CAPÍTULO 68

Quiéreme cuando menos lo merezca,

porque será cuando más lo necesite.

—¿Y qué vamos a hacer con ese güey, gachupín?

—Quitárnoslo de encima. La situación se le ha escapado de las manos.

—Pero no podemos. Es demasiado valioso ese pendejo. No tenemos a tanta gente de nivel como él.

—Landa, ese tipo la ha cagado, y yo he tenido que ir limpiándole la mierda detrás —dijo con vehemencia—. Si no es por mí, el hacker habría colgado toda nuestra infraestructura europea en la red, y a nuestro brillante superhombre no se le ocurre otra cosa que mandar a alguien para que lo asuste. Y del informático de los cojones ¿qué? ¿Iba a esperar a que hablara con la prensa? Pero ¿en qué estaba pensando? En que en nuestros negocios, si la cagamos, ¿las cosas se arreglan con una multa de Hacienda?… ¡Nos estamos jugando el pellejo, joder! Como nos lo jugábamos cuando peleábamos contra las FARC. Puede que nadie vaya a saltar de un árbol para cortarnos el cuello, pero te garantizo que acabar veinte años en la cárcel es mucho peor…

—¡Basta, cabrón! —gritó por teléfono el Landa—. Ya no estamos en la selva y no tenemos que pelear por un gobierno… Somos hombres de business, Rueda. Solo queremos chingar a la gente que nos chinga a nuestra madre, que son nuestros negocios. Ese pendejo aún nos puede ser útil. Solo hay que reubicarlo.

—Jefe, me pediste que no le quitara el ojo de encima porque no te fiabas de él, y eso fue lo que hice. Solo eso.

Y de verdad lo había hecho. Había sido su sombra. En realidad, todavía hoy seguía sin tener claro cómo esa panda de inútiles no se daba cuenta de lo cerca que tenía siempre el Ford Mondeo negro.

Las aspiraciones de Rueda de convertirse en el superhombre eran demasiado explícitas. No lo pedía directamente, pero al Landa no le cabía duda. Además, pensaba que haría un buen papel. Hacía años que lo conocía y era de fiar. Era un tipo de acción, solía pensar su jefe, y sus valores eran más recios que los de un hombre de negocios.

El Landa había conocido a Rueda durante una misión en la selva colombiana, cuando él todavía pertenecía al Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales de México. Los había reunido un acuerdo entre los Gobiernos de México, España y Colombia, para luchar contra la insurgencia. Rueda había llegado cedido para coordinar los servicios de información previos a la acción militar. La operación fue una carnicería. El campamento de las FARC quedó arrasado. Rueda llegó media hora después de la operación. Él se había quedado en la retaguardia. Nunca había participado en una operación militar de aquella envergadura, tan solo en pequeñas intervenciones armadas para detener a algún terrorista en el País Vasco, en sus tiempos del SECED, pero aquello era muy diferente. Pudo comprobar cómo en aquellas circunstancias aparecen los más bajos instintos del ser humano. No solo redujeron a cenizas el campamento de los insurgentes; también habían caído varios civiles, entre los que se encontraban algunos niños de una aldea cercana a las tiendas de las FARC, y que eran quienes les suministraban alimentos seguramente forzados por las circunstancias.

Rueda pilló al Landa violando a una guerrillera que no tendría más de dieciocho años, mientras otro militar aguardaba su turno. El guardia civil los amenazó con dar parte de lo que había visto y antes de que llegara la noche se encontró con 5000 dólares dentro de una bolsa de plástico en la taquilla de su barracón. Al lado del taco de dinero sucio y maloliente, una nota: «Vete a chingar a tu madre, cabrón». Él sabía a lo que se exponía si no aceptaba el pago de su silencio, y tragó. Desde aquel día, sin buscarlo ni pretenderlo, ya estaba en nómina del que más tarde se convirtió en el cártel más peligroso de México, formado por unos cuantos renegados militares de la unidad GAFE.

—Tranquilo, cabrón. Tendrás tu oportunidad —le decía a Rueda ahora—. Siempre has sido mi tapado en la madre patria y quiero que sigas siéndolo, de momento. Además, si nos cargamos al pendejo, caen con él todos los güeis a sus órdenes. Ya conoces nuestro código. Zaratustra los pondría a enterrarlo con sus propias manos para luego seguirlo al infierno. Ya nos pasó con el americano el año pasado y el asunto me estuvo jodiendo la cabeza hasta que lo reemplazamos. Si lo eliminamos, nos quedamos sin operaciones y no nos interesa. Son negocios, cabrón…

—Vale, jefe, pero no me jodas. Sabes que llevo aguantando unos años para eso. Dile a ese mamón quién le ha estado guardando las espaldas mientras él se dedicaba a reunirse y a pasar tiempo con su mujer y sus amigos en el barco.

El capitán sabía que tendría que seguir esperando. No era fácil hacer cambiar de opinión al Landa.

—No mames, pendejo… No nos interesa. Él no tiene que saber que tú existes. Tranquiliza a la chica si te mete presión. Dile que todos los fiscales del país son unos cobardes y que estás negociando también con Telecomunica para que te apoye desde la acusación particular.

—No nos podemos fiar de ella…

—Claro que sí, cabrón. Claro que sí, pero necesitas venir más por aquí para ver cómo tratamos a los pinches que nos quieren chingar la madre. —Rueda percibía a través del teléfono a alguien que lo tenía todo controlado—. Aquí le mandamos una foto de sus papás y se quedan con anestesia. ¿Quién no quiere a sus papás? Se lo diré al huevón de Javier. Ya hemos levantado demasiado polvo en la madre patria. Es momento de que todo vuelva a su jodido sitio. —El Landa estaba a punto de colgar cuando de repente se acordó de algo—: Por cierto, ¿qué ha pasado con ese sargentucho que estaba metiendo las narices en todas partes sin contar contigo?

—¿Álvarez, mi segundo? Ya es historia. En cuanto hablé con el cabo que le ayudaba con sus investigaciones, se cuadró y casi me canta el himno de la alegría, así que he tomado medidas y la semana que viene empieza en su nuevo destino en Tráfico. Dentro de nada lo veremos abriendo paso en moto a los chicos de la Vuelta Ciclista a España.

—Carajo. No le habrá gustado mucho a ese marica…

—No le he preguntado. —Rio—. Le pedí a mi buen amigo el coronel del Parque de Tráfico que lo reclamara. Que era un tipo de mucha valía y que se estaba quedando sin cometido en mi unidad… No tardó ni veinticuatro horas en hacer el escrito oficial.

Jaime fue con Paula al Hospital Clínico de Madrid. Laura dio su nombre después de la declaración como persona de contacto, y un policía había llamado a su exmarido para informarle de lo sucedido.

El juez apareció después de más de dos horas de interrogatorio, interrumpido en innumerables ocasiones como consecuencia del estado de nervios de Laura. Eran las ocho de la mañana y no tardó más de media hora en dejarla libre sin cargos. Se trataba sin duda de un caso extraño, por tratarse de un inspector de Policía al que se le suponía en su sano juicio. Sin embargo, el allanamiento de morada en aquellas circunstancias, cuando además se había interpuesto denuncia contra Gavaldá como sospechoso de secuestro y asesinato, eran razones suficientes para que lo que había pasado se considerase una situación flagrante de defensa propia.

Con los últimos acontecimientos tan recientes, a ninguno le extrañó que la mujer durmiera con un cuchillo de cocina a mano.

El juez sugirió que la trasladasen al hospital para que alguien le hiciera un reconocimiento mental, habida cuenta de que no presentaba ningún signo de violencia física. El estado de nervios de Laura resultaba preocupante y la sugerencia vino acompañada de la orden mantenerla vigilada, por su seguridad, al menos otras cuarenta y ocho horas. Una hora después, quedaba ingresada en la planta de psiquiatría, con un policía de guardia en la puerta.

Cuando Jaime llegó con su hija, tuvo que identificarse ante el agente. Entraron en la habitación y ambos se acercaron sigilosamente a la cama. La enfermera les había dicho que le habían dado un tranquilizante, que estaba dormida y que por favor no la despertaran.

Laura yacía postrada bajo las sábanas blancas y la colcha con el grabado del hospital de la Seguridad Social. Tenía puesto un gotero y, al menos en sueños, parecía serena. Él le cogió la mano que tenía libre, oyó llorar a su hija y también a él se le saltaron las lágrimas. Laura se movió y levantó apenas los párpados.

—Hola… —les dijo a ambos.

—Mamá. —Paula se echó con cuidado encima de ella. Los sollozos agitaban sus hombros.

—Estoy bien… Estoy bien… —Le acariciaba el pelo con la mano que había soltado de Jaime—. ¿Ya te lo han contado todo? —preguntó mirando a su exmarido.

—Sí. Descansa. Ahora no tienes que hablar…

—¿Y Sonia?

—No te preocupes de nada ahora. Descansa, Laura. Ya hablaremos de todo.

—Ya lo ha pagado —continuó diciendo confusa—. Ya no hará daño a nadie más.

Jaime se había enjugado las lágrimas en cuanto Laura había abierto los ojos, pero en ese momento tuvo que hacer grandes esfuerzos para que el nudo que tenía en la garganta no se disolviera en llanto. «Ha perdido el juicio —se dijo—, pregunta por Sonia y a continuación se da cuenta de lo que ha hecho, pero no conecta las dos cosas.» Hasta qué punto no se había escindido su mente, cuando confundía los vivos con los muertos.

—Se lo merecía, ¿verdad? —Sus ojos suplicaban un «sí» de Jaime.

—Sí, Laura, has hecho lo que tenías que hacer —mintió.

Él ya sabía que el inspector no había podido ser. Quien lo hubiera hecho aún seguía libre, pero no estaba en condiciones de comunicárselo a Laura en aquella situación. Y aquello no era lo único que no se atrevía a contarle.

El día anterior, Jaime había estado en la consulta del doctor Valladares. Cuando la enfermera que se había interesado por el coaching lo llamó para citarle, pudo identificar la emoción en la voz de la chica. Jaime sabía que para ella él era un paciente un poco especial, desde que lo abordó a la salida de su primera consulta para preguntarle sobre su escuela, y estaba seguro de que eso la condicionaba emocionalmente a la hora de transmitirle noticias. De eso ya habían pasado unos meses, y desde entonces se habían visto un par de veces más y habían tenido un trato muy cercano.

—¿Ya tenéis los resultados? Por fin… Estará todo bien, ¿verdad? —La entrada de la chica no le había gustado y empezó a sospechar que algo iba mal.

—Bueno, la verdad es que yo no entiendo nada. Será mejor que venga cuanto antes para que el doctor Valladares se lo explique.

—¿Cuanto antes? —repitió.

—Bueno…, sí, claro. —Se dio cuenta de que el término había alarmado al coach—. Los análisis de anatomía patológica están tardando más de lo deseable, así que cuanto antes se pueda ver con el doctor, mejor.

—Está bien, Mónica. Dame fecha.

La fecha fue al día siguiente. Jaime entendió que tenían prisa a pesar de lo llena que siempre estaba la consulta. Al parecer, Valladares tenía una buena reputación y un buen número de pacientes de Madrid y otras partes de España lo elegían.

Al llegar a la consulta no tuvo que esperar a que le dijeran que era cáncer. Podía leerlo en la cara del doctor y de la enfermera.

—¿Cómo de grave es? —preguntó sin rodeos.

—No lo sé con seguridad, pero he preferido hacerle venir para explicárselo. —La seriedad con que hablaba el doctor hizo que su corazón se acelerara aún más—. Sé que es un hombre muy ocupado y que viaja con frecuencia. Si se confirma el peor diagnóstico, necesito que esté cerca para iniciar el tratamiento de inmediato. Si se tratara de un paciente con una vida más rutinaria, no le habría hecho venir para asustarle, quizá innecesariamente, pero, en sus circunstancias, quiero estar seguro de que no esté en medio de un largo viaje por cualquier parte del mundo.

—¿Cómo es que no lo sabe con seguridad? ¿Qué tiene que confirmarse? —Jaime tenía necesidad de ponerle nombre a su enemigo y formuló la pregunta con vehemencia.

—Si es un Hodgkin —soltó el doctor a bocajarro—. Aquellos picores en zonas de ganglios linfáticos y las fiebres que ha padecido sin causa aparente podrían ser consecuencia de esto.

—No lo diría si no hubiera una alta probabilidad…

—Así es. Su peluquero es un tipo muy intuitivo. —«Era», pensó Jaime—. Solo nos queda el análisis del corte celular de la biopsia. Van con retraso en el laboratorio de anatomía patológica. Se han quedado sin anticuerpos de rata para poder confirmar el diagnóstico y están esperando que su proveedor habitual se los suministre. —El doctor no sabía por qué le contaba esas chorradas de tipo interno a su paciente, pero cuando tenía que dar noticias duras era como una válvula de escape.

—Ya… ¿Y ahora?

—Le pido que tenga un poco de paciencia y que esté cerca. Solo serán unos días. Si se confirmara, necesito hablar con un par de colegas para valorar la posibilidad de radioterapia, pero no hay garantías de nada.

—¿Qué escenarios puedo contemplar? —preguntó con una serenidad que sorprendió al doctor y a la enfermera.

—La mayor amenaza es que sea Hodgkin.

—¿Y si lo es?

—Con un buen tratamiento podemos alargar bastante el tiempo de vida e incluso ganarle la batalla a la enfermedad, hay bastantes posibilidades de cura. Aun así, el escenario más deseable es que no lo sea: con los datos que tenemos hasta ahora, la mayor probabilidad apunta a una esclerosis nodular, y no suele ser muy agresiva. En ese caso lo tendríamos todo a nuestro favor. Casi seguro que mis colegas coincidirían en que lo mejor para ese diagnóstico es iniciar cuanto antes sesiones de radioterapia, aunque perdiera un poco de calidad de vida durante un tiempo.

—¿Y si no tuviéramos éxito con las sesiones? —El doctor se quedó callado—. Ya… ¿Cuánto tiempo?

—Seis meses, un año lo más.

—Gracias, doctor, por esta claridad.

Mientras miraba cómo Laura se iba quedando dormida y Paula parecía haberse relajado, pegada a su madre —«Quizá se haya quedado dormida también»—, seguía dándole vueltas a su situación médica. Había perdido algo de peso, pero nadie le había dicho nada todavía. Él se daba cuenta enseguida por sus cinturones: últimamente utilizaba un agujero más para abrocharse.

«Hay gente que sufre más por lo que no tiene, de lo que goza por lo que tiene —se dijo—. Yo he estado en el segundo grupo durante los últimos años y no voy a cambiar ahora. Todavía tengo gente que me quiere, un trabajo que me apasiona y una salud que me va a seguir permitiendo disfrutar de la vida. Al menos una temporada.» Decidió no decir nada de momento. No iba a alimentar el drama y la pena que el destino había sembrado a su alrededor durante las últimas semanas. Solo quería vivir. Incluso hundido por el dolor de la muerte de su hija.

El wasap de Nadia lo sacó de sus pensamientos: «Llámame», decía.