CAPÍTULO 64

Me sentiré totalmente libre

cuando nunca más me avergüence de mí mismo.

—Saca de mi vista a esos dos inútiles. —Javier se había citado con el Mexicano en una cafetería de plaza de Castilla, antes de irse al despacho. Quería comentar los últimos acontecimientos con su lugarteniente antes de liarse con su trabajo—. Dales solo tareas de seguimiento o cualquier otra cosa, pero que yo no los vea por aquí. Si alguien se entera de esto, esos descerebrados lo van a pagar con la vida.

—De acuerdo, jefe. Yo me ocupo.

—¿Te has enterado de lo del informático? —Javier estaba casi seguro de que el Mexicano no sabía nada. La noticia había salido en la prensa del domingo, pero tan solo mencionaba a la víctima por las iniciales.

—¿Qué pasa? —respondió extrañado—. Que yo sepa aún no se ha visto con ningún periodista.

—Ni se va a ver… —murmuró su jefe con media sonrisa en los labios—. Por lo menos en este mundo. Se mató el viernes por la noche, él solo, en un accidente de tráfico en los túneles de la M-30. Aún no se sabe muy bien la causa. El Calvo se entera de todo. Algún contacto suyo le pasó la información ayer por la mañana.

—La chingada… —Soltó un silbido—. Pues alguien nos ha hecho el trabajo o nuestro Dios todopoderoso nos protege.

—Ahora hay que tener cuidado con la chica. Podría echarnos la culpa y no sabemos qué será capaz de hacer en su ofuscación. —Los ojos de Javier se entornaron un poco al mirar a su secuaz—. Ya tenemos el tema casi controlado. No la vayamos a cagar ahora por culpa de la niñata. Me preocupa la nota que le pasaron en el cementerio. Todavía no hemos averiguado qué es.

—¿Y con el listillo? —Era obvio que al Mexicano le preocupaba más el coach que Nadia.

—Ese estará entretenido con la muerte de su hija. Pobre chiquilla… Eso no tenía que haber pasado —murmuró apesadumbrado—. Él sabe cosas de nosotros, pero no sabe que nosotros lo sabemos. No puede imaginar que nosotros somos los causantes de su desgracia. No lo hemos amenazado… todavía…

—¿Y si utilizamos al nuevo para que le lleve un mensaje? Creo que todavía se ven y ahora está comiendo de tu mano. Estaría dispuesto a colaborar…

—No metas a ese idiota por medio. Carlos Arnedo no sabe nada de nosotros y no le quiero dar la oportunidad. Bastante riesgo es que esté en la nómina de la operación Telecomunica. Además, no nos favorece en este momento mezclarnos en este asunto.

—Okey, jefesito.

—Y no me llames así, coño. Estamos en España. —Las palabras de Javier sonaban a enfado fingido.

—Oído cocina, jefe —respondió con sorna.

El Calvo había tenido toda la noche para ir a casa de Nadia, pero había preferido esperar a una hora decente de la mañana. Desde que el sábado por la tarde lo había llamado su contacto para contarle lo del accidente del informático, ya se imaginaba que la putita no iba a quedarse en casa. Estaría en el tanatorio o llorando en el hombro de mamá y papá.

Mientras todos estaban entretenidos enterrando al fiambre, él podría hacer el placentero trabajo que le había mandado su superhombre: «Entérate de qué ponía en la nota que le entregaron en el cementerio», le había dicho.

El Jeta, que era como llamaban los amigos al policía municipal que trabajaba en Tráfico, era un amigo de la infancia del barrio. Desde que entró enchufado en el ayuntamiento, se había ganado un sobresueldo quitando multas a los amigos y conocidos. Eso sí, por un agradecimiento en metálico que rondaba el veinticinco por ciento del importe de la multa.

Unas semanas antes, buscando toda la información disponible sobre el informático y su calientacamas, le había pedido ayuda por si encontraba algo interesante en los archivos del Ayuntamiento de Madrid, pero aparte de algún impuesto de circulación y alguna multa de aparcamiento, poco más aparecía.

El sábado el Jeta estaba de guardia y se enteró del accidente. Enseguida se lo comunicó a su amigo, sorprendido por la coincidencia.

«No te lo vas a creer, Calvo —le dijo—, ha palmado el tipo por el que tenías tanto interés el otro día…»

El Calvo entró en el edificio con la tranquilidad de que si algún vecino lo veía pensaría que era alguien que había venido para asistir a las honras fúnebres.

Abrir la puerta fue un juego de niños.

«Ya no se fabrican cerraduras como las de antes…», pensó.

La única precaución era comprobar si había alguna alarma conectada, pero tuvo suerte: nada de dispositivos electrónicos por ningún lado.

Nada más entrar en la casa percibió su olor e inspiró profundamente. Aquello lo excitaba. Llevaba ya unos meses detrás de Nadia, desde la primera vez que le mandaron seguir sus pasos. Ella tenía todo lo que a él le ponía: juventud, un cuerpo bien formado, no demasiado delgado pero marcando bien las caderas, tetas generosas que llamaban la atención en cuanto se ponía algo ajustado y una cara bonita con ojos claros, labios carnosos y melena negra y brillante. Además, disfrutaba de la insolencia que te da tener un buen trabajo en una empresa moderna y con glamur, y sentirse por encima del bien y del mal.

«Ahora yo estoy por encima de ti… Y pronto con los pantalones bajados», pensó mientras echaba a andar por el pasillo, mirando a un lado y a otro. Le estaba sorprendiendo la decoración: muebles modernos —aunque no tenían pinta de ser de Ikea— y colores vivos. Era un apartamento que podría decirse alegre. «Si algún día este bomboncito viera mi cuchitril, iba a enterarse de lo que es una leonera», pensó.

En el salón había varias fotos. En una estaba con el fiambre en una estación de esquí: tenían enfundado el equipo de nieve, y sujetaban las tablas con una mano sosteniendo con la otra los bastones. En otra se podía ver a Nadia sola, con un bikini minúsculo, en una cala de arena blanca y agua transparente. La foto debía de tener unos años: estaba muy delgada y tenía cara de niña. En la tercera foto del aparador, los dos estaban abrazados encima de una góndola, sin duda en Venecia.

El Calvo se enfundó unos guantes de látex, salió del salón y entró en un cuarto de baño. En la pequeña estantería encima del lavabo había toda clase de artilugios cosméticos de L’Oréal —«Cómo no», pensó—; entre otros, un frasco de Fifth Avenue —«Conque esta es la colonia que tanto me gusta…»—. También vio un pintalabios rojo. Lo cogió, le quitó el capuchón y giró la barra para que saliera. Se lo acercó a la nariz y se recreó en su aroma mientras su imaginación volaba. Al rato salió dejando todo como estaba.

El siguiente cuarto era una especie de espacio multiusos: libros, cedés de música, un viejo tocadiscos con varios vinilos en el mueble sobre el que estaba, y una gran mesa con una silla de madera y lona, tipo tijera, a cada lado. Encima de la mesa, una vieja CPU con un monitor antiguo, que dudó mucho que utilizaran. El Calvo revisó todas las estanterías, venteó la mayoría de los libros por si contenían algo entre sus páginas, pero no encontró nada.

Solo le quedaba el dormitorio: una camareta amplia con vestidor, pero con una decoración bastante austera, a excepción del dosel con visillos sobre la inmensa cama king size, en aquel momento totalmente deshecha.

Enseguida supo cuál era el lado donde solía dormir ella. La mesilla de la parte derecha tenía una foto de sus padres —él ya sabía quiénes eran y dónde vivían—, además de un despertador digital, una cajita redonda de color rosa con vaselina para los labios —«Cualquier tipo de labios…», se dijo—, y una caja de píldoras anticonceptivas. Se fue directo al único cajón de la mesilla y al abrirlo halló lo que esperaba. Ropa interior de chica. Bragas de todas las clases, tipos y colores. Y sujetadores. Cogió unas blancas y las extendió delante de él, estirando los brazos, para ver cómo eran. Un tanga brasileño muy insinuante. Se la imaginó delante de él, solo con eso puesto. Lo dobló y lo dejó en su sitio.

Con mucho cuidado, levantó la ropa interior para registrar el bajo y el fondo del cajón y allí estaba: un sobre color salmón, encima de un folio. Cogió el sobre y sacó lo que había en su interior. Nada más empezar a echar un vistazo a las hojas, se pasó con nerviosismo una mano por la cabeza, mientras la otra seguía sosteniendo aquello, que más que un papel le pareció una bomba. Sonrió socarronamente al confirmar lo que todos intuían. El engreído del Mexicano era el bastardo del peluquero. Silbó al verse en la relación de componentes. Además de su apodo, aparecían su nombre y apellidos, y entre paréntesis, «ejecutor».

—El hijoputa del peluquero… —murmuró en voz alta—. Te merecías lo que te pasó.

Dejó a un lado aquello para comprobar qué era el folio que había debajo y al segundo vio que se trataba de fotocopias de lo que venía en el sobre. Pensó en llevárselo todo, pero cambió de idea enseguida. «Si ha hecho esta copia, puede que haya hecho alguna más para llevarla encima o dársela a alguien. Además, sería la prueba de que alguien ha entrado en su casa y podría precipitarlo todo. No se atrevería…» Por lo que le habían contado de la conversación del restaurante, ella era partidaria de olvidarse de todo.

Puso las hojas encima de la cama al lado del sobre, sacó su móvil y les hizo una foto de conjunto, para después fotografiar de cerca cada uno de los documentos. Trató de dejarlo todo como estaba y se decidió a marchar. Cuando salía del dormitorio se detuvo en seco, regresó a la mesilla, sacó el tanga brasileño del cajón y se lo guardó en el bolsillo.

Las fotos llegaron al teléfono de Javier mientras mantenía una reunión de crisis con el Mexicano. Al sonar la entrada del mensaje en su móvil, apartó la vista de su recién nombrado jefe de operaciones y se concentró en leer la carta que Fiestas había dejado a Nadia. El Mexicano observaba en silencio las reacciones de su jefe. Por momentos parecía sorprendido y sonreía, y por momentos maldecía. Cuando terminó, durante unos segundos se quedó pensativo hasta que le pasó el teléfono a su subordinado.

—Mira el regalito póstumo que nos ha dejado tu padre —dijo en tono sarcástico—. Sorpresas te da la vida.

El Mexicano leyó en la pantalla del móvil de su jefe la nota completa y una tormenta de emociones se apoderó de él. Primero sintió una punzada de dolor al confirmar lo que, desde que tenía uso de razón, todos comentaban. Algo que ni su madre ni Albert Fiestas se atrevieron a decirle nunca abiertamente. Al dolor le siguieron el rencor y la autocompasión, y, antes de acabar de leer las dos páginas, su corazón ya estaba lleno de arrepentimiento por haber contribuido a que todo terminara como terminó. Sintió la culpa de no haber hecho nada por su parte para acabar aquella representación teatral de su vida, que en aquellos momentos se estaba convirtiendo en una obra macabra. Y se odió por ello…

La cara del Mexicano había perdido su habitual tonalidad bronceada para adquirir un color pálido enfermizo. Sus ojos centelleaban y Javier se dio cuenta, pero prefirió no comentar nada.

—Esto hay que pararlo… —pensó en voz alta el superhombre.