La verdad es una ilusión persistente
en la mayoría de las personas.
—¿El inspector Miguel Gavaldá? —preguntó el mismo agente del Grupo de Menores que había recibido la denuncia de la desaparición de Sonia.
—Sí. Soy yo. ¿Qué quieren? —respondió molesto el inspector a la puerta de su casa. El agente sacó su placa, se identificó y acto seguido presentó a los dos policías que le acompañaban.
—Ya nos conocemos —afirmó, para darle tiempo a que le cambiara la cara de sorpresa—. Hablamos por teléfono el sábado pasado en relación al secuestro de la hija de su… amiga. —No sabía cómo llamarla—. Supongo que está al corriente de que ha sido asesinada.
El inspector asintió con la cabeza. Lo había visto en las noticias y usó el sistema de información online de la Dirección General de Policía para averiguar los detalles, porque nada más leer la noticia había pensado en los Zetas. No estaba seguro, pero podía sospecharlo. Lo que le dejó más frío es que la mataran sin más. Hasta donde él sabía, la muerte había sido en vano —«Y eso no es propio de esos hijos de puta»—. Ellos mataban por venganza o para sacar algo a cambio, y allí no encontraba ninguna de las dos circunstancias.
Se acordó de la rabia ciega que llevaba el día que estuvo a punto de abordar a la hermana pequeña y pensó que él podría haber sido el causante de aquello… Pero no lo hizo y se alegraba. Una niña no tenía por qué pagar su guerra personal contra los Zetas, y además, ya conseguiría la información de valor que pudiera tener el coach por otros medios. Ahora, la hija de Laura estaba muerta… Se dijo que tenía que llamarla, pero las cosas no acabaron muy bien entre ellos y se dio un tiempo antes de decidir qué hacer.
—Sí. Ya lo sabía —respondió con pesar y no estaba fingiendo—. ¿Qué quiere de mí ahora? Ya le dije que estaba muy ocupado.
—Queremos interrogarle y registrar su casa. —Por la forma en que lo dijo, Gavaldá supo que se estaba guardando un as en la manga—. Si nos permite… —Dio un paso para forzar que el inspector se apartara.
—Ni se le ocurra. —Dejó que sus palabras salieran lentas y sonaran agresivas. Los policías detrás del agente hicieron ademán de adelantarse, pero los paró levantando un brazo—. En mi casa solo entran mis amigos.
El agente sacó un folio doblado del bolsillo interior de una chaqueta de verano, lo desdobló y se lo enseñó al inspector.
—Esta es una orden de registro sellada y firmada por el juez, así que vamos a pasar. Con respecto al interrogatorio, podemos hacerlo aquí o puede venir detenido a la Dirección General. Usted dirá.
El visitante hizo de nuevo el gesto para entrar, pero, una vez más, el inspector se interpuso. No podía soportar que un policía de menor rango que él lo humillara de esa manera, sabiendo además que él no tenía nada que ver con la muerte de la muchacha.
El agente no iba a aceptar más desaires. De hecho, estaba deseando que el inspector se negara al registro. Le encantaba la idea de meterle un paquete a un superior insolente como aquel y le daba igual que fuera culpable o inocente. Eso lo decidiría el juez. Y, lo mejor de todo…, él sabía que el comisario jefe le tenía ojeriza. En cuanto le contó la situación, el comisario le dijo a su subordinado: «Si la madre firma una declaración acusando al inspector, consigue inmediatamente una orden. No vamos a tener otra oportunidad como esta de meterle un dedo en el culo a ese engreído.»
—Usted lo ha querido, inspector. Léanle sus derechos y llévenle a la Dirección General para el interrogatorio. —Y se apartó para franquearles el paso.
Gavaldá no opuso resistencia cuando lo agarraron por el brazo, pero se quedó quieto mirando al agente.
—¿Quién me ha preparado esta encerrona? ¿De qué se me acusa?
—Inspector, es usted sospechoso del rapto y posterior asesinato de Sonia Solva.
—¡Déjese de gilipolleces! ¿Qué pruebas tienen? —replicó con suficiencia.
—Todas y ninguna. —Parecía que el agente se estaba divirtiendo con aquello. «Y dudo que se divirtiera sin el respaldo del comisario»—. Lo principal es que la madre está segura de que eso ha sido cosa suya.
—Hija de puta…
Nadia llevaba tres días en casa de sus padres, pero ya había decidido regresar a la suya. Necesitaba reorganizar su vida. Enfrentarse al vacío que sin duda iba a dejar Juanma. También quería meter en cajas toda su ropa y entregarla a alguna asociación benéfica.
Aunque estaba todavía en pleno duelo, lo llevaba bastante bien. Tenía el apoyo de sus padres y de todos sus amigos. Guille, especialmente, no paraba de llamarla mañana y tarde para ver cómo iba. Ella estaba segura de que se sentía un poco culpable, pese a que él no le había dicho nada.
Su jefa le había obligado a tomarse unos días antes de volver por la oficina. Sus compañeras se turnaban también para charlar con ella cada día. Hasta había hablado un par de veces con Jaime, pero no estaba mejor que ella. Él le dijo que iba a pasar unos días con su exmujer. En aquellos momentos no quería dejarla sola.
—¿Qué se sabe de la investigación? Si es que quieres contármelo —dijo Nadia con prudencia.
—No demasiado. Hay testigos que dicen que la metieron en una furgoneta azul. La Policía habla de la posibilidad de que sea una banda de proxenetas rusos, pero Laura está convencida de que el inspector Gavaldá está involucrado.
—¿Tú crees? Será una mala persona, pero es policía… —comentó incrédula.
—No lo sé, Nadia. Ahora no confío en nadie. Sabemos que ese tipo esconde algo desde el principio, y si no, que se lo hubieran dicho a Juanma.
—Ya… Pero… En fin, no sé.
—Supongo que van a registrar su casa y a interrogarle. Si se demuestra que ha tenido algo que ver, me gustaría mirarle a los ojos y preguntarle por qué…, por qué…, por qué… —Se le quebró la voz y empezó a sollozar. Nadia guardó silencio unos segundos, sin dejar de darle vueltas a todo lo que había ocurrido de unos meses a esta parte.
—¿Y la versión de la banda de proxenetas? —preguntó al fin.
—Para mí es menos creíble. —Notó cómo hacía un esfuerzo por reponerse—. No habían abusado de Sonia…, aunque eso no sea garantía de nada porque procuran no estropear «la mercancía». Pero, en ese caso, ¿por qué la iban a matar? No sé, Nadia. Todo son interrogantes. La autopsia dice que cayó de una gran altura y murió por traumatismo craneoencefálico severo. O se cayó de algún sitio o la empujaron…
—La autopsia de Juanma decía que iba bebido. —En el cerebro de Nadia, la muerte llamó a la muerte, una autopsia a otra, y se vio sin quererlo saltando de la hija de su amigo a su novio—. Al parecer tenía 0,6 gramos de alcohol en sangre, pero me extraña tanto que el accidente fuera por eso…
—Eso está por encima de lo permitido, ¿no?
—Sí, es verdad. Pero a Juanma no le pegaba comportarse así. Cuando iba cargado solía ir más despacio de lo habitual. Yo lo conocía bien. Además, joder, no hace tanto teníamos un límite de alcohol en sangre de 0,8. En aquella época dar 0,6 era estar limpio. Te daban una palmadita en la espalda y te decían: «Circule, circule».
—Visto así… —Estaba más claro que el agua que él no lo veía así, y también que no quería llevarle la contraria en aquellos momentos—. ¿Están investigando el accidente?
—Algo… O eso me dicen. El que llamó al 112 dijo que a él lo había pasado a toda velocidad. Que iba como loco. ¿Te lo puedes creer…?, ¿él como loco? Después de que Juanma lo adelantase, por lo visto lo pasó otro coche. Era negro, pero no supo decir la marca. El tipo pensó que iban picados. Cuando estaba llegando al sitio donde se había estrellado, vio que el coche oscuro casi se para a la altura de donde había quedado el vehículo de Juanma, pero al final se dio a la fuga. Aunque si estaban picados, normal que no quisiese dar la cara.
Nadia no se terminaba de creer lo del accidente, pero tampoco tenía pruebas de otra cosa, ni creía que algún día llegase a tenerlas.
Recordó la nota de Albert, pero una vez más no le quiso decir nada a Jaime. No se lo dijo el día del entierro, cuando regresó al coche donde la esperaba él para llevarla a Madrid, y tampoco se lo quería decir ahora…, al menos de momento, como no se lo quiso decir a Juanma. Pensó que solo iba a servir para armar más jaleo y para provocar más muertes. Aquel no era su mundo y ella no tenía que convertirse en la salvadora de la humanidad.
Es cierto que al día siguiente del accidente pensó en localizar al tal capitán Rueda, pero decidió esperar a ver las cosas con más frialdad. Si lo que le había pasado a Juanma había sido tan solo un desgraciado accidente, no podía culpar a nadie. Si los Zetas tenían algo que ver con eso, debía ser prudente. Miró de lejos a su madre. Pelaba judías verdes de espaldas a ella: una mujer de casi setenta años, avejentada y vulnerable, cuyo único objetivo en la vida era cuidar de su marido y velar por que todos a su alrededor estuvieran bien. No quería que les pasara nada. A ninguno de ellos.
Quedaron en verse unos días después, en cuanto se fueran serenando los ánimos.
—Nadia, hija, ¿por qué te vas tan pronto? ¿Qué vas a hacer tú sola en casa? —Su madre lo estaba pasando casi peor que ella. Quería mucho a Juanma y veía todo el sufrimiento por el que ella misma estaba pasando.
—La vida continúa —respondió haciendo acopio de valor—. Es lo que hay…
—Pero no tienes ninguna prisa… ¿Quieres que vaya unos días contigo?
—No, mamá. Gracias, de verdad, pero a esto me tengo que enfrentar yo sola.
—¿Y qué vas a hacer ahora con el piso? ¿Lo vas a mantener tú sola?
Demasiado bien sabía la madre que, para ella, hacerse con el pago del piso sola era una carga económica difícil de soportar.
—No lo sé. Necesito echar cuentas con tranquilidad. No me gustaría perderlo, pero si no puedo pagarlo, me buscaré algo más pequeño.
—Sabes que aquí siempre tendrás las puertas abiertas. —Nadia sintió ternura hacia su madre al escuchar aquello—. Y sabes que papá también está ahora muy contento de tenerte aquí.
Se dirigió hacia ella y la abrazó. «Con un abrazo de coach», como diría Jaime.
—Lo sé, mamá. Lo sé.
Al rato salió de casa y cogió un taxi.
Cuando llegó a su piso, un tipo joven, de no más de treinta y cinco años, abrió la puerta del ascensor. Nadia, que no se esperaba a nadie, casi se da de bruces con él.
—Perdón.
—No, no, culpa mía, lo siento —correspondió ella.
El chico sujetó la puerta del ascensor y esperó a que saliera Nadia, pero no entró él. Se dirigió a ella al ver que se encaminaba hacia la puerta del piso:
—¿Es usted Nadia Ferreras? —Nadia miró alrededor, inquieta: ninguno de sus tres vecinos parecía estar por allí—. No se asuste, por favor, soy el cabo Ruiz de la Policía Municipal de Madrid. —Le enseñó una placa que a ella no le decía nada—. ¿Puedo hablar con usted?
—¿Qué quiere? —La llave estaba dentro de la cerradura, pero aún no había abierto la puerta.
—Es un tema delicado. ¿Podemos hablar en su apartamento? —El cabo hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de entrada.
Nadia ya no se fiaba de nadie, y aunque el tipo no levantaba sospechas, no le hacía ninguna gracia quedarse con él a solas en su piso de buenas a primeras.
—Prefiero hablar aquí…
—Como quiera —cedió—. Verá, solo quería decirle que ya tenemos el informe técnico del accidente en el que murió su marido.
—Mi novio —corrigió ella.
—Su novio —repitió—. Perdone. Una pregunta delicada: ¿sabe si su novio tenía enemigos?
—¿Cómo? —La pregunta la dejó descolocada. ¿Qué habían encontrado?—. No entiendo. ¿A qué se refiere?
—Bueno, es un tanto extraño y no sabemos qué conclusiones sacar de ello, pero con la declaración del testigo, en referencia al coche oscuro que pasó después del de su novio, quisimos asegurarnos de que aquello había sido solo un tema de conducción temeraria bajo lo efectos del alcohol y se encargó un informe técnico a un perito.
—¿Y qué ha pasado? Dígame —ordenó.
—Pues que los peritos están seguros de que el coche había sido manipulado. Parece ser que la abrazadera del manguito del servofreno había sido rajada a propósito. Ellos aseguran que el corte era muy reciente, así que mi jefe ha decidido pasar el expediente a la Guardia Civil, para que continúen la investigación.
Nadia no entendía nada de mecánica, ni falta que le hacía.
—Hijos de puta, lo han matado —murmuró en voz alta olvidándose del agente—. Sabían que iba a hablar con el periodista y lo han matado…