Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo.
—Miguel, Miguel, Miguel… ¿Qué ha pasado? —El comisario se mostró condescendiente con Gavaldá—. Comprenderás que esto no es Tamaulipas. Aquellos tiempos ya quedaron atrás, amigo mío.
—¡No me toques los cojones, Pepe! ¿Qué tiene que ver lo de México con todo esto? Lo único que ha pasado es que esa divorciada se había encaprichado conmigo hasta que apareció su ex y le dijo que cortara —se defendió el inspector—. Cuatro salidas y un par de polvos. Eso ha sido todo. A las niñas las vi un día de lejos. —«Y, además, ¿tú quién cojones eres para pedirme explicaciones? Si hasta el Mercedes te lo habían regalado los capos de segunda fila», pensó, pero no se atrevió a decirlo. No estaba en una posición de poder.
—Una cosa es que corte contigo y otra muy distinta que te acuse de cargarte a la chica. Alguna razón le habrás dado…
El comisario había pasado una larga temporada en México trabajando para el Centro de Inteligencia Español. Si bien en aquel país no se producían muchas noticias del interés del CNI, era el mayor centro de informaciones rebotadas del país vecino, Estados Unidos, y aquello sí que resultaba interesante. No era lo mismo que estar allí, pero la rentabilidad informativa se consideraba muy alta, teniendo en cuenta el poco riesgo que se asumía al estar fuera del territorio norteamericano. El inspector no tenía pruebas, pero en esa época de México todos decían que el tipo estaba pringado, que estaba haciendo fortuna allí y que por eso no quería regresar a España.
Gavaldá había llorado delante de él muchas veces, lamentándose del secuestro de su hermana pequeña, y el comisario estaba al tanto de que el tema se resolvió a tiros, de eso no tenía duda: sabía que su familia no tenía ni donde caerse muerta…, como para pagar un rescate. Sin embargo, y aunque el comisario era uno de sus superiores, el inspector nunca quiso darle explicaciones. Su respuesta favorita era: «No es asunto tuyo». Pero sí que lo era. Sabía que le había tocado dar luego muchas explicaciones de ciertas denuncias diplomáticas, mientras que él mismo se volvía de rositas para España.
—Créeme, Pepe. Está resentida conmigo, y su exmarido más…
—¿Y tú a él de qué lo conocías?
El inspector se puso aún más en guardia. Miraba continuamente la puerta de la sala de interrogatorios. Sabía que en su casa tenía algún material que podía resultar incriminatorio, a poco que buscaran bien.
—¿Esto es un interrogatorio, Pepe? No me harás llamar a un abogado…
—Tómalo como quieras. Sabes que he echado a todos de aquí para quedarnos solos, y que no se está grabando nada.
—¿Y eso de ahí? —Señaló con la cabeza el cristal que comunicaba con la sala de observación.
—Ya te he dicho que he mandado a todo mi equipo a tomar café.
Gavaldá no podía saber que el comisario mentía a medias. No había nadie de su equipo, pero sí el segundo de Rueda, el sargento de la Guardia Civil Rafael Álvarez, que un par de días atrás le había llamado para interesarse por su relación durante el periodo de la Embajada en México. En aras de una buena colaboración entre colegas de diferentes cuerpos, le pareció buena idea llamarlo para que presenciara el interrogatorio.
—El malentendido viene…
—¿Malentendido, dices? —cortó el comisario.
—Sí. Malentendido. No es otra cosa. Llevo unos meses al frente del caso de unos supuestos asesinatos en Telecomunica, ya sabes…, y estoy a punto de joder a la organización que los ha cometido, pero me faltaban unos flecos y le pedí ayuda, y el tipo se cabreó…
—¿Y cómo te podía ayudar él? ¿Es que trabaja allí?
—De alguna forma. Es coach externo, quiero decir, un entrenador —aclaró rápidamente al ver la cara de extrañeza del comisario—, de algunos de los directivos, y seguro que tiene datos que me pueden ayudar a resolver los asesinatos.
—¿Y cómo estás tan seguro? —El comisario no entendía cómo una cosa podía llevar a la otra.
—Estos tipos son como una especie de confesores —dijo para justificar su línea de investigación—. La gente les cuenta todo. Son muy buenos sacando información, y yo le pedí una ayudita para la autoridad. El tipo se puso como una fiera y prácticamente me echó de su despacho.
—Ah. No tenía ni idea. ¿Y conociste a la exmujer después?
—Sí. Fue una casualidad —mintió mientras volvía a mirar hacia la puerta—. Ya sabes…, en los gimnasios es fácil ligar. Fue casualidad… Vamos, Pepe, por los viejos tiempos. Déjame en paz y ponte a buscar a los autores de verdad. Ya sabes que los Zetas suelen estar detrás de buena parte de estas historias.
—¿Los Zetas? ¿Te has vuelto loco? Esos se están matando con el cártel del Golfo en Centroamérica. ¿Qué van a pintar esos aquí? —Gavaldá creyó percibir que al comisario aquello le pareció una cortina de humo que él lanzaba. Nunca ocultó su odio por ellos, por lo que le hicieron a su hermana.
Sabía que aquel comentario podía perjudicarle. Por un lado, podía descubrir la presencia del cártel en España, algo que él sabía y nunca había reconocido, y por tanto podía verse acusado de ocultar información. Y, por otro, él buscaba joder a los Zetas sin pasar por un juicio. El cártel contaba con muy buenos abogados y se escabullían con facilidad. Él quería rematarlos con la pistola, pero como policía y con las espaldas bien cubiertas de pruebas. Necesitaba que pareciese que no había tenido otra opción que disparar, y que luego las pruebas lo dejaran limpio de culpa y con una medalla al mérito policial.
—Tienes razón —reculó pensándolo mejor—. Creo que he dicho una tontería. Quizá la banda de proxenetas de los países del Este…
Sin embargo, al otro lado de la pantalla el segundo de Rueda no valoró aquel comentario como algo casual y tomó buena nota de aquello. Las piezas empezaban a encajar. Se propuso acudir a compañeros destinados en México para que hicieran algunas averiguaciones sobre él, pero desde allí.
—Con su permiso, comisario —interrumpió el agente que había detenido a Gavaldá. El comisario lo miró molesto.
—¡He dicho que no nos interrumpan! Estoy hablando con mi viejo amigo el inspector. —Miró a Gavaldá sonriendo—. Hacía tiempo que no hablábamos tranquilamente.
El agente sabía la manía que el comisario tenía al inspector, con lo que se tomó aquello como un comentario cómplice de cara a la galería, tratando de hacer que Gavaldá se relajara.
—Lo siento, señor, pero es urgente —insistió.
—Perdóname, Miguel. Enseguida vuelvo.
El inspector Gavaldá casi se queda sin aliento. Temió que hubieran encontrado algo, y aunque estaba bastante tranquilo porque se sabía inocente de aquello, también estaba jodido por la humillación que estaba pasando. «Esa hija de puta me lo va a pagar —se dijo—. Si hubiera querido hacerle daño a la remilgada de tu hijita, haría ya tiempo que te habrías enterado. Ponerme a los pies de los caballos del comisario tiene un precio.»
Estuvo valorando las implicaciones que podía tener lo que encontraran en su casa, y de paso buscaba explicaciones para justificarlo… «A lo mejor no es necesario. Estos son una panda de inútiles.» Hasta que el comisario entró bruscamente, carraspeando.
—Bueno, Miguel, ejem… —Gavaldá no habría sabido decir si sonreía—. Me temo que vas a tener que quedarte aquí.
En aquel momento el inspector se fijó en una bolsa de El Corte Inglés que el comisario llevaba en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó haciéndose el tonto.
—¿Qué hacía esto en tu casa? —Abrió la bolsa y extrajo la vieja camiseta de pijama con Minnie Mouse estampada—. No me dirás que todavía te la pones. —Soltó una carcajada a la que el inspector no respondió—. Han llamado a la madre y ha confirmado que es de su hija pequeña. Hasta ahora no la habían echado en falta.
—Eh, no recuerdo bien. Sería de algún día que se quedara a dormir en mi casa la niña con su madre… O lo trajo la madre… —Él mismo se dio cuenta de que aquello no se sostenía por ningún lado y que estaba iniciando una huida hacia delante—. Mira, no lo recuerdo. ¿Qué quieres que te diga?
—Inspector, inspector… Esto es muy grave. Vas a tener que explicarle muchas cosas al juez…
—Pepe, el día que desapareció la chica yo no estaba en Madrid.
—¿Ya está aquí? Hágala pasar, cabo —ordenó Rueda a su ayudante.
El capitán sacó un peine del cajón de su mesa y se lo pasó rápidamente por la cabeza. Se trataba de un hombre maduro pero que no había perdido el gusto por la coquetería. Ni siquiera los domingos salía de su casa sin una buena ducha, un afeitado bien apurado y una generosa dosis de Brummel. «Siempre fiel a mis marcas», se decía cada vez que cogía el bote de su colonia de toda la vida. Bebió un poco de agua, carraspeó y ensayó una sonrisa.
La puerta sonó y quedó entornada mientras se oía la voz de su ayudante.
—¿Da usted su permiso, mi capitán?
—Adelante, cabo —dijo con voz de mando.
El guardia abrió la hoja de la puerta de par en par y se apartó para dejar entrar a la mujer.
El capitán Rueda se levantó de su silla, esbozó una amplia sonrisa y rodeó la mesa para dar encuentro a su visita.
—Pase, por favor.
La miró de arriba abajo, quedándose satisfecho de lo que veía, e hizo el gesto de llevarse la mano de ella a los labios mientras se cuadraba golpeando entre sí los talones. «Esto siempre les gusta a las damas», pensó.
—Siéntese, por favor. —Agarró uno de los confidentes de su mesa y lo echó para atrás, para facilitarle asiento—. Gracias, cabo. Le llamaré si lo necesito. Finalmente nos conocemos, señorita Ferreras —le dijo a Nadia mientras se sentaba en el otro confidente, muy cerca de ella.
Nadia había elegido un vestido veraniego pero discreto para la ocasión; gris marengo con tirantes, cuello palabra de honor y largo justo por encima de la rodilla. Llevaba su melena negra suelta y bien cepillada, el maquillaje no terminaba de ocultar los signos de cansancio y sufrimiento de su cara. Tenía las ojeras muy marcadas.
El despacho era peor de como se lo había imaginado. Ya suponía que iba a ser austero, pero el olor a cuero rancio la sorprendió. Aparte de la mesa, las sillas y un armario, el resto de la decoración consistía en dos fotografías enmarcadas con la orla de promociones militares, o al menos eso supuso, y la foto del Rey al lado de la bandera.
—Gracias por recibirme, capitán. Mi buen amigo Albert Fiestas me pidió que confiara en usted —dijo, todavía midiendo al hombre que había detrás del uniforme.
—Pobre Albert. Era un buen tipo… ¡Qué poco sabemos lo que está sufriendo la gente para cometer esas locuras!
Nadia pensó en decirle que Albert no se había suicidado, pero no quería empezar por ahí, las pruebas que traía harían que el oficial valorara otras alternativas.
—Ya le expliqué por teléfono cuál había sido nuestra relación.
Había dudado mucho antes de tomar la decisión de llamar al capitán Rueda. Cuando el informe técnico de la Policía Municipal le descubrió qué había detrás del accidente de Juanma, sintió tanta rabia, odio e impotencia a la vez que quería vengarse a toda costa. Pensó en llamar ella misma a la prensa para que la invitaran a cualquier programa de la tele, le daba igual a cuál con tal de ventilar todo lo que sabía.
Jaime la hizo entrar en razón cuando ella le desveló el contenido de la nota que le había dejado Fiestas. «Nadia, sigue los pasos que sugiere Albert. Es más inteligente. No te dejes cegar por la sed de venganza y hazlo de forma que los tuyos estén protegidos.» Además, el capitán había sido muy amable desde el momento en que le cogió el teléfono.
—¿Se conocían desde hacía mucho? —le preguntaba ahora, supuso que para romper un poco el hielo, antes de enfrentarse a lo que suponía le iba a decir la chica.
—Unos cuantos años… Demasiados como para que no me duela lo que le ha pasado. —A Nadia se le nubló la vista—. Pero los que lo han hecho lo van a pagar…
—¿Los que han hecho el qué? —Por un segundo tuvo la sensación de que se hacía el tonto.
—Matarlo.
—Señorita Ferreras, entiendo su dolor y hasta llego a compartirlo, yo también lo conocía, pero está muy claro que murió de una sobredosis de barbitúricos —comentó cínicamente—. No hay forma de disfrazar un asesinato con esas pruebas. ¿Por qué dice usted que lo han matado?
¿Estaba tratando de sonsacarle todo lo que podía saber? Antes de sacar del bolso lo que traía, Nadia quiso asegurarse de que jugaban en el mismo equipo.
—Capitán, sé por Albert en lo que estaba metido y de qué forma usted lo estaba ayudando… —Quería saber como respiraba el guardia civil.
—Sí, claro. Estaba metido en un asunto feo y yo quería ayudarle, pero se ve que no ha podido aguantar la presión, y quizá…, una mala conciencia… No hemos querido decirle nada a sus familiares.
No sabía hasta qué punto Albert le había contado la trama al oficial. Era probable que ella misma supiese más que el guardia. Aun así decidió armarse de valor y mostrar todas sus cartas.
—Capitán Rueda, no sé hasta dónde sabe usted, pero Albert Fiestas colaboraba con el cártel criminal de los Zetas… Hasta donde yo sé, esa información ya la había compartido con usted, y habían llegado a un pacto para que usted lo ayudara a salir a cambio de información para desarticular a la banda.
El capitán miró a la puerta para asegurarse de que no venía nadie y se aclaró la garganta antes de hablar.
—Nadia, ¿puedo llamarla Nadia? —Ella asintió con la cabeza—. Nadia, ese es un tema muy delicado. Incluso aquí las paredes oyen, y los tentáculos de estas organizaciones son muy largos. —El oficial había descruzado las piernas y se acercó a la chica bajando el tono de voz—. Yo soy el más interesado en acabar con esa gente, pero solo lo podemos hacer si somos discretos. En cuanto tengan constancia de que estamos acosándolos, desaparecerán ellos y las pruebas… Y hablando de pruebas —continuó—, Albert no me aportó suficientes para agarrar a esos indeseables, si no, probablemente a estas alturas… —lanzó el anzuelo.
… y Nadia picó. Abrió su bolso y sacó la nota de su bolso.
—Aquí tiene todo lo que necesita. —Esbozó una sonrisa—. Él se debió de imaginar que le podía pasar algo y me dejó esta nota. Esos cabrones también han matado a mi novio —afinó la mirada hacia el papel y los ojos se le encendieron de rabia.
El guardia civil alargó la mano y cogió la nota. Quedó un rato en silencio mientras la leía. Cuando acabó, levantó la vista y la miró, al tiempo que resoplaba.
—Vaya, aquí está todo… Esto es una bomba. ¿Y lo de su novio…?
—Es muy largo de contar, pero estaba al corriente de información muy peligrosa. Por casualidad, llegó a conocer las redes que el cártel tiene montadas en Telecomunica.
El capitán guardó silencio, como pensando qué hacer.
—¿Alguien tiene alguna copia de esto o tiene conocimiento de esta información?
—No… Bueno… Quiero decir que no le he dado copia a nadie. Solo yo tengo una, y se lo he contado a un amigo.
—¿A quién? —preguntó cortante.
—Es un amigo que me está ayudando mucho. Prefiero mantenerlo al margen —comentó ingenuamente—. Él también conocía a Albert.
—¿Con qué detalle se lo ha contado?
La pregunta la sorprendió.
—¿Qué importancia tiene eso? Es un amigo y está de nuestro lado.
—No esté tan segura…, pero aunque estuviera de nuestro lado, cuanta más gente conozca esto más en riesgo ponemos la operación y más gente está en peligro. ¿Con qué detalle, Nadia? —volvió a preguntar, ahora en tono amable.
—Con ninguno. Le he dicho que Albert me había dejado una nota con todo tipo de detalles, pero no me he entretenido en contárselos. Lo único que quería era hablar cuanto antes con usted para agarrar a esos hijos de puta.
—Está bien. Mejor así. ¿Y la copia?
—No se preocupe —contestó—, la llevo en el bolso.
—Nadia, le sugiero que me la dé. Si la cogen con esto encima, usted puede ser la siguiente. Es mejor que esté a buen recaudo. Esto y un buen fiscal del Estado es todo cuanto necesitamos para atrapar a esos tipos.
Nadia dudaba. Sabía que era una información muy valiosa y aún no había descartado del todo hacérsela llegar a los medios.
—No pasará nada. La guardaré bien…
—Confíe en mí —insistió el oficial.
Ella se acordó del consejo de Jaime —«Olvídate de los medios», le dijo—, y a regañadientes y muy despacio sacó un folio doblado de su bolso. Después de la subida de adrenalina que había tenido al tomar la decisión y en el tiempo que transcurrió hasta hablar con el capitán, empezaba a sufrir un bajón emocional y su organismo respondía con un malestar general que la tenía descolocada.
Cuando alargó la mano para que Rueda lo cogiera, por un momento se le pasó por la mente no soltarlo, pero al final se lo dio, pensando que así se empezaría a sentir mejor.
—Ha hecho bien —dijo para tranquilizarla—. Está en buenas manos. Déjeme un tiempo para que encuentre un fiscal que se atreva a imputarlos, y entonces podrá vivir tranquila.