CAPÍTULO 71

Cuando la rabia frente a la injusticia,

el orgullo de ser quien soy

y el entusiasmo por mejorar se dan cita en mi corazón,

la vida nos abre un camino para encontrar la felicidad.

Jaime miraba al suelo, con las manos y los brazos llenos de sangre. No podía entender cómo se había manchado tanto. Solo había apoyado las manos… Intentaba sacudirse, pero, a cada sacudida, la sangre se extendía más, iba escalando su cuerpo.

—¿Estás bien?

Alzó la cabeza y la vio a ella. Lo miraba aturdida, con los restos de cinta aislante en la comisura de la boca. La cara de Nadia estaba pálida y tenía un ojo morado. La comisura de sus labios era fina y estaba perfilada con una línea blanquecina. Pensó que era la espuma seca de los estertores de la muerte que estuvo a punto de llevársela.

—Sí. No te preocupes, ¿ves?, estoy manchado de sangre.

—No importa, eso se quita, pero lo que tiene ese no. —Apuntaba con la barbilla al cuerpo del agresor tendido en el suelo sobre un extenso charco de sangre.

—Tienes razón —respondió más tranquilo—. Yo te desato y tú me limpias la sangre.

Cuando se acercó a ella, algo lo dejó paralizado. Nadia tenía los ojos hundidos en sus cuencas, el cristalino era de un negro brillante y no podía ver sus pupilas.

—No te asustes, es normal —le dijo al ver reflejado el espanto en su cara—. Me ha visitado la muerte… ¿Qué esperabas?

Él empezó a desatarla y no tuvo grandes dificultades. Eso lo alegró. No sabía por qué, pero esperaba tener problemas para quitarle la cinta adhesiva.

—Límpiame tú ahora. —Alargó los brazos.

Nadia tomó una esquina de la sábana y comenzó a restregar su mano derecha. Cuanto más frotaba, más se llenaba la sábana de sangre. Ella empezó a preocuparse y gritó «¡Límpiate!», pero era imposible. Jaime miraba perplejo lo que estaba pasando, pero no podía hacer nada. Estaba seguro de que era cuestión de tiempo, pero la sangre se extendía por toda la sábana y vio que también los brazos de Nadia estaban adquiriendo una tonalidad rojiza.

De repente, cayó en la cuenta. Miró hacia el agresor y observó que el charco de sangre cada vez era más pequeño. Cuanta más sangre tenían ellos y la sábana, menos había debajo del cadáver. Los dos se empezaron a poner nerviosos, pero su agitación tan solo favorecía la carrera de la sangre. En un momento, toda su ropa estaba teñida de rojo. «Esto va a traer consecuencias», se dijo. Miró el cuerpo. Como se había imaginado, ya no tenía sangre alrededor. El cadáver empezó a moverse, se levantó y se dirigió lentamente hacia ellos, pero estaban tan pegajosos que sus movimientos para escapar eran lentos. Cuando estuvo cerca, se fijó en la cara. Parecía alguien distinto, aunque era alguien a quien conocía. «¡Gavaldá! No puede ser. Está muerto…» El inspector llevaba un brazo escondido tras la espalda. Cuando estuvo encima de ellos, lo sacó y apareció la mano con un cuchillo de enormes dimensiones, que levantaba amenazadoramente con la intención de dejarlo caer sobre ellos.

Jaime despertó en su casa en el mismo punto de otros días. Una pesadilla que se repitió durante la primera semana, pero que cada vez tenía con menos frecuencia. Ese día por lo menos, se había despertado casi a la hora en que tenía previsto levantarse.

Había tardado casi un mes en regresar a su rutina.

Era finales de agosto y el calor no aflojaba. Estaba empapado en sudor así que se metió en la ducha, abrió el grifo del agua fría, se puso debajo y levantó el rostro hacia arriba. Mientras dejaba que el agua le corriera por la cara, abrió los ojos y volvió a acordarse…

Cuando dejó el cuerpo inerte del Calvo tendido en el suelo, se levantó de un salto y se acercó a la cama. Le quitó a Nadia la almohada de encima de la cara y allí estaban sus ojos abiertos de par en par, con un verde profundo que a él le pareció que se iba apagando por segundos. La abrazó con fuerza entre sollozos mientras pensaba que era un verde como el color del gresite de la piscina de la casa que sus padres tuvieron mucho tiempo en la sierra de Madrid y que luego vendieron cuando ellos fueron mayores. Jaime solía decirle a Nadia, entre besos y tiernos abrazos, que tenía los ojos del color de su piscina, cuando era pequeño.

Recordaba que cuando algún amigo nuevo pasaba en verano el fin de semana con él y con sus padres en la sierra, el amigo de turno solía decir: «Está el agua verde… Qué asco…». Y él, con mucha paciencia, les explicaba que el agua estaba limpia, únicamente que el gresite era verde y que por eso adquiría esa tonalidad.

Fueron los mejores años de su vida. Los veranos de su niñez y su adolescencia siempre estuvieron al lado del verde de su piscina.

Los últimos días pasados con Nadia también fueron muy felices. Una felicidad que provenía de estar cerca del verde de su piscina, en la que se había sumergido con intensidad durante unas cuantas noches más de su vida.

El impacto de lo que acababa de ocurrir lo había abocado a una especie de letargo y hasta había olvidado lo que había hecho y a quién tenía entre los brazos. Algo le sobresaltó y lo trajo a la consciencia. No sabía qué había sido pero le hizo caer en la cuenta de que debía tomar decisiones. Otra vez… Eran imaginaciones suyas o había notado un leve movimiento en el cuerpo de Nadia. En lugar de rigidez, su cuerpo todavía conservaba la tibieza de la vida. Se separó de ella con brusquedad y advirtió que sus ojos ahora estaban cerrados.

—¡Nadia! —gritó—. ¡¡Nadia!! —La sacudió con firmeza—. ¡¡¡Nadia, vuelve!!! Soy yo, Jaime —pensó que todo habían sido imaginaciones suyas. Que la realidad se le estaba mezclando con el deseo.

Ahora oyó un gemido y ya no había duda. Nadia tosió tímidamente y se agitó en la cama.

—¡¡¡Nadia!!! ¿Me oyes? —Ella comenzó a abrir los ojos y su mirada perdida no lograba enfocar nada—. ¡Estás viva! ¡Estás viva!

Jaime la atrajo hacia sí y rompió a llorar.

La UVI móvil y la Guardia Civil de San José tardaron en aparecer más de cuarenta minutos. Llamó al 112 en varias ocasiones, sin terminar de explicarse cómo era posible que tardaran tanto. Se sentó en la cama junto a Nadia y no apartó los ojos de su rostro, mientras le apretaba la mano. Al principio ella intentó decir algo, pero las palabras no salían de su boca y comenzó a sollozar de impotencia, al darse cuenta de lo que había pasado. Cuando Jaime oyó las sirenas, corrió a la puerta para abrir.

—Pasen, por favor —les dijo con energía.

Los guardias civiles habían llegado unos segundos antes pero se apartaron para dejar paso a la camilla que guiaban dos enfermeros y un médico. Los condujo rápidamente al dormitorio y al entrar en la habitación el horror se dibujó en sus caras. Como profesionales de una localidad veraniega, estaban acostumbrados a pequeños hurtos a turistas, algún robo y algún accidente de tráfico, pero aquello los superaba. Los sanitarios rodearon a Nadia y en menos de dos minutos ya le habían cogido una vía con el fin de administrarle una solución parenteral y así sedarla mientras la hidrataban, para, a continuación, trasladarla en la camilla hacia la ambulancia aparcada en la puerta.

Jaime salió tras la camilla pero el guardia de más graduación lo paró en seco y dijo que debía quedarse para que pudiera contarles lo ocurrido. Él trató de resistirse aunque entendió que no tenía opción.

—Díganme al menos adónde la llevan —cedió.

El médico sintió pena por él y se detuvo. No le había gustado nada el estado en el que estaba la chica y sus constantes vitales así lo confirmaban.

—Nos la llevamos al complejo hospitalario Torrecárdenas de Almería.

—¿Se recuperará?

El médico no respondió. Bajó la mirada y se dispuso a introducir la camilla en la furgoneta.

Los agentes llevaban un rato deambulando por la habitación sin demasiado cuidado de dejar las cosas como estaban.

—Será mejor que no toquen nada —intervino el coach.

Los guardias se miraron en silencio sin responder a su comentario.

—¿Es su mujer? —preguntó el que tenía un galón rojo sobre las hombreras de su camisa.

—Es una amiga —respondió con tristeza.

—¿Y el otro?

—No sé. Un hijo de puta, supongo.

—¿Qué ha pasado?

Jaime les contó lo que había visto sin darles detalles del drama que habían vivido hasta llegar allí.

—Últimamente se están produciendo muchos robos por la zona, sobre todo aprovechando esta época veraniega. Lo extraño es que entraran habiendo gente dentro y que lo hicieran tan temprano por la mañana. Por lo general aprovechan cuando la gente sale para la playa o a cenar por ahí —dijo el guardia de más graduación.

—Yo creo que este era un violador —replicó el más joven.

—O las dos cosas a la vez —volvió a opinar el primero—. Lo que parece claro es que ha entrado a robar y al tropezarse con la chica ha aprovechado la ocasión. Voy llamando al cuartel para que vayan preparando una declaración. —Sacó su teléfono.

Jaime no dijo nada.

Media hora después empezó el movimiento. Miembros de la Benemérita de más rango, agentes de Atestados, la secretaria del juzgado y por fin el propio juez de instrucción, quien finalmente ordenó el levantamiento del cadáver, que seguía tendido en medio de una mancha de sangre ya ennegrecida.

Después de que el vehículo funerario se llevara el cuerpo, a Jaime lo condujeron al cuartel de la Guardia Civil de San José para prestar declaración.

Él volvió a contar lo que había pasado, pero cuando le pusieron delante la declaración para firmar, al leerla, le pareció que contaban otra historia. Todo estaba descrito alrededor de un robo con violencia donde el intruso había sido sorprendido y muerto por el inquilino. Jaime se negó a firmar y tan solo lo hizo cuando el informe se ajustó a los hechos. Las suposiciones que habían hecho los agentes tan solo contaminaban la realidad…

Unas horas después, el juez le tomó declaración, y a él sí se atrevió a contarle la historia completa, aunque sin entrar en los detalles. El encuentro con el magistrado terminó con una llamada al capitán Rueda para corroborar la historia de Jaime y así poder dejarlo libre sin cargos.

Jaime abandonó su ensimismamiento y cerró el grifo de la ducha. Salió y se vistió. Como un autómata, puso la cafetera y encendió la televisión para ver las noticias. Después de lo ocurrido, se había reunido con el capitán de la Guardia Civil para ver de qué forma podía ayudar en la investigación. Rueda le pidió paciencia, pero él estaba ansioso por ver algo en las noticias.

Nada más encender la pantalla aparecieron dos caras que le resultaron familiares. La cafetera empezaba a sonar y se dio prisa en apagarla, para luego subir el volumen de la televisión con el mando a distancia.

En un primer plano estaba Javier Cerrato muy sonriente, junto al recién nombrado ministro de Industria de México y el director general de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Mientras los enfocaba, una voz en off decía que la compañía Telecomunica y el Gobierno mexicano habían firmado un acuerdo marco para el desarrollo de la telefonía móvil en aquel país.

Detrás de Javier aparecía un sonriente Carlos. La cámara abrió un poco el plano y no muy lejos de los dos apareció alguien de seguridad con un pinganillo en la oreja. Su color de pelo y el aspecto aseado de su peinado lo identificaban fácilmente. A Jaime no le supuso ningún esfuerzo. El capitán Rueda estaba con ellos.

Aún seguía mirando atónito la pantalla cuando el presentador dio paso a la sección de Deportes.

De inmediato entendió muchas cosas… Apagó la cafetera y regresó a la cama. Necesitaba pensar con claridad.

Sé que soy el siguiente pero aún no conozco a mi verdugo… ¿Será la enfermedad o la maldad humana lo que acabe conmigo? ¿Acaso me importa? ¿Merece la pena seguir viviendo? Si hubiese advertido lo que estaba pasando, ¿habría tenido la menor oportunidad de evitarlo?

Todo ha ocurrido demasiado rápido. Lo que veo ahora no es más que un nuevo giro que me produce asco y un profundo sentimiento de rechazo.

La muerte va de la mano de la negación de la realidad y del sufrimiento. Ambición, amor, venganza, frustración, ilusión, rencor, odio… Tantas emociones y tantas decepciones… A veces me parece que el asesinato es un acto tremendamente superficial. La acción última y simple de algo mucho más profundo, de una emoción primaria.

Todavía hoy, al lavarme las manos, creo ver salir el agua teñida de rojo. Si aparto la mirada irrumpen sus ojos, esos ojos que me dan fuerzas y me animan a seguir luchando.

Ahí estáis, tan inconscientes y tan tranquilos. Pensáis que todo ha acabado, pero solo es el principio. La sangre y la tragedia volverán a ser mis compañeras de viaje, aunque esta vez no llegarán sin ser invitadas. Yo seré quien las llame.

Tan crueles y al mismo tiempo tan ingenuos. Conozco los riesgos y puedo prever las consecuencias, pero ya he tomado una decisión, voy a vuestro encuentro.

Jaime tenía los ojos abiertos de par en par. Ni siquiera parpadeaba. Su mirada estaba perdida en una de las ventanas de su casa. La luz del día penetraba con fuerza en la estancia. No sabía por qué, pero esa luz le atraía. Lo que estaba pasando quizá fuera su destino… «Eso es, el fatídico destino. Como el de algunos insectos cuando no pueden resistirse a la atracción que ejerce una luz encendida en la oscuridad.»

En ocasiones la gente le decía: «Pareces feliz». Él solía responder: «Parezco y lo soy». «¿Tomas algo?», preguntaban a modo de broma. «Sí, claro. Tomo decisiones», respondía divertido. Tomar decisiones permite a las personas disfrutar de un control efectivo de su propia vida, en lugar de estar al pairo de lo que otros decidan. Este nuevo pensamiento le hizo moverse de la silla y darse cuenta de cómo y dónde estaba.

«¿En qué lugar dejaría mis valores si me quedara parado? ¿Y mi congruencia?… No voy a esperar a mi verdugo. Voy a ir a por él. No desde el resentimiento, sino desde la sana ambición de poner mi grano de arena para cambiar el mundo. Son demasiadas vidas truncadas y demasiado amor enterrado.»

En su condición de explorador del comportamiento humano, Jaime tenía la mente entrenada para buscar y encontrar oportunidades de aprendizaje y satisfacción en cada uno de los acontecimientos de la vida. Su inteligencia emocional no permitiría que cayera en una interpretación pesimista de su existencia. Le vino a la mente la llamada que había recibido unos días atrás: era de la clínica Ruber Internacional para decirle que las últimas pruebas del laboratorio habían descartado un Hodgkin, lo que le daba todas las ventajas para vencer a su enfermedad. Cuando recibió la noticia, lloró como un niño en su intimidad antes de compartirla con la gente que más quería.

Estiró el brazo izquierdo y buscó a su lado el cuerpo de Nadia. El ritmo de su respiración transmitía serenidad y era capaz de sentir la calidez de su piel a través de las sábanas. Se sonrió al recordar la pelea que tuvieron la noche anterior para quedarse con ese lado de la cama. Él ganó la batalla pero tuvo que pagar un precio que todavía despertaba las mariposas del deseo en su estómago. Se arrimó a ella, aspiró su aroma y la abrazó con firmeza y ternura a la vez. Ella tan solo se movió para apretarse aún más contra él.

«Merece la pena seguir viviendo —se dijo, mientras acariciaba a Nadia—. Merece la pena seguir viviendo y me importa mucho, pero no a cualquier precio, sino con la dignidad de quien lucha por defender lo que piensa y lo que siente. Del que lucha por que se respeten sus valores.»

Su emoción había cambiado en minutos. Estiró el brazo y tanteó dentro del cajón de su mesilla hasta localizar lo que andaba buscando. Haría dos llamadas, pero prefirió vestirse y salir en busca de un teléfono público. No era solo una cuestión de seguridad por si tenían los teléfonos intervenidos; también quería dejar, de momento, a su chica al margen. Después de unas cuantas sesiones con un terapeuta, estaba casi totalmente recuperada y no quería ponerla en riesgo de sufrir una recaída. Ya se lo contaría cuando tuviera las cosas más claras.

Media hora más tarde marcaba el primer número.

—Jaime, ¿cómo estás? —respondió una voz de mujer.

—Hola, Laura. No me encontraba tan bien desde hacía bastante tiempo. Necesito tu ayuda y quiero hablar contigo. ¿Vas a estar en casa?

—Sí, pero ¿qué pasa? —La inquietud se percibía en la voz de su ex.

—Ahora te lo cuento. Voy para allá.

Laura llevaba un tiempo lamentándose por no hacer nada con lo que había pasado. Era el momento de unir fuerzas y emoción con ella para luchar contra lo que les había arrebatado el tesoro más preciado, su hija.

A continuación marcó el otro número. Los segundos pasaban sin que nadie descolgara e imaginó que el teléfono sonaba insistentemente al otro lado de la línea. Cuando estaba a punto de colgar, alguien respondió.

—¿Sí? —La voz era soñolienta y carraspeó para aclararse la garganta—. ¿Quién es?

—¿Adrián Ortiz? —preguntó para asegurarse de que estaba llamando al periodista de El Mundo con el que Juanma había contactado. Nadia había conservado algunas pertenencias de su novio; entre ellas, el recorte de papel donde ese número estaba anotado.

La mano derecha de Jaime aferraba con fuerza el auricular de la cabina. En la izquierda, el móvil que él mismo sustrajo de un bolsillo del Calvo. Y en la memoria del teléfono, como un grito desde la tumba, las páginas y los documentos que Albert Fiestas envió a Nadia: un arsenal de datos capaces de poner en muchos aprietos a gente que ya se creía a salvo.

—Señor Ortiz —continuó con la voz firme cuando el reportero asintió al otro lado—, soy Jaime Solva, amigo de Juan Manuel Iglesias. Quiero hablar con usted.