CAPÍTULO 67

La muerte va de la mano

de la negación de la realidad y del sufrimiento.

¿Cómo he podido llegar a esta situación? Sé que mi vida corre peligro pero no me importa. ¿Prefiero morir? ¿Es una forma de castigo que mitigaría mi sentimiento de culpa?

Nadie que pueda escuchar. Nadie que pueda ayudarme. Estoy totalmente sola en casa y me siento vulnerable. Sé que no puedo contar con mis vecinos. El de enfrente, un ejecutivo que solo presta atención a su BMW. Mediana edad, moreno, alto, bien parecido…, y él lo sabe. Viste trajes de Armani y cada dos semanas pasa religiosamente por la peluquería para arreglar su espesa melena. En esta época del año siempre pasa unos días en su chalé adosado de Zahara de los Atunes.

El de abajo, un coronel retirado, viudo y un poco guarro. Dedica buena parte del día a espiar, con la luz apagada desde su cocina, la ventana del cuarto de baño de los vecinos de enfrente, que tienen una hija de dieciséis años un tanto descuidada cuando se ducha. Yo creo que lo hace a propósito. También me fijé en cómo miraba a mi hija Paula cuando nos cruzábamos en el portal. Pero ¡por Dios!, si solo es una criatura de doce años. El muy salido lleva un par de semanas en su pueblo de Zamora, donde, según dice, mata los días jugando al dominó con sus primos también jubilados.

De nuevo el mismo ruido… No es un ruido fortuito. Conozco bien los ruidos de mi casa, cada sonido mil veces identificado en largas noches de insomnio. Me sé de memoria los ciclos del frigorífico, los crujidos de las tuberías, las idas y venidas de mi vecina del ático al cuarto de baño. También los sonidos del ascensor, el ronroneo de la puerta del garaje al abrirse.

Otra vez…

Sé quién es y para qué ha venido.

Y aun así no quiero escapar.

Porque soy inocente.

Porque me siento culpable.

El intruso avanzaba a oscuras por la casa. Conocía cómo estaban distribuidas las habitaciones y apenas si cometía errores.

Puedo llamar a la Policía. Es tan fácil como coger el móvil de la mesilla y marcar el 112. Pero no quiero. Porque él piensa que soy la presa, que me coge desprevenida, pero lo estaba esperando. Sabía que querría vengarse. Puedo entenderlo… Yo también quiero vengarme, pero me quiero vengar de mí, por lo que he hecho, por lo que he dejado de hacer. Todo ha sido culpa mía.

¿Y si me mata…? ¿Y si todo acaba hoy…? ¿Quiero vivir acaso? Todo ha sido culpa mía y sería un buen desenlace. ¿Es lo que quiero?

Ya oigo su respiración… ¿Está en la puerta del dormitorio? Puedo olerlo. Su olor de siempre. No lo olvidaré nunca.

El intruso dio los últimos pasos para aproximarse a la cama. La habitación estaba a oscuras. Tan solo se filtraba algo de luz de la calle, a través de las cortinas de la ventana, pero era imposible distinguir una cara.

Laura mantenía los ojos cerrados y, aunque la temperatura ya era veraniega, los escalofríos que había sentido al oír la puerta de su casa le habían hecho taparse con una sábana.

Podía sentir su presencia. Sabía que estaba a los pies de la cama. Ella alargó una mano y encendió la lamparita de noche. La luz era tenue, apenas alumbraba un palmo alrededor del lecho, pero bastó para que sus miradas se encontraran.

—Al fin estás aquí —murmuró con serenidad.

—¿Me esperabas? —preguntó sorprendido acercándose a ella.

—Desde hace dos noches. No he querido irme.

El golpe fue seco y certero, como si lo hubiera ensayado cientos de veces. La hoja del cuchillo entró por la ingle y se enterró en su cuerpo, hasta la empuñadura, abriendo la carne igual que una navaja al rojo atravesaría la mantequilla. Sus pantalones se vistieron de rojo.

Miguel Gavaldá abrió los ojos de par en par y toda su cara dibujó un gesto de interrogación. No sabía desde dónde había aparecido la otra mano de Laura con un cuchillo de grandes dimensiones. Instintivamente, se llevó la mano al punto donde había entrado el arma. Ella soltó la empuñadura y lo dejó dentro.

La voz del inspector sonó como un gruñido.

—¿Por qué…? Solo quería…

Las piernas se le aflojaron y cayó de rodillas, con una mano en torno al puñal y la otra aferrada a la sábana. Al desplomarse, dejó al descubierto el cuerpo de Laura. «Lleva el mismo camisón de seda de la primera noche que pasamos juntos», pensó con ingenuidad en su agonía.

Ella lo miraba con dureza. No sentía pena, pero tampoco estaba orgullosa de lo que acababa de hacer. Recordó las palabras de Jaime: «La emoción camina dos pasos por delante de la acción. Pero después de la acción, tan solo me queda el vacío…».

Se levantó de la cama sin perder de vista al policía, que, retorciéndose en el suelo, seguía mirándola sin entender nada. Se arrodilló junto a él, aferró con fuerza su camisa y empezó a zarandearlo lentamente.

—Solo era una niña… —murmuró rompiendo a llorar—. Solo era una niña, solo era una niña, solo era una niña…, una niña, una niña…

—¡Policía! —gritó en posición de disparo un agente de uniforme con su arma reglamentaria en la mano. Tras él, un compañero y dos hombres vestidos de calle, todos armados—. ¡Quédese quieta! ¡Quédese quieta, por favor!

La escena se congeló. Solo escuchó una voz que dijo: «Hemos llegado tarde».

El segundo de Rueda llevaba dos días siguiendo a la mujer. Había muchas posibilidades de que el inspector intentara darle un susto a modo de venganza, pero él no había tenido nada que ver con la muerte de su hija y no creía que su acción fuera más allá de una amenaza. Aquella noche había dejado un retén compuesto por un cabo y un número de la Guardia Civil. Cuando a las tres de la madrugada lo despertaron para informarle de que un tipo que se ajustaba a la descripción del inspector había entrado en el portal del edificio, el sargento les dijo que llamaran urgentemente a la Nacional, habida cuenta de que ellos no tenían jurisdicción, e hicieran un acercamiento discreto por si estaban metiendo la pata.

Sin duda, ellos habían tardado más de la cuenta en convencer a la Policía de lo que debía hacer, y Gavaldá había tardado menos de lo que ellos esperaban en abrir la puerta del apartamento.

El sargento llegó tan solo unos minutos después. Laura estaba vestida y recogía algunos objetos personales para acompañar a la Policía. Tenía la mirada perdida, como ausente, y actuaba como una autómata. Como si se dispusiera a salir una vez más de su casa para atender su rutina diaria. Los dos policías la miraban a la espera de que terminara, para acompañarla a la comisaría y tomarle declaración. La Policía Científica y el juez de guardia ya estaban de camino.

Gavaldá yacía al pie de la cama en posición fetal.

—Él no fue —no se lo dijo a nadie, tan solo murmuró sin apartar su vista del cuerpo inerte. El inspector aún tenía los ojos abiertos.

—¿Qué? —preguntó uno de los policías que estaba a su lado, creyendo que le hablaba a él.

—Que él no fue —repitió.

El policía hizo un mohín pero no dijo nada. Se había encontrado aquello de repente y aún no conocía de dónde partía todo.

—Hemos comprobado su coartada —continuó diciendo—. Pasó dos días con su hermana Cristina en Barcelona. Varias personas lo vieron.

Laura lo miraba, pero seguía ausente. No era consciente de lo que estaba diciendo aquel tipo al que no conocía de nada.