CAPÍTULO 61

La peor vejación es la que priva al ser humano

de la capacidad para decidir.

Cuando despertó, Sonia no sabía dónde estaba. «¿Me he quedado dormida y voy a llegar tarde al instituto? No me ha sonado el móvil…»

Poco a poco sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. Le dolía la cabeza y no podía pensar con claridad. De pronto, unas imágenes vinieron a su memoria. Una furgoneta azul, el paso de peatones, una mujer rubia, un paquete, un hombre al que ella no reconocía pero que la llamaba por su nombre con acento extranjero… Y ahí acababa todo. La luz se le apagó.

«¡Secuestrada!», creyó gritar, al tiempo que su tronco se elevaba de la cama como un resorte de muelles. Se dio cuenta de que tenía las manos atadas a la espalda y los pies sujetos con cinta americana, del mismo tipo que la que le cubría la boca. Miró a su alrededor: frente a la cama, un gran ventanal con las cortinas echadas; debajo, una mesa con un sillón y dos confidentes. Sobre la mesa algunos objetos que no llegaba a identificar y una pantalla de ordenador con teclado. Un aparador con un montón de carpetas encima y, a su lado, un armario alto que parecía un archivador. Las paredes de la habitación estaban desnudas, a excepción de un corcho con varios papeles pinchados, un calendario grande y un póster con una tía en tanga con unas grandes tetas al aire.

«Pero… ¿por qué yo? ¿Qué pueden querer de mí o de mi familia? No somos ricos y ninguno de mis padres es famoso.» De repente, el corazón le dio un vuelco. Se le aceleró la respiración y se le escaparon unas lágrimas. «¡Joder! Proxenetas…», se dijo instintivamente. Le costaba trabajo incluso pensar en aquella palabra. La había escuchado muchas veces, pero utilizada muy pocas. ¿Y si eran violadores e iban a grabar la violación para colgarla en internet? Pensó más en la vergüenza de que la vieran sus amigos desnuda que en el dolor de ser forzada. Quizá la retuvieran en un prostíbulo para ganar dinero con ella. «¿Me habrán violado ya?», se le pasó por la cabeza y pensó que sería un alivio que así fuera, porque no se había enterado de nada y quizá ya se habrían cansado de ella. «Mi teléfono», se acordó. Lo tenía en el bolsillo de atrás del pantalón. Allí llevó las manos con dificultad y se palpó. Nada. Se miró en la penumbra la ropa y todo estaba en orden: los pantalones estaban en su sitio, y la parte de arriba también. Se sintió un tanto decepcionada. Casi prefería que ya hubiera pasado todo.

Se levantó e hizo esfuerzos para mantener el equilibrio, teniendo como tenía los tobillos atados también con precinto. La cabeza le daba vueltas. Una vez se hubo estabilizado, esperó unos segundos para serenarse. La sala tenía dos puertas, pero decidió acercarse al gran ventanal detrás de la mesa. Eso sería más seguro, y le daría más información que si intentaba salir por una puerta y aparecía uno de sus captores. Fue avanzando a saltitos hasta que llegó al ventanal. Ahora vio con claridad que no eran cortinas lo que las mantenía en penumbra, sino estores, de aquellos con una vara de plástico que, al girarla, permitían orientar las tiras. Utilizó la nariz primero y luego la cabeza para entreabrir las listas del estor, y la luz invadió la sala. Lo que vio le recordaba a una visita que había hecho con su padre a la fábrica de Airbus en Getafe: una gran nave vista desde arriba con cajas apiladas en diferentes sitios que estaban señalizados con rayas de pintura de diferente color. Había dos grúas que se utilizaban para llevar las pilas de cajas de un lugar a otro. Un lado de la nave tenía grandes puertas metálicas que en aquel momento estaban cerradas. No sabía qué hora era. Aquello estaba desierto pero no tenía aspecto de abandonado. Mirando detenidamente reparó en que al final del ventanal lo que había era una puerta de cristal que daba a una pequeña plataforma metálica, de la que partía una larga escalera, también metálica, a través de la cual se podía ver el suelo. La escalera llegaba hasta el suelo de la nave. En aquella visita, su padre le dijo que, en algunas empresas, el jefe vigilaba desde su oficina en lo alto para ver si todo funcionaba bien y si alguno de los trabajadores remoloneaba.

Se sentó en una de las sillas, y allí, con algo de luz que se filtraba desde los tragaluces de la nave —parecía que de alguna farola—, trató de quitarse las ataduras. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero era imposible, tenía tantas vueltas que no lograba saber dónde empezaba o terminaba aquello. Necesitaba unas tijeras o un cuchillo, y por allí no se veía nada.

De pronto se abrió una de las dos puertas y por ella entró el mismo tipo que había atraído su atención al lado de la furgoneta. Encendió una luz amarillenta y pobre.

—Vaya… La ardillita despierta —dijo con su fuerte acento, al tiempo que le quitaba de un tirón la cinta adhesiva de la boca. Por un instante fue como si le ardieran los labios, y trató de humedecérselos mientras el otro continuaba hablando—: Mucho ruido. ¿Dormía bien?

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? Quiero largarme de aquí. —Apareció el miedo. «Ahora que estoy despierta me va a violar», se dijo.

—Estás bien, estás bien… No pasa nada.

—¡Quiero irme! ¡Déjame salir! —gritó.

—No puedo. Tienes que quedar aquí. Pronto te llevamos con padre. —Hablaba como disculpándose—. Oficina cómoda. Mañana sábado, no viene nadie, y hay cama de siesta del jefe para dormir. —El tipo miró el catre donde Sonia se había despertado.

—¿Por qué me habéis secuestrado? —preguntó con cierta serenidad.

—Todo está bien. Hablamos con padre y todo arreglado.

—Me estarán esperando y si no voy, van a llamar a la Policía —continuó en tono amenazante.

En ese momento entró la mujer rubia que había cruzado con ella el semáforo.

—Cena. —Entró sin mirar a ninguno de los dos, dejó encima de la mesa un plato con un sándwich frío de esos de máquina y, con brusquedad, cortó con una cuchilla la cinta adhesiva que mantenía atadas a la espalda las manos de la adolescente.

—¡No voy a comer! —le gritó.

—Como quieras, niña —respondió mientras salía.

—¡Y no soy una niña! ¡Me llamo Sonia!

La mujer se paró en seco, se dio la vuelta y se dirigió hacia ella.

—¡Come! ¡Sienta y come! —La agarró del brazo y la empujó hasta sentarla en el sillón.

—¡Me haces daño! —dijo a voces; empezaba a sollozar—. ¡Suéltame! ¡No tienes derecho!

La mujer apretó los labios y aguzó la vista llena de rabia, mientras le cruzaba la cara con fuerza, con el dorso de la mano derecha. La chica gritó y trató de protegerse de un segundo golpe con ambas manos.

—Niña malcriada —murmuró—. ¡Come!

Temblorosa, Sonia cogió el sándwich y, mirando de reojo, se lo llevó a la boca para darle un pequeño mordisco.

El tipo se acercó a su compañera y le dijo algo en un idioma que Sonia no entendía. Ella replicó, parecía que estaban discutiendo. La chica los miraba, había parado incluso de masticar el trozo que tenía en la boca. La mujer la vio y se acercó a ella con intención de abofetearla de nuevo.

—¡Come! —volvió a gritar con la mano alzada, mientras Sonia se protegía con los brazos sin soltar el sándwich.

—¡Basta! —gritó ahora él, en español. La mujer se frenó en seco, pero no bajó la mano; Sonia permanecía en guardia—. ¡Basta!, digo. Sal —rugió acercándose con una postura agresiva que no dejaba lugar a dudas de lo que haría si su compañera no obedecía.

Ella bajó la mano y lo miró con ojos cargados de ira. Se dirigió a la puerta y antes de salir dando un portazo miró a la chica:

—Como no comas… —murmuró apenas.

Cuando se hubo marchado, Sonia dejó el sándwich en el plato, lo apartó y dejó caer la cabeza sobre sus brazos cruzados encima de la mesa. Sollozaba. El hombre se acercó a ella y le puso una mano en la espalda mientras le decía:

—No pasa nada. No pasa nada. Hablamos padre y ya está. —Y empezó a acariciarle la espalda.

Sonia dejó de llorar, se irguió y, mirándolo de reojo, cogió de nuevo el sándwich y se lo llevó a la boca. No volvieron a cruzar palabra. Al poco, el hombre salió de la habitación y ella, procurando hacer el menor ruido posible, se dirigió hasta la otra puerta que permanecía cerrada. Se le pasó por la mente buscar algún artilugio con el que liberar sus tobillos aunque enseguida lo desechó: aquel tipo podía enfadarse con ella si hacía algo así. La puerta tenía cerradura, pero la llave estaba puesta. Abrió con la esperanza de que la llevara a alguna salida, pero la oscuridad le impedía hacerse una idea de adónde iba a parar. Dio un salto más hacia dentro y empezó a tantear la pared, a los lados del marco de la puerta, hasta que sus manos dieron con un interruptor. Lo pulsó y el alma se le cayó a los pies. Sus esperanzas frustradas.

Se trataba de un pequeño almacén de no más de cuatro metros cuadrados, con dos estanterías llenas de material de oficina: cuadernos, fichas, lápices, bolígrafos, una maraña de cables y un ratón de ordenador viejo. Apagó la luz, cerró la puerta y se dirigió de nuevo hacia la mesa.

De repente se le ocurrió que a lo mejor podía conectarse a internet con aquel ordenador, lo encendió y rezó para que ninguno de sus captores oyera el ruido que hacía la CPU al chequear el disco duro y el resto del sistema. Los minutos que tardó en aclararse la pantalla se le hicieron eternos. Cuando por fin apareció, el monitor reflejaba la pantalla de presentación de una empresa: Logicworld, y pedía un usuario y la contraseña. A la desesperada probó varias alternativas, las que sabía más habituales, dejando «Logicworld» como usuario. Tres intentos.

Logicwold. Enter. Wrong Password.

Logicworld. Cuatro espacios en blanco. Enter. Wrong Password.

Le quedaba tan solo un intento.

Logicword. 1234. Enter.

El ordenador emitió un ruido desagradable y la pantalla parpadeó un segundo.

Wrong Password.

—Clave incorrecta… —murmuró, y quedó a la espera de que entrara alguno de sus captores a consecuencia del ruido. No quiso volver a arriesgarse y lo apagó. Intentó abrir los dos cajones de la mesa, pero estaban cerrados con llave.

Después de mirar un rato a su alrededor, se decidió a comprobar la puerta de cristal que comunicaba con la larga escalera metálica. También tenía cerradura y supuso que estaba cerrada. Aun así probó a abrirla con ambas manos y para su sorpresa la puerta se deslizó sobre un carril de aluminio en el suelo. En ese momento escuchó pasos cada vez más cerca, cerró de nuevo la puerta y en dos saltos estaba sentada de nuevo en el sillón.

Era de nuevo el hombre.

—Hora dormir —dijo en tono jovial, mirando de reojo el plato sobre el que aún reposaba más de medio sándwich.

Estiró las sábanas del catre y la miró.

—Quiero ir al baño —le dijo Sonia.

—¿Baño? Claro. Yo acompaño. —El secuestrador la miró pícaramente.

La acompañó a través de un pasillo, con puertas cerradas a ambos lados. Sonia pensó que serían despachos de empleados de la empresa. La chica iba saltando con agilidad detrás de él, mientras el hombre la miraba para garantizar que llevaba un paso adecuado. En vista de las dificultades de la joven para seguirlo, se dio la vuelta y, sin preguntar, la cargó sobre su hombro, como si fuera un saco de patatas.

—Yo ayudo —dijo sujetándola con un brazo por las corvas de las rodillas y con el otro por el culo.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! Ya voy yo sola.

Sonia no quería que aquel tipo la tocara, pero el serbio —había decidido que era serbio, en cualquier caso balcánico— hizo oídos sordos y continuó con ella encima. Al final del pasillo había otra puerta con un cartel de «Lavabos». El tipo bajó a la chica y pasó delante, donde un estrecho distribuidor daba a otras dos puertas con dibujos pintados. En el aseo de chicas era la silueta de la cara de una niña con coletas; en el de chicos, la silueta de un bombín y un bastón.

—¿Cuál quieres?

Sonia no contestó y se dirigió al de mujeres. Al cruzar el umbral se dio la vuelta para cerrar la puerta, pero el hombre puso la mano para evitarlo.

—No —dijo el tipo sonriendo—. Hay ventana.

—No pienso hacer pis con la puerta abierta. —La indignación de ella rebosaba por los ojos.

—Yo no mira nada. La puerta un poco cerrada para intimidad.

Él mismo la entornó para evitar que se viese desde fuera.

Sonia comprobó que había una pequeña ventana encima de la taza, pero más allá del cristal solo se veía oscuridad: ni se le pasó por la cabeza intentar nada. Subió la tapa del inodoro, se escondió como pudo detrás de la puerta y se bajó los pantalones y las bragas con dificultades. Si ya le daba asco cualquier baño público, aquel donde estaba secuestrada, más aún. Se inclinó sobre la taza pero sin sentarse y sintió rabia y vergüenza cuando se escuchó el hueco sonido del chorro de orina al caer sobre la loza.

Al salir, aquel tipo la miraba con cara de imbécil sonriente, así que pasó delante de él, tratando de ignorarlo.

Ya en la oficina, Sonia se dirigió al catre y se sentó. Su secuestrador volvió a atarle las manos, en esta ocasión por delante de su cuerpo para que la chica pudiera dormir con mayor facilidad.

—¿Quieres desnudar? —preguntó el serbio con la diversión dibujada en la cara.

—No. Yo siempre me acuesto vestida —respondió con insolencia.

El hombre se acercó a su lado y se sentó muy pegado a ella.

—A lo mejor quieres que ayude a dormir.

—No. Gracias. Sé dormirme sola.

—Vamos, si yo tapo, tú mejor. —Y cogió la sábana con una mano mientras con la otra empezaba a acariciarle una pierna.

La chica se encogió en un acto reflejo.

—¡Vete! —gritó asustada.

—No pasa nada, no pasa nada. —Su mirada tenía el brillo del deseo.

Con una mano la agarró por la cinta que unía sus tobillos, para estirarle las piernas, y con la otra empezó a manosearle un pecho.

Sonia pataleó y empezó a sollozar.

—¡Vete! Vete, por favor —gritó primero, para susurrar a continuación.

—¡Deja niña! —gritó su compañera entrando súbitamente en la habitación.

El hombre le dijo algo y ella le contestó con determinación.

—Como quiera. Como quiera —dijo en español—. Dulce sueño, niña.

Volvieron a colocarle cinta adhesiva en la boca y ambos salieron de la oficina dejando el espacio a oscuras.

«Papá, ven a buscarme, por favor. Ven a buscarme. Tengo miedo…»

«Si no me vienes a buscar, me escaparé… Cuando duerman me voy a ir por la puerta que da a la escalera. Eso es. Por ahí puedo salir. Seguro que luego puedo salir a la calle y alguien me ayuda. Ese cerdo no me va a tocar más. Seguro que alguien me ayuda…»

A las cinco de la madrugada sonó el teléfono móvil de Nadia. Ella estaba sumida en un profundo sueño e integró el sonido del aparato con lo que estaba soñando.

«¿Diga? ¿Diga?», dijo en sueños, pero el móvil seguía sonando y no había forma de descolgarlo. Se agitó en la cama y de repente cayó en la cuenta de lo que estaba pasado. Alargó el brazo y cogió el aparato de la mesilla.

—¿Diga? —Más que una palabra, parecía un gruñido.

—¿Nadia Ferreras? —preguntó alguien al otro lado de la línea.

—Sí. Soy yo. ¿Quién es? —respondió aún con una voz ronca y profunda.

—Le llamo de la Dirección de Tráfico del Ayuntamiento de Madrid. Es en relación a Juan Manuel Iglesias.