CAPÍTULO 62

Vestimos con la razón

todo lo que el cuerpo nos pide desde la emoción.

El sargento Álvarez estaba revisando el expediente del inspector Gavaldá.

«Hay que tener amigos hasta en el infierno», se dijo. Tener a su cuñado en la Dirección General de la Policía le había sacado de algunos atolladeros. Le puso en guardia el hecho de que el inspector hubiera estado destinado como agregado a la Embajada en México y el terrible episodio del secuestro de su hermana a manos de los Zetas —algo bastante inusual, según lo que él sabía sobre ese grupo armado—. El informe no decía cómo había sido liberada, pero sí que finalmente la habían recuperado sana y salva. Se preguntó qué razones habrían llevado al inspector Gavaldá a no trasladar lo que le estaba pasando a Moncada a otras instancias: «¿Pensó que su historia no era creíble? ¿Que Moncada estaba asustado y veía fantasmas? ¿Quería desentrañar él toda la historia y colgarse las medallas? ¿O es que tiene una deuda pendiente con los Zetas y pensaba tomarse la justicia por su mano?». Ninguna de las opciones le convencía, y menos la última. España no era México ni Colombia. Hacía tiempo que las Fuerzas de Seguridad del Estado tenían un alto grado de limpieza.

Siguió leyendo para averiguar en qué había estado envuelto desde que regresó y comprobó que tenía una responsabilidad importante en la investigación de las muertes de su amigo Moncada y de Oriol Sempere, el directivo de Telecomunica que había fallecido, al parecer asesinado, unos meses antes.

Pensó que le ayudaría mucho tener una charla con el inspector, pero se trataba de un asunto delicado. Si quería convertirlo en un interrogatorio formal, necesitaba autorización del capitán Rueda, y aquello no le gustaba demasiado. Podía intentar detenerlo. El sargento entendía que acusar a un miembro de la Policía era como acusar a un colega en el ámbito de la Seguridad del Estado, y eso podía perjudicar las relaciones entre ambos organismos.

Por otro lado, como mínimo Gavaldá había ocultado información vital para la lucha contra el crimen organizado, y eso era punible por la ley.

Decidió que lo mejor sería, al menos en un primer intento, tener una charla de compañeros de causa común. Quizá eso fuera suficiente para descubrir las razones que movían su comportamiento.

—Ha tenido que ser él. —La rabia, el miedo y la indignación hacían centellear los ojos de Laura—. Sabía que se había tomado fatal que cortáramos. Se fue humillado, llegó a amenazarme. Su mirada lo decía todo, Jaime. No puede ser una coincidencia.

—Lo de la amenaza no me lo habías dicho —comentó él cabizbajo mientras dos agentes del Grupo de Menores escuchaban en silencio.

—No te lo dije porque pensé que aquello era por el calentón del momento. Que cuando se serenara lo aceptaría y se le iría olvidando. ¿Quién no ha tenido un desengaño amoroso?

—¿Se da cuenta de la acusación tan grave que está haciendo, señora Salgado? Está acusando a un inspector de la Policía de hallarse involucrado en la desaparición de su hija —el agente razonaba con cautela—. Tiene que estar muy segura de ello.

—¡No estoy segura de nada! —gritó ella.

Jaime le agarró la mano sin decir nada, para tranquilizarla. Ambos estaban sentados en el sofá del salón del coach, mientras que el policía ocupaba una silla enfrente de ellos y un segundo agente se encontraba de pie, a una cierta distancia, sin querer entrar en la conversación.

—También hay que contemplar la posibilidad de que se haya escapado con alguna amiga; o con algún chico… —continuó el policía.

—Sonia no —intervino en aquel momento Jaime—. Eso es propio de chicos inconformistas y rebeldes. Se ve venir. Sonia es una adolescente feliz, con una vida social activa, a la que no le prohibimos casi nada y nos cuenta casi todo.

Según hablaba, podía interpretar la mirada del otro: «Eso se piensan todos los padres», decía. Su ex afirmaba a su lado, aún convencida de hacia dónde encaminar la búsqueda:

—¡Es él! Seguro —sentenció Laura.

—Está bien —dijo el policía dejando caer los brazos—. Si pasadas veinticuatro horas no han tenido noticias de ella, citaré al inspector a un interrogatorio.

—Agente, tenga cuidado con el inspector. No es trigo limpio —murmuró Jaime.

—¿Qué quiere decir? —el policía lo miró con gran interés—. ¿Usted también lo conoce?

—Creo que lo conozco demasiado bien…

La tarde y la noche anterior habían sido muy movidas en casa de Jaime. Su hija no había ido a casa para comer, como estaba previsto, así que después de varios intentos de hablar con ella por el móvil y un par de mensajes, a las cuatro de la tarde ya no pudo esperar más y empezó a llamar a las amigas de Sonia, a todos los teléfonos que tenía. A esa hora la mayoría estaba en casa, y alguna de ellas hacía semanas que no la veía. Sus amigas trataron de tranquilizarlo diciéndole que seguramente se le había ido la hora y que se habría quedado sin batería. Cada una tenía una anécdota tranquilizadora que contarle.

Jaime estaba cada vez más seguro de que su desaparición no era voluntaria, pero, como él se sentía tan solo espectador de todo lo que estaba pasando con lo de los Zetas y el tema de Telecomunica, en ningún momento valoró esa posibilidad como posible causa. Después de las nueve llamó a Laura para contarle que Sonia no aparecía, y ella se dirigió un tanto preocupada a su casa. Tras serenarse, le habló de la posibilidad de que Gavaldá estuviera implicado con aquello en respuesta al desaire que ella le había hecho. Al principio Jaime no daba crédito a la hipótesis de su exmujer, sin embargo, siempre había tenido a Laura como una persona con mucho sentido común y con altas dosis de intuición, y poco a poco la insistencia de ella fue dando verosimilitud a la idea.

Aquella fue la noche más larga que Jaime recordaba. Sonia jamás se había quedado una noche fuera sin avisar a alguno de sus padres y sin el correspondiente permiso. Sin duda lo que estaba ocurriendo era grave. Laura había llamado a sus otros dos hijos para contarles lo sucedido. Después del shock de Paula y los insultos y amenazas del hermano mayor contra los causantes de aquello, todos decidieron pasar la noche juntos.

Él le cedió su cama a Laura y se tumbó para tratar de dormir en el sofá.

Por supuesto, no pudo.

Sonia se quedó dormida mientras planeaba su fuga. El sueño la venció solo unos minutos después de que el serbio la dejara en paz gracias a la intervención de su compañera. Llevaba horas en una marea de emociones. La rabia se le había mezclado con el miedo y la indignación, y solo había podido vencer aquello combatiéndolo con el desprecio que sentía por ellos y la venganza que llegaría con el castigo que iban a recibir cuando los pillaran.

Despertó sobresaltada en medio de una pesadilla, empapada en sudor, con la respiración acelerada y el pelo pegado a la frente. De pronto sintió punzadas de dolor por todo el cuerpo. Había dormido con la postura forzada por las cintas en manos y tobillos. Cuando se acordó de lo que había estado planificando antes de quedarse dormida, se incorporó como un resorte.

«¿Qué hora será? Creo que está amaneciendo», se dijo.

Algo de luz se filtraba a través de las cintas del estor, y no parecía luz artificial. Su vejiga le decía que llevaba horas durmiendo y que tenía que ir al baño, pero aquello tendría que esperar. Se levantó sigilosamente y se puso de pie. Pensó que hizo bien en no quitarse las Converse al acostarse. Estuvo tentada, para estar más cómoda, pero en aquel momento ya tenía en mente que iba a hacer algo.

Hizo un último intento de quitarse la cinta adhesiva de los tobillos. Imposible. Decidió no perder más tiempo con aquello. Estaba ágil y no le presentaba ninguna dificultad salir saltando como los gorriones. Alguien la ayudaría cuando estuviera fuera. En los polígonos industriales, si es que estaban en uno, también se trabajaba los sábados. «Siempre hay guardias de seguridad», pensó.

Comenzó a dar saltitos cortos en dirección a la luz. Después de los primeros tres botes se paró, escuchó atentamente y decidió continuar. Dos paradas más, para ver si se escuchaba a alguien acercándose. Nadie… Ya estaba ante la puerta de su salvación. Alargó las manos y empezó a desplazarla: la puerta deslizaba bien sobre su carril y apenas si hizo ruido. Miró hacia atrás, en dirección a la puerta de entrada a la oficina, y se tranquilizó al comprobar que continuaba cerrada, y que seguía sin escucharse nada. Ya más confiada, pegó un salto para salvar el marco de aluminio que separaba la cristalera de la estrecha plataforma metálica y que después daba continuidad a la escalera. No lo hizo con la suficiente altura como para salvar por entero el obstáculo, así que tropezó con la puntera de su zapatilla y, de forma instintiva, se agarró con violencia al perfil de la cristalera que tenía más a mano.

El ruido retumbó a través del espacio hueco de la nave.

El corazón casi se le escapa por la boca… Miró la estrecha escalera y la escena le produjo mucha inquietud. Era muy larga, se veía a través de ella y discurría entre una barandilla —apenas una barra metálica a baja altura— y una de las paredes de grandes bloques de ladrillo grisáceo. Calculó que no habría menos de siete u ocho metros entre la oficina y el suelo de la nave. «No te pares ahora —se dijo—, no te pares, Sonia. Aguanta. No tienen que pillarte.»

Bajó los tres primeros escalones con el cuerpo apoyado contra la pared, raspándose los codos a cada salto. Una pausa y un esfuerzo más. Otros tres escalones. Aún no había llegado ni siquiera a un tercio de la escalera.

De pronto escuchó un ruido a su espalda y miró para atrás. No vio a nadie, pero escuchó como el hombre corría y gritaba algo en su idioma a su compañera. Se quedó paralizada unos segundos. No sabía qué hacer. Si la cogían, ahora sí que la iban a castigar. «Ese cerdo se aprovechará de mí, y ella no querrá defenderme después de esto.» El tipo se asomó a la puerta de arriba y se quedó inmóvil para no presionarla. Sonia miró alternativamente arriba y abajo, mientras consideraba dónde estaba y lo que le quedaba. Su instinto le dijo: «Corre, Sonia. Que no te atrapen», y comenzó a saltar hacia abajo de dos en dos escalones. Ya había abandonado la seguridad que le brindaban la pared y la baja barandilla. Sin puntos de apoyo había más riesgo, pero era más rápido. Sonia estaba como enloquecida, fuera de control. Solo pensaba en escapar y abandonó todas las precauciones.

Como un fantasma, vio aparecer a la mujer abajo, al pie de la escalera. Al verla, su cabeza le dijo que tenía que parar pero su cuerpo seguía con la inercia descontrolada que llevaba. Perdió el equilibrio y gritó al sentir que trastabillaba. No pudo evitar que su cuerpo cayera como un saco de arena por encima de la barandilla. La mujer ahogó un sonido llevándose las manos a la boca. El serbio se llevó las manos a la cabeza mientras veía como la chica caía en picado desde más de cinco metros de altura.

El cuerpo de Sonia quedó desmadejado sobre el suelo de la nave, aún con las muñecas y los tobillos unidos por la cinta adhesiva.

Un charco de sangre empezaba a extenderse alrededor de su cabeza.