Todos elegimos. Lo difícil es convivir con ello.
Hola, Nadia:
Si lees esto, es que ya he salido para un «largo viaje» y Aisha ha satisfecho mi deseo de hacerte llegar esta nota. Será lo último que haga por mí. Es una buena chica y sé que me quiere. Te puedes fiar de ella. No así del resto de gente de la peluquería; no sé de qué lado están. Bueno, el Mexicano sí. Y no es del mío. Él está con ellos. Es un hijo bastardo que tuve con Dolores…, mi dulce Lola. Una mexicanita que conocí nada más independizarme, cuando estuve en D. F. Qué pena, si solo éramos unos niños…, pero la barriga que le hice fue un asunto de adultos y el niño nació. La madre me iba mandando fotos por carta a mi dirección de Madrid, y en vista de la miseria que se respiraba allí por aquella época, me pidió que me lo llevara cuando acababa de cumplir dieciocho años. Nunca le dijimos que yo era su padre, pero estoy seguro de que lo sabe y me odia por eso. Odia haber crecido sin padre, odia no haber podido decir en la escuela «mi padre nos va a llevar a…», me odia porque no ha podido labrarse su futuro por sí mismo y siempre ha necesitado estar a mi sombra. Seguramente él ha tenido mucho que ver con lo que ha pasado.
Por si todavía no has atado cabos, yo pertenezco a la organización con la que tu novio y tú os estáis jugando la vida, y no quiero que esta nota sea solamente una carta de despedida. Quiero además que sea tu seguro de vida.
Vaya chingada el día que le mandaron por error a tu novio la clave para entrar en Zaratustra. Ese es un día que tenéis que marcar en negro en vuestro calendario.
Si estás leyendo esta nota, es porque han descubierto mi jugada para salir de esta mierda. Alguien me estaba ayudando: el capitán Rueda, de la Guardia Civil. Es un tipo seco pero parece que sabe lo que hace. Él os puede proteger.
En una hoja adjunta te relaciono las personas que trabajan para el cártel de los Zetas en España. Es una red muy discreta, así que seguro que yo solo conocí a unos cuantos, pero un buen investigador sabrá tirar del hilo para que vaya apareciendo el resto. De hecho, Javier Cerrato, un alto directivo de Telecomunica, es el tipo que más manda en Europa. En el cártel, a estos peces gordos los llaman «superhombres». Él os puede conducir a toda la trama europea.
Además de las personas involucradas, también te relaciono las operaciones más importantes, alguna de ellas se repite cada tres meses, como la entrada de cargamentos de cocaína por barco, a través de Algeciras.
También te pongo los números de cuenta de los bancos con los que trabajamos para el blanqueo de dinero. Yo era el responsable de esa parte. Ya ves… Qué sorpresa, ¿verdad? Tu Albert… Quién te lo iba a decir… Así subsistí hasta que te conocí a ti, que me llevaste de la mano hacia el éxito, pero una vez dentro de esta mierda ya no se puede salir.
Las muertes de Oriol Sempere —que se enteró de lo que hacía su jefe y le amenazó con denunciarlo a la Policía— y Ferran Moncada —que se puso muy nervioso y estuvo a punto de echar a perder las operaciones en Telecomunica— son cosa del cártel. La organización tiene sicarios que matan por echar un polvo a una puta. Lo de vuestro amigo el hacker no sabemos quién lo hizo. Aquello fue casualidad, supongo.
No esperes más. Hazle llegar una copia de la hoja que va en el sobre a Javier Cerrato. Dile que dos personas ajenas a tu novio también la tienen y que terminará en manos de la Guardia Civil si a ti o a Juanma os pasa algo. No se atreverán a tocaros un pelo. Se juegan demasiado y vosotros lo único que tenéis que hacer es cumplir vuestra parte del trato: quedaos quietos.
Yo le he ido filtrando algunos datos al capitán Rueda, pero con cuentagotas. Estaba esperando gestos de buena voluntad por su parte que me hicieran pensar que iba a ser capaz de sacarme de esto. Quizá no ha tenido suficiente tiempo…
El cártel se rige por una organización y una serie de normas internas sacadas de la libre interpretación del libro de Nietzsche Así habló Zaratustra. Leyendo con detenimiento el libro se puede desentrañar su modus operandi fácilmente.
Bueno, mi niña. Estuvo bien conocernos y estuvo bien disfrutar aquellos dos maravillosos fines de semana juntos.
Espero que pase mucho tiempo hasta que nos volvamos a ver, pero yo soy creyente y sé que algún día nos encontraremos de nuevo. Entonces te tendré preparada una recepción digna de una reina. Allá arriba se va a escandalizar hasta san Pedro.
Te quiere,
Albert
Nadia había leído la carta sin una pausa y con toda la emoción contenida. El miedo, la rabia y la pena se mezclaban en su corazón. Rompió a llorar.
«Mi pobre Albert. No sabías cómo protegerme y yo no me daba cuenta… Ya te estoy echando de menos. Tú no eras como ellos. Lo sé, te conocía bien. Solo querías vivir feliz…»
Cuando se serenó un poco, se sonó la nariz y volvió a leer la carta, ahora mascándola detenidamente para empaparse bien de todas las claves. A continuación echó un vistazo a la hoja adjunta. Le sorprendió ver esa maraña de nombres y teléfonos, los números de cuenta bancarios, las operaciones con detalles identificatorios… Y un apartado de cierre, «Operaciones Limpias», con Telecomunica a la cabeza.
La noche se planteaba entretenida y diferente para Juanma.
Se puso sus pantalones vaqueros y una camiseta blanca de cuello de pico con una corta abertura y tres botones, que llevaba metida por dentro. Se perfumó con Seven, su colonia favorita desde que la descubrió en una tienda de Loewe, y cogió el coche para irse a la zona de Huertas. Como otras veces, lo dejaría en el parking que hay debajo del museo Reina Sofía e iría andando, así el paseo de vuelta le iría espabilando por si le paraban en algún control de alcoholemia.
Aquella noche solo se juntó con Guille y Sátur. La basca andaba muy liada con temas de trabajo. «Bueno, igual que lo he estado yo», pensó. Hacía bastante tiempo que no se veían y tenía ganas de charlar con ellos, ponerse al día, escuchar buena música y olvidarse del laberinto en el que estaba metido. La mañana siguiente iba a ser muy importante para su futuro. Confiaba en que el periodista fuera un tipo atrevido y no le temblara el pulso a la hora de escribir y publicar sobre esa panda de hijos de puta. Todos…, los policías y los ladrones.
«¿Quién sabe si en unas semanas soy famoso y aparezco en todos los medios? Mis amigos se iban a quedar acojonados», pensaba mientras se dirigía andando al garito.
La buena música y las tres Voll-Damm que se metió entre pecho y espalda le soltaron la lengua.
—Vaya vida más insípida lleváis, vaya par. Uno, de funcionario en el Ayuntamiento desde hace cinco años —dijo mirando a Guille para pasar la mirada hacia Sátur—. Y otro, vendiendo ordenadores para los yanquis.
—¿Y tú, tío? ¿Es que vas de Indiana Jones o qué? —Guille se enfadó un poco.
—Hombre, de Indiana Jones no, pero te puedo garantizar que llevo una vida más movida que los dos juntos. —Los miró sonriendo como el que guarda un codiciado secreto—. Yo viajo, conozco a gente interesante y hago un poco de investigador privado… —Terminó la frase mirándose las uñas de las manos, como dándose importancia.
—¿Investigador privado? ¿De qué vas, tío? —le increpó Sátur.
—Ya os enteraréis… por la prensa… —La sonrisa de Juanma era tan grande como su ego.
Los dos amigos trataron de sonsacarle algo más de lo que se traía entre manos, pero él todavía no estaba tan borracho como para poner en riesgo la historia. Les dio unas cuantas largas cambiadas, conminándolos a leer El Mundo en las próximas semanas, hasta que ellos se aburrieron y terminaron hablando de jazz y de tías.
Las cervezas no paraban de caer y la vejiga apretaba. Juanma se levantó para ir al baño y tuvo que esperar a que uno de los camareros metiera un par de cajas con cascos de cristal en un cuartucho separado del pasillo por una cortina mugrienta. Los recuerdos vinieron a su cabeza, sintió nostalgia y suspiró.
A las tres de la madrugada, se despidió de Guille. Sátur ya se había ido hacía un rato porque tenía que madrugar al día siguiente. El otro también madrugaba, pero no le importaba dormir poco. «Ya tendré tiempo de dormir cuando esté muerto», solía decir.
—¿No te tomas la penúltima? —le ofreció su amigo con la voz pastosa.
—No. Ya está bien… —Cuatro cervezas de aquellas causaban estragos y apenas había tomado unas pocas patatas fritas y unos cacahuetes.
—Venga, tío. Para un día que nos juntamos… —le recriminó con los ojos brillantes y la mirada errática.
—Nos juntaremos más a menudo, Guille. Mañana quiero estar fresco y esta noche ya voy un poco cocido. Ahí te quedas, tío. —Y salió camino del parking.
Guille salió media hora más tarde. Había pedido una cerveza más, pero no fue capaz de acabarla. El poco sentido común que le quedaba le dijo que si quería llegar a su casa por sus propios medios, aquel era el momento de tirar la toalla. Aunque era viernes y el local aún permanecería abierto un rato, no quedaban más que cuatro monos, incluido él. En cuanto salió del local, dejó de escuchar la música de jazz a alto volumen y el sonido que llegó a sus oídos pasó a ser el propio de un ambiente urbano.
Caminaba sin prisas y tambaleándose apenas. Estaba acostumbrado a aquello y sabía que podía controlarse. «El sonido de la ciudad… —pensó—, pero, joder, son casi las cuatro de la mañana. ¿A qué viene tanto follón?» Levantó la cabeza y al fondo de la calle pudo ver luces centelleantes azules, rojas y blancas. Dos coches de la Policía Municipal y otros dos de la Nacional competían con una ambulancia y un coche de bomberos. No todos tenían las sirenas puestas, pero él, al menos, pudo distinguir dos tipos diferentes. «Nunca me entero de cuál es el sonido de cada una.» Había un montón de vecinos asomados a las ventanas. Alguno incluso había salido con pantalones cortos y una camiseta. La noche era muy calurosa.
Dirigió sus pasos hacia allí para satisfacer su curiosidad. Cuando llegó, un policía estaba conteniendo al grupo de curiosos que se empezaban a juntar. Dos policías nacionales hablaban con una señora asomada al balcón de un primer piso. Ella estaba en bata y tenía un rulo puesto en el flequillo. Un hombre de aspecto desaliñado, con pelo largo y barba abundante y canosa, gritaba:
—Han sido dos rumanos. Esos hijos de puta están todas las noches por aquí robando carteras. Yo he visto como se liaban a navajazos y han salido corriendo hacia Atocha. —El tipo, a todas luces un mendigo, iba enfundado en una gabardina dos tallas más grandes de la que necesitaba y se aferró a su carrito al ver que un policía echaba a andar hacia él con el ánimo de tomarle declaración.
Entre los coches, el centro de todas las miradas, un cuerpo yacía debajo de una sábana de aluminio brillante. Apenas se le veían los pies. Al lado, dos zapatos de tacón de un número pequeño: la víctima era una mujer, probablemente joven.
—¿Qué ha pasado…? —La voz pastosa de Guille no dejaba lugar a dudas de su estado.
La señora a la que dirigió la pregunta lo miró, hizo un gesto de asco con la cara y se apartó sin dirigirle la palabra. Sin embargo, un hombre con pantalón de deporte y una camiseta blanca incapaz de taparle por entero la barriga escuchó la pregunta y contestó por ella:
—Parece que han sido dos rumanos. Yo no los he visto hoy, pero suelen estar por aquí. Normalmente roban relojes y carteras a punta de navaja, pero si la chica se ha resistido…
Juanma llegó al aparcamiento en quince minutos. La cabeza todavía le daba vueltas, pero ya se notaba un poco más despejado. Pagó en el cajero automático y sacó el coche del parking con no pocas dificultades. «Hay que tener carné de primera para manejarse dentro de los aparcamientos de Madrid. Joder, cuánta columna y qué estrecheces.»
Salió a la calle Atocha para, una vez en la plaza, tomar Santa María de la Cabeza y así poder coger posteriormente la M-30. Apenas había tráfico. Un camión de basura hacía su recorrido Atocha arriba hacia la plaza de Jacinto Benavente. Otro camión cisterna, también del ayuntamiento, lanzaba agua a presión por la glorieta, con la estación de trenes como testigo. Aparte de ellos, unos cuantos taxis y tres o cuatro coches, incluido un Ford Mondeo negro aparcado en doble fila a la salida del parking, que había salido a su paso y se mantenía a una distancia prudencial de Juanma.
Juanma iba contento, pero no borracho. «Un poquito achispado», habría dicho él. Aquella noche en su garito preferido había rejuvenecido unos años. Hablar de música y de tías era el deporte que más le gustaba, sobre todo con un buen hidratante entre las manos. Los últimos meses habían sido muy duros. La relación con Nadia estaba estabilizada, pero él sabía que solo remontó por lo que pasó en Vigo. Él la quería mucho y también la deseaba. De hecho, después de la primera hora con sus amigos la había estado echando de menos. No hacía mucho tiempo, ella lo acompañaba a aquellas tertulias y era uno más del grupo. Allí fue donde lo hicieron por primera vez.
Aquella noche, cuando todavía no salían juntos oficialmente, sus miradas se habían cruzado en varias ocasiones. Después de la cuarta mirada, ella suspiró y se levantó para dirigirse a los lavabos, mientras el resto de amigos estaban como hipnotizados por el cuarteto que estaba tocando. Él se levantó al segundo, y cuando Nadia miró de reojo y se dio cuenta de que iba tras ella, aminoró el paso hasta que él llegó por la espalda y la cogió por la cintura. Sobraron las palabras. Ella se dio la vuelta y sus bocas se juntaron en un violento beso. Como si estuvieran de acuerdo, se metieron detrás de una cortina que estaba junto al lavabo de chicas, y que era una especie de trasterillo donde los camareros guardaban cajas con los cascos de las botellas reutilizables. Aunque parece que todos estaban enganchados a la pieza que tocaban en aquel momento, alguien podía llegar de repente y sorprenderlos, pero el efecto de las primeras cervezas y la pasión contenida de las últimas semanas eliminaba la prudencia. Los brazos de uno y de otro buscaban, palpaban; sus bocas parecían estar soldadas. Nadia desabrochó el cinturón de Juanma, le bajó el vaquero hasta la cadera y extrajo, no sin dificultad, su miembro duro como el pan de la posguerra. Él correspondió levantándole la falda hasta la cintura y metiendo la mano por uno de los lados de sus bragas. Sintió su humedad y eso lo hizo ponerse más cachondo. Agachó su cuerpo, la agarró por la cintura y la montó a horcajadas, con la espalda de ella contra la pared para mantener el equilibrio. Sus respectivos sexos supieron encontrarse enseguida. Los movimientos y los gritos iban al son de la música. Cuanto más subía el volumen de la composición, mayor eran también sus gemidos. Como sincronizados con los músicos, ambos explotaron con espasmos al alcanzar el clímax, al tiempo que arrancaban los primeros aplausos. Sin decir nada, y sin verse apenas —sumidos en la más completa oscuridad del cuartillo, con la cortina echada—, se arreglaron las ropas y volvieron a su sitio, uno al lado del otro. Parece que nadie se había dado cuenta. Bueno, nadie no… Guille lo miró y le sonrió con complicidad.
Aquellos recuerdos estaban provocando un hormigueo en su entrepierna y no se había dado cuenta de que llevaba mucha más velocidad de la permitida en los túneles de la M-30.
Estaba pensando en comerse a besos a Nadia en cuanto llegara a casa. Ella no se negaría. Habían pasado varias semanas sin jugar en la cama y alguna vez su chica le había comentado que aquellas violaciones consentidas la ponían a tope.
Pisó un poco el freno para no pasarse, por si había por allí una cámara de radar y la salida le costaba más de lo que le gustaría. El coche no respondió. Pisó de nuevo a fondo, con más fuerza, pero el coche no reaccionaba. ¿Estaba pisando el embrague? La adrenalina le puso alerta. Miró hacia abajo y volvió a pisar con fuerza —«El freno, sí, es el freno»—, y siguió sin pasar nada. Había levantado el pie del acelerador, y aun así parecía que el coche cada vez iba más rápido. Dio un volantazo para sobrepasar a otro coche que tocó el claxon asustado. Se acercaban curvas y parecía que los túneles de la M-30 cada vez eran más estrechos. Pisaba el freno una y otra vez, aterrado, mientras probaba a reducir de golpe las marchas, con los ojos totalmente abiertos y clavados en el asfalto, y los dedos aferrando el volante.
Los pensamientos volaban sin llegar a formar palabras. Una sensación onírica lo envolvía todo. Quizá si aguantaba un rato, al estrellarse despertaría sudoroso en la cama.
El coche se salió en una curva a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Fue a estrellarse contra uno de los pivotes de cemento que sostenían la estructura del túnel. El primer impacto fue con el lateral derecho del vehículo, después de haber dejado un reguero de humo y un ruido chirriante, por la fricción de las gomas de las ruedas, incapaces de soportar la fuerza centrífuga que traía el coche. En el rebote, dio dos giros completos, sin llegar a volcar, para terminar golpeándose violentamente contra el muro opuesto.
Se hizo el silencio…
Unos segundos más tarde el Ford Mondeo pasaba a su lado aminorando la velocidad, pero sin llegar a parar. En cuanto superó el coche siniestrado, aceleró y se perdió de vista.
En la plaza de aparcamiento que había dejado su coche, un pequeño charco de líquido brillaba a la luz de los fluorescentes.