CAPÍTULO 63

Los padres nunca deberían sobrevivir a sus hijos.

Nadia aún estaba en el cuartel de la Policía Municipal.

Un coche patrulla había ido a recogerla para que prestara declaración. Cuando llegó allí encontró al hermano menor de Juanma, y se abrazaron sin decirse una palabra. La policía lo había llamado antes a él, por la coincidencia de apellidos en su base de datos. Fue él quien dio el móvil de Nadia para que pudieran avisarla. La relación entre hermanos era buena, aunque cada uno llevaba su vida desde que un infarto acabó con su padre y poco después la madre falleciera de un cáncer. Apenas si se veían en los eventos familiares, mezclados con tíos y primos.

—¿Dónde está? —preguntó entre sollozos Nadia—. ¿Seguro que está muerto?

Por teléfono, el agente tan solo le dijo que Juanma había tenido un accidente y que estaba muy grave, pero que no sabía decirle adónde lo habían llevado. Ya por el camino, ante su insistencia y viendo que no iban a ningún hospital, le confirmaron que había fallecido.

—Parece que sí, Nadia. Por lo visto ha sido un accidente muy grave. Se lo han llevado al Anatómico Forense para practicar la autopsia. —El hermano hablaba con pesadumbre muy lentamente—, y sabremos algo más de lo que le ha pasado. ¿De dónde venía? ¿Cómo es que no ibas con él?

La segunda pregunta casi le sonó a reproche y le hizo daño. «Es verdad…, ¿por qué no fui con él?» Qué pocas veces salían juntos últimamente.

Nadia recordaba la discusión que habían tenido tan solo hacía unas cuantas horas. Ella no le había hablado a Juanma de la nota de Albert. Ya sabía que su novio iba a ver a un periodista en contra de su voluntad, y lo que menos quería era alimentar de datos y documentos un posible escándalo con el que ella estaba en desacuerdo.

—Solo quiero que nos dejen en paz —le había dicho—. ¿Todavía no te has dado cuenta del riesgo que estamos corriendo?

—Estamos corriendo riesgo porque lo que está pasando solo lo sabemos nosotros dos y tu coach —dijo casi a voces, en tono airado—. Cuando sea del dominio público, ya nadie nos tocará. Estarán en la mira de todo el mundo. De la Policía, de la Guardia Civil, de los medios, de Telecomunica. Necesitamos hacer ruido.

—Haz lo que te dé la gana —Nadia ya estaba desesperada y se le acababan los argumentos para hacer que su novio desistiera de aquello—, pero no esperes que te ayude.

Ya por la mañana, ella lo dejó dormido en la cama. Al mirarlo, sintió una punzada de ternura.

«Míralo. Si es como un niño jugando a policías y ladrones. ¿Cuándo vas a madurar?» Suspiró y se marchó al trabajo.

—Nadia, ¿estás bien? —preguntó su cuñado. Había estado hablando con uno de los agentes y al regresar la había encontrado con la mirada perdida. Continuó sin esperar la respuesta—. Me dicen que tenemos que ir a reconocer el cadáver. Tú vete a casa. Ya voy yo.

—Quiero ir yo también. —Y se levantó sin esperar la reacción de su cuñado—. Vamos.

—¿Que le ha pasado qué a la niña? ¡Pero seréis inútiles! ¿Qué ha ocurrido? Cuéntamelo rápido, imbécil, antes de que mande al Calvo a que te corte las pelotas…

Javier recibió la llamada a las ocho de la mañana, cuando se dirigía a jugar una partida de golf a Puerta de Hierro. Aquello le iba a costar caro. Lo sabía. Salvo que nadie se enterara en la cúpula de la organización, pensó. Aquella chapuza no se la podían atribuir a él. No quería quedar como un idiota, un «mataniñas» delante del Landa. Al menos habían acertado en algo: les había ordenado que no llamaran al coach hasta el día siguiente del secuestro para acrecentar la tensión y la ansiedad del padre. Su intención no era hacer daño a la chica, tan solo que Jaime viese lo vulnerable que era, y que hiciera desistir al informático y su novia de cualquier intento de ventilar lo que habían encontrado, y por supuesto que se olvidaran del periodista.

El Mexicano tenía instrucciones de hacer la llamada el sábado por la mañana desde un teléfono público. Luego soltarían a la joven en una cafetería del centro de Madrid.

Cuando el serbio le contó el desgraciado accidente con su peculiar español y de forma atropellada por los nervios, Javier tuvo claro qué hacer:

—Deshazte del cadáver y limpia todo aquello. Llama al Mexicano para que te ayude. Él sabrá dónde llevarla.

Cumplidas las veinticuatro horas de plazo que se había dado, el agente del Grupo de Menores de la Policía encargado del caso decidió llamar a Gavaldá.

—¿Que quieres interrogarme en relación a la desaparición de una adolescente? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Y por qué a mí?

—La madre dice que se conocen y que usted quizá pueda saber algo —mintió el agente, evitando contarle la acusación directa de Laura. No quería cabrearlo más.

—Pues claro que la conozco. Hemos salido unas cuantas veces y hemos echado un par de polvos, pero eso no me hace sospechoso de nada —dijo a la defensiva.

—Inspector, la chica no aparece y el asunto es grave. Le agradecería que colaborara —insistió.

Gavaldá se sentía muy presionado. Es verdad que había alimentado un odio creciente contra Laura y que había decidido utilizar a alguna de sus hijas para obligarla a colaborar con su cruzada, pero aún no había tenido ocasión de hacer nada. Se acordó del pijama con el dibujo de Minnie Mouse que tenía guardado en su casa a la espera de utilizarlo cuando le viniera bien.

«Era lo que me faltaba…», pensó. Esa misma mañana lo había llamado un sargento de la Guardia Civil que también quería hablar con él en relación con la muerte de Moncada. Tenía varias piedras en el zapato y empezaban a apretarle, pero no podía pararse y sacudirlo si quería joder a los Zetas.

—Mira… —respondió con insolencia al agente—, estoy muy ocupado ahora en varios casos y no tengo tiempo de interrogatorios. Si recuerdo algo que te pueda servir a la investigación ya te llamaré. —Y colgó.

Para Nadia, la visita al Instituto Anatómico Forense de la Ciudad Universitaria se convirtió en la experiencia más traumática que recordaba de toda su vida. Cuando un hombre con bata blanca los acompañó junto a un agente de la Policía a través de las estancias, el miedo casi le impidió andar. Un largo pasillo servía de distribuidor de varias salas. Las paredes eran de azulejo blanco y el aire olía a sangre, muerte y cloroformo. Nada más comenzar a caminar pasaron junto a una camilla de aluminio que estaba pegada a la pared, y sobre la que reposaba el cadáver de una mujer de mediana edad. Solo con mirarla se podía sentir la frialdad y la rigidez cadavérica.

—Lo siento —se disculpó el médico—. Vamos a pasar este cadáver a la sala de autopsias ahora, por eso lo tenemos aquí.

Conforme avanzaban podían escuchar el sonido característico de las carnicerías, cuando utilizan la sierra automática para cortar los huesos de jamón. El ruido, cada vez más cercano, iba acompañado de un olor penetrante a carne muerta. Al pasar por la sala de donde salía aquel sonido no pudieron evitar mirar hacia dentro, habida cuenta de que la puerta estaba casi abierta de par en par. Otro hombre con bata blanca, delantal de plástico, gorrito de cirujano y gafas protectoras transparentes, como las que llevaban antiguamente los motoristas, aplicaba una sierra sobre la frente de un cadáver. El muerto yacía sobre una especie de pila de aluminio, con la caja torácica abierta. Al verlos pasar, el señor se detuvo, alzó la cabeza y les dio los buenos días.

—Tienen que perdonarnos —volvió a disculparse su acompañante al tiempo que entornaba la puerta—. Tenemos mucho trabajo y no damos abasto los fines de semana. Además, ya empieza a haber gente de vacaciones y andamos escasos de personal.

Ninguno le contestó.

Al final del pasillo a la derecha había una espaciosa sala llena de cajones frigoríficos.

—Esperen aquí, por favor.

El hombre se adelantó y comprobó la etiqueta colgada del dedo gordo de un pie. Satisfecho, miró hacia la puerta e hizo una seña con la cabeza para que se acercaran.

—Aún no habíamos tenido tiempo de meterlo en una caja frigorífica —dijo el tipo de la bata blanca cuando llegaron al lado de la camilla—. ¿Están preparados?

El agente miró a los dos familiares y vio que asentían. El médico apartó la sábana de la cara y ella tuvo que agarrarse a su cuñado. Juanma parecía dormido. Tenía una cara dulce a ojos de Nadia, casi tan tierna como la que recordaba de la mañana anterior. Solo el color blanquecino de su piel delataba la muerte. Nadia se acordó de la vez que hizo de geisha en una obra de teatro escolar a los catorce años y tuvo que embadurnarse toda la cara de polvos blancos. La frivolidad del recuerdo la entristeció. ¿Cómo podía estar acordándose de aquella tontería mientras contemplaba a la persona con la que había compartido los últimos años de su vida muerta sobre una camilla?

Rompió a llorar.

—Es él —murmuró su hermano y abrazó a Nadia—. ¿Cuándo podremos enterrarlo?

El agente miró al médico.

—Supongo que el lunes —respondió mientras calculaba para sí el trabajo que tenían acumulado—. Imagino que entre hoy y mañana acabaremos con él para poder emitir el informe oficial.

Nadia regresó a su casa mientras pensaba en cómo decírselo a todos sus amigos. El hermano de Juanma se encargaría de toda su familia.

Al primero que llamó fue a Jaime. Ninguno de los dos pudo evitar las lágrimas, aunque Nadia no sabía si él lloraba por la desgracia que se había cebado en su amiga o por el miedo y la incertidumbre que —como le contó— había con respecto a su hija. La conversación se tradujo en un intercambio de cromos, donde los cromos eran desgracias terribles.

Luego fue el turno de Guille; sabía que Juanma había estado con él la noche anterior.

—Te juro, Nadia, que bebió poco —se lamentó su amigo después del impacto inicial—. Yo me quedé un rato más, pero él se fue fresco. No peor que otras veces. Además, me dijo que había dejado el coche en el Reina Sofía precisamente para ir caminando y despejarse un poco. No fue por el alcohol, créeme.

Cuando contestó, la voz de Nadia —vacía, rota— era un claro reflejo de lo que sentía en esos momentos.

—Ya da igual, Guille. Ya está muerto…

El cadáver de Sonia lo encontró una joven prostituta senegalesa cuando se disponía a hacer el último servicio del sábado noche en la Casa de Campo. La jornada había sido muy productiva y su chulo estaría muy contento con la recaudación. Todo había ido sobre ruedas: pocas peticiones extrañas, muchos clientes y ninguno le había pegado. Se habían dedicado a correrse y a soltar el dinero.

Al salirse de la carretera para desahogar su vejiga detrás de un matorral, vio las piernas delgadas de un cuerpo. El grito atrajo a otras compañeras y el chulo avisó a la Policía sin identificarse. Cuando dos coches patrulla llegaron al punto que habían identificado por teléfono, la zona estaba desierta y el sol empezaba a asomar detrás del lago. No fue difícil localizarlo. Antes de la desbandada, alguien había señalizado el sitio con un pañuelo blanco.

La crueldad del destino hizo que Jaime se encontrara en el Instituto Anatómico Forense identificando a su hija, mientras continuaba allí el cadáver de alguien con quien había compartido una cena hacía tan solo unos días.

Quiso ahorrar a Laura el sufrimiento de pasar por aquel trance: su exmujer se quedó con sus dos hijos en casa. Las llamadas de amigos y familiares empezaban a llover y alguien tenía que atenderlas.

«Ningún padre debería sobrevivir a un hijo», pensó. Nada de lo que había aprendido gracias al coaching le servía de ayuda en ese momento. No tenía forma de gestionar el dolor y ni siquiera era capaz de imaginar un futuro en el que pudiese pensar en su hija sin romperse por dentro. Solamente el que pasaba por aquella amarga experiencia podía saber lo que él sentía en aquel momento. Era un dolor desgarrador que le carcomía por dentro y le impedía pensar y hablar con coherencia. Las circunstancias de su muerte multiplicaban por diez ese dolor. No saber quién había hecho eso y por qué. Le hacía arder las entrañas.

«¿Un violador? Quizá. ¿Los Zetas?» No tenía sentido. Él no se había enfrentado abiertamente a ellos. A excepción de Nadia y Juanma, nadie sabía que él estaba al tanto de aquello. Además, le habrían dado una oportunidad. Lo habrían presionado o habría recibido aviso de los autores para asustarlo, pero nadie había llamado. ¿Habría sido el inspector, como pensaba Laura? No llegaba a imaginar cómo podía existir alguien tan cruel como para hacerle daño a una niña inocente. «¿Hasta dónde llega la maldad del ser humano?»

—¡Ha sido ese hijo de puta! ¡Ha sido ese hijo de puta! —había gritado Laura tirándose de los pelos cuando recibieron la noticia.

El agente que atendió la denuncia había ido personalmente a comunicárselo. En cuanto Jaime lo vio entrar en su casa, supo que traía malas noticias. No hacía falta ninguna sensibilidad especial para percibirlo.

—¡Tenía que haberme dado cuenta! —se lamentaba—. No abrí del todo los ojos hasta que tú me lo dijiste.

Sollozaba, hablaba, lloraba y gritaba, todo al mismo tiempo. La escena era terrible. El hermano mayor abrazaba con ternura a Paula. «Tenía que pasar esto para volver a sentirnos unidos», pensó Jaime al verlos, mientras él lloraba en silencio con la barbilla apoyada en el hombro de su exmujer, y el policía no hacía más que repetir: «Lo siento, lo siento…».

—Ha sido ese malnacido… —insistió Laura en un murmullo.

El lunes, dos cortejos fúnebres se dieron cita en el cementerio de La Almudena.

La campana de la torre de la capilla tocaba a muerto. Más allá de su lamento fúnebre, el silencio y el negro inundaban el ambiente.