aliénor?

El príncipe salió al corredor al que daban los aposentos y se dirigió a una de las innumerables jovencitas que poblaban la corte de su madre. Esta debía de tener once o doce años como mucho, pero su mirada ya mostraba las características de la corte galante: una combinación de timidez infantil y coquetería femenina. Ricardo se preguntó si las muchachas la practicaban ante los espejos venecianos que Leonor de Aquitania solía regalar a sus favoritas. Pero por más artificial que fuera aquella mirada, Ricardo no pudo evitar que le llamara la atención, sobre todo porque la niña tenía los ojos bellísimos, de un azul muy claro, como el reflejo del cielo estival de Aquitania en uno de los lagos más profundos de las montañas. Y esos cabellos de color castaño que se derramaban por encima de sus hombros, aún huesudos y estrechos… El rostro todavía ostentaba la redondez infantil, pero los destacados pómulos y la alta frente eran signos inequívocos de que Ricardo se encontraba ante una futura beldad.

—En la rosaleda, mi señor —contestó la muchacha con voz clara y melodiosa—. ¿Deseáis que os conduzca hasta allí?

Ricardo sonrió.

—No podría imaginar una acompañante más bonita —dijo en tono galante—. Pero temo que algún caballero pueda ofenderse, porque una doncella tan hermosa como vos ha de tener innumerables admiradores, ¿verdad? —añadió, cediendo a la tentación de tomarle el pelo a la pequeña.

La chiquilla se ruborizó y le dirigió una tímida sonrisa.

—Aún soy demasiado joven para tener admiradores, mi señor…

El príncipe arqueó las cejas.

—Más de una princesa se casa a vuestra edad, pero que me deis esperanzas me hace feliz. Entonces, ¿me aceptaríais si pidiera vuestra mano en el momento adecuado?

La muchachita parecía un tanto confusa y en su frente lisa apareció una arruga vertical, pero en ese momento comprendió que la lisonja era una broma y le siguió el juego, que con toda seguridad ya había aprendido.

—Desde luego, príncipe, a condición de que me esperéis —contestó con una reverencia.

—Bien, entonces está decidido —dijo Ricardo, sonriendo—. Pero debéis darme hijos…

—Tan numerosos como las estrellas del cielo —declaró la muchacha en tono serio, antes de guiñarle un ojo—. No obstante, ¿no deberíamos sellar el acuerdo con un beso?

La pequeña era encantadora; Ricardo se inclinó hacia ella y le depositó un suave beso en la frente.

—¿Cómo os llamáis, futura esposa mía? —preguntó sin dejar de sonreír.

—¿Ricardo? —intervino una voz autoritaria.

Leonor de Aquitania subió la escalera hasta el corredor.

—¿Dónde te habías metido? Te estaba esperando. ¡Hemos de tomar decisiones importantes y difíciles, y tú te quedas aquí coqueteando! ¡Y encima con una muchacha que apenas es más que una niña! —dijo, y se dirigió a la chiquilla—: ¿No deberías estar estudiando, Gerlin von Falkenberg? ¡Ve a reunirte con tus maestros!

La sonrisa de Leonor desmintió la dureza de sus palabras. La reina amaba a sus pupilas, sobre todo a las bonitas e inteligentes que un día podían convertirse en unas políticas tan diestras como ella.

La jovencita hizo una reverencia ante su mentora y Ricardo Plantagenet antes de echar a correr a los aposentos de las mujeres, precisamente a uno con vistas al jardín de la corte. A través de la ventana, la pequeña Gerlin observó fijamente al apuesto príncipe.

Por fin sabía qué se sentía al estar enamorada…