CAPÍTULO 70

Cuando el camino se endurece,

después de cada paso solo piensa en el siguiente.

Si te caes, solo piensa en levantarte.

Jaime se levantó antes que Nadia como cada día desde que habían llegado allí. Parece que aquello se había convertido en un acuerdo tácito entre ellos. El verano pasaba y las noches se iban alargando, así que cuando la claridad del sol inundaba con fuerza suficiente su habitación, ya eran más de las ocho.

Puso los pies en el suelo, y ella se arrebujó en las sábanas como hacía siempre. Jaime se aseó y salió con sigilo de la casa para dirigirse al supermercado del pueblo dando un agradable paseo. Le gustaba caminar a esa hora. El silencio urbano se dejaba invadir por el gorjeo de los gorriones y el lejano sonido de las olas al romper contra el Cerro Negro. Olía a mar, a jazmín, a dama de noche, a higuera y a libertad.

Siempre era uno de los primeros en entrar a la tienda, lo que le permitía elegir el pescado que más le seducía del pequeño mostrador de pescadería, antes de ir a comprar pan y bollería recién horneada para el desayuno de Nadia. Se sentía un privilegiado y ponía su consciencia y toda su concentración al servicio de vivir el momento. Era uno de los aprendizajes de los últimos años. Aún recordaba la época en la que ejercía como ingeniero en Airbus, cuando dedicaba la mayor parte de su tiempo a preocuparse por lo que estaba por venir o a pensar en aquello de lo que debía preocuparse. Ahora era capaz de ocuparse de vivir el presente y hacerlo con la máxima intensidad, sobre todo cuando la vida le ponía a su disposición paraísos terrenales.

No sabía que a unas calles de distancia era el infierno lo que avanzaba.

Nadia se sobresaltó.

Intentó gritar pero no pudo.

Una mano con una margarita tatuada le atenazaba la boca y parte de la nariz. Apenas podía respirar. Trató de resistirse, pero aquel tipo se le echó encima y dejó caer las rodillas encima de sus brazos para inmovilizarla. Sus ojos llenos de terror enfocaban una cara que le resultaba familiar, aunque no era capaz de ubicarla.

El Calvo llevaba unos días estudiando las rutinas de la pareja. Sabía que cada día Jaime salía de la casa y tardaba en regresar al menos una hora —sesenta y cinco minutos el día que hizo el recorrido más rápido—. Volvía cargado con las bolsas de la compra e incluso a veces se paraba en una higuera que había en el camino, para arrancar unos cuantos higos. Aparte de ellos dos, poca gente más había por la zona. La mayor parte de los vecinos eran familias que utilizaban aquellas casas como residencias de veraneo, y la gran mayoría no llegaba hasta el inicio del mes de agosto.

Uno de los días el Calvo saltó la valla y se coló por la terraza para observar más de cerca a Nadia. Cuando llegó con sigilo a la puerta del dormitorio se encontró con esa imagen tantas veces soñada: la chica estaba boca arriba, desnuda sobre las sábanas. Su espesa melena negra tapaba buena parte de la cara, pero su pausada respiración y su quietud le indicaban claramente que estaba dormida. Tenía un brazo extendido, como buscando a un compañero de lecho. El otro reposaba sobre su torso. Ambas piernas, levemente separadas. Una estirada y la otra encogida, dejando reposar su parte exterior sobre la cama. Su cuerpo estaba bronceado. Apenas si tenía marcas del sujetador del bikini alrededor de sus tetas. Solo mirarle los pezones, grandes y oscuros, le excitó. El pubis y una fina línea alrededor de sus caderas presentaban una tonalidad que, sin ser blanca, destacaba sobre la oscuridad del resto de su piel. Pudo observar con todo detenimiento la hendidura de su sexo. Tersa, depilada y solo para sus ojos.

Pensó en hacer su trabajo y marcharse. Sus instrucciones eran claras: «Le dejas allí la foto de sus padres y te largas. No queremos más muertes, ni por accidente. Son órdenes directas de Zaratustra. Ya hemos tenido que explicar demasiadas cosas».

Era lo más fácil y probablemente lo más inteligente, pero no lo más placentero. Llevaba mucho tiempo soñando con aquello como para ahora desaprovechar la ocasión. No quería que aquella parte de su trabajo se acabara tan pronto. No tenía prisa. Por fortuna tenía poco que hacer en Madrid y el superhombre sabía que él se había desplazado hasta Almería para llevar a cabo el trabajo. Fue fácil saber dónde estaba. Sus padres habían sido muy ingenuos al decírselo por teléfono y, además, mandarle una foto de ellos cayendo en la argucia de que querían darle una sorpresa a su hija, con un montaje audiovisual, a su regreso a la oficina. «Cualquier cosa para que se animara», les había dicho. La sorpresa del Calvo fue comprobar que la putita se había llevado compañía.

Volvió a mirar de nuevo a la chica de arriba abajo y se convenció a sí mismo de que necesitaría un par de días más para estudiar la rutina de la pareja. Se desabrochó el pantalón, se sacó el miembro y empezó a meneársela sin hacer ruido. Con los ojos fijos entre las piernas de la chica, no tardó en empezar a babear antes de correrse espasmódicamente.

Ahora, tres días después, ya no podía demorar más su regreso a Madrid, pero no se iba a conformar con dejarle allí las fotos. «La putita va a saber de verdad lo que es ser follada por un hombre», se dijo cada vez más excitado.

Nadia pataleaba sobre la cama, pero sus patadas al aire no hacían daño a nadie. El Calvo llevaba un trozo preparado de cinta adhesiva, ya cortado y pegado por una esquina a la parte trasera de su cuello. Lo recogió con la mano que le quedaba libre y tapó la boca de la chica. Con las dos manos libres, sacó el rollo de cinta de uno de los bolsillos traseros de su pantalón e inmovilizó primero sus manos, atando sus muñecas al cabecero, y después, no sin esfuerzo y con riesgo para su integridad física, los tobillos a ambos lados del pie de la cama.

Ella no cesaba de emitir sonidos guturales, mientras agitaba el cuerpo, cada vez con menos fuerza y convicción, para intentar liberarse. Sus ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas.

Aquel hijo de puta con la cabeza totalmente calva y ojos oscuros y hundidos en sus cuencas transmitían la frialdad de aquellos que no conocen ni la compasión ni la empatía. «Sé que te he visto, pero no sé dónde», se dijo.

Al principio, pensó que se trataba de un robo. Que aquel individuo era miembro de una banda que les iba a desvalijar las cuatro pertenencias que había en la casa… Cuando vio que aquel cabrón tomaba un poco de distancia de la cama, se sonreía y empezaba a bajarse los pantalones, tuvo claro cuáles eran sus intenciones. En aquel momento redobló sus esfuerzos, necesitaba liberarse, pero el resultado era el mismo. El Calvo sacó su miembro y apenas se lo tocó un par de veces se le puso dura. Él no paraba de mirar entre las piernas de ella, mientras su respiración se aceleraba y sus ojos se abrían de par en par. Nadia miraba a la puerta preguntándose dónde estaría Jaime. ¿Habría ido a comprar como cada día, o le habría golpeado y yacía inconsciente en alguna parte de la casa? «Dios mío, no me puede estar pasando esto. Debe de ser otra pesadilla…»

El Calvo se escupió en una mano y se restregó el miembro antes de abalanzarse sobre ella. Nadia se agitó y trató de gritar, se defendía con todas sus fuerzas pero no pudo evitar que aquel cerdo la penetrara. La polla de aquel hijo de puta entró con determinación en el cuerpo de Nadia. Ella notó como si la desgarraran por dentro. Su cuerpo quedó inerte y se derrumbó al tiempo que rompía a llorar en silencio. Las lágrimas caían sobre la almohada. Su cabeza repetía «Jaime, Jaime, Jaime…». Miró una última vez en dirección a la puerta, pero el marco tan solo contenía el aire y las imágenes de su violación.

El Calvo no tardó en correrse. Dos embestidas de cadera y se quedó quieto, encima de ella, esperando a que su respiración se normalizara. Tan solo habían pasado cinco minutos desde que se echó encima de ella, pero a Nadia le había parecido una eternidad. El tipo se enderezó, se subió los pantalones, echó mano del bolsillo trasero y sacó algo.

—Mira esto —ordenó poniéndoselo delante de las narices.

Nadia enderezó la cabeza y abrió lentamente los párpados. Las lágrimas no le permitían ver con claridad. Abrió más los ojos y enfocó la mirada todo lo que pudo. Lo que vio le dolió más que la violación. Sus padres miraban de cerca a la cámara, sonrientes, el día del treinta cumpleaños de ella. La pena y la impotencia pugnaban por arrancarle de nuevo el llanto, pero la rabia apareció de repente y sus ojos entornados reflejaron la dureza y toda la ira que pudo reunir a la vez. Empezó a revolverse mientras gritaba para sí «¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!»… El Calvo sonreía satisfecho con su reacción. Eso se la estaba poniendo dura de nuevo.

Dejó de sonreír cuando, en el forcejeo, ella consiguió romper la cinta con la que tenía atada la muñeca derecha, y en un movimiento rápido y felino le arañó la cara con todas sus fuerzas. Buscaba sacarle los ojos, pero sabía que eso iba a ser imposible en sus condiciones. Inmediatamente el Calvo la agarró la muñeca que se había soltado y con la otra mano se palpó la cara. La sangre empezaba a manar con abundancia…

—¡Eres una puta! —gritó—. ¡Eres una puta! —volvió a gritar encendido de rabia por el dolor que le quemaba la cara.

Agarró la almohada, pegó un tirón y se la puso encima de la cara. Aprisionó la muñeca derecha de ella bajo su rodilla y apretó con todas sus fuerzas la almohada sobre su rostro con ambas manos.

—Puta, puta, puta… —murmuraba.

Nadia se debatía tratando de encontrar un resquicio por donde inspirar un poco de aire, pero era imposible. No lo había.

Un par de minutos después, tras algunos movimientos espasmódicos, su cuerpo se fue relajando hasta quedar inerte.

De repente el Calvo escuchó un ruido y se sobresaltó. Había perdido la noción del tiempo. No sabía cuánto había pasado desde que salió el coach. «La puerta», pensó, pero esta vez se equivocaba: Jaime ya estaba a su espalda. Había agarrado una silla y corría hacia él como un poseso. Cuando lo vio venir ya era tarde. Levantó los brazos para protegerse, aún a horcajadas sobre la chica.

—¡Quítate de ahí, hijo de puta! —gritó Jaime.

El impacto destrozó la silla y las astillas saltaron en todas direcciones. El Calvo cayó hacia un lado de la cama aturdido y lamentándose. Medio mareado, trató de levantarse pero no le dio tiempo: Jaime se presentó de un salto encima de él y le clavó las rodillas en los brazos para inmovilizarlo, al tiempo que sus manos agarraban las muñecas del agresor. En ese momento vio la margarita tatuada y se acordó de las palabras de su hija Sonia unos meses atrás: «Delgado, calvo y con una margarita tatuada en una mano». La rabia, la impotencia y la pena le atenazaban la garganta. Le agarró la cabeza y empezó a golpearla contra el suelo una y otra vez, al tiempo que gritaba.

Siguió golpeando con fuerza mientras arrancaba a llorar. Cerca de él, su chica no se movía, seguía inerte encima de la cama con la almohada todavía sobre la cara. Cuando la pena hizo que le abandonaran las fuerzas, apoyó las palmas de las manos a los lados de la cabeza del Calvo y siguió sollozando con los ojos cerrados unos segundos, hasta que notó algo húmedo y templado bajo una de sus palmas. Abrió los ojos y tardó un instante en asimilar que ese rojo que manchaba sus manos era la sangre que abandonaba el cuerpo del Calvo.