CAPÍTULO 58

Hoy soy el resultado de mis acciones del pasado.

Mañana seré el resultado de lo que empiece

a hacer desde hoy.

El segundo de Rueda llevaba tres investigaciones a un tiempo con respecto al mismo tema. Una era la investigación oficial sobre los Zetas, sus acciones delictivas en España y su posible vinculación con Telecomunica: de esta informaba al capitán, aunque avanzaba muy lentamente, tal y como se había propuesto. Otra era la que llevaba por su cuenta y en secreto —al menos hasta que tuviera más datos—: en ella estaba tocando ciertos temas en profundidad y había descubierto incluso posibles actos de cohecho con miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Y finalmente había iniciado una tímida y discreta investigación sobre su jefe, porque de un tiempo a esta parte el capitán Rueda hacía cosas verdaderamente extrañas: le daba órdenes y contraórdenes en relación a aquella investigación, y parecía que todo quedara parado en la mesa de su despacho. No consentía que se hicieran consultas a otros compañeros que pudieran disponer de información útil para el caso. Además, desde un principio pidió al sargento que tomara notas de cómo estaba evolucionando aquello, pero que no se le ocurriera hacer ningún informe oficial hasta que todo estuviera terminado y consiguieran la autorización del coronel para presentárselo al juez.

Había averiguado que Rueda comenzó como guardia civil en el Colegio de Guardias Jóvenes Duque de Ahumada, en Valdemoro. Al parecer, su familia tenía vínculos con la Benemérita que se remontaban a varias generaciones. Aunque según todos los informes era un tipo listo y que se dejaba ver, no estaba muy por la labor de probar fortuna en la Academia de suboficiales, con lo que sus ascensos fueron lentos y con la mínima dedicación a los libros. Muchos compañeros le llamaban «el Chusquero», precisamente por la forma en la que había conseguido llegar a ser oficial, escalón a escalón y de manera muy lenta.

Desde su ascenso a cabo, fue destinado al SECED, el Servicio de Documentación Central —el servicio de inteligencia del franquismo, hasta que la Transición y el inicio de la democracia lo reemplazaron por el CNI, el Centro Nacional de Inteligencia—. Durante ese tiempo, Rueda estuvo metido en muchos asuntos turbios, esos procesos inconfesables que han alimentado muchos países, aparentemente limpios y democráticos.

Según las informaciones que había recopilado Álvarez gracias a un sargento compañero de promoción de la Academia de suboficiales, destinado en la actualidad en el archivo de documentación del CNI, el entonces sargento Rueda se había señalado torpemente con la Falange y con el círculo de Blas Piñar y Fuerza Nueva, hasta el punto de que había sido sorprendido haciendo labores de difusión de estos partidos en las dos primeras convocatorias de elecciones democráticas. En el segundo Gobierno socialista, alguien con poder lo señaló y fue destituido de su cargo, para recalar en el mayor aparcamiento de oficiales y suboficiales de la Guardia Civil: la Dirección General de Guzmán el Bueno.

El resto de la historia discurría en paralelo con la suya propia y podía estar, al menos desde el punto de vista profesional, al corriente. No sabía mucho de él a nivel personal, más allá de que era un fanático del buceo con botella, y que aprovechaba las vacaciones para recorrer diferentes puntos del Caribe realizando inmersiones y disfrutando de su deporte favorito.

En los últimos días, el sargento Álvarez había estado muy centrado en la investigación que llevaba por su cuenta.

Carlos Arnedo estaba siendo de poca ayuda. El sargento entendía que quisiera preservar su transacción privada con los Zetas, si este había sido el caso. Aun así, durante la segunda reunión que mantuvo con él, tan solo mostró su disposición a colaborar por ser amable. No creía que de verdad quisiera cooperar. De hecho, ahora pensaba que el directivo de Telecomunica sacó más información de aquel encuentro que él mismo.

Sin embargo, estaba teniendo más éxito con la línea de investigación que partía del supuesto accidente en el que había muerto Ferran Moncada.

Después de las confidencias que le había hecho Núria Moncada, se dedicó a investigar la procedencia de sus ingresos, para lo cual finalmente el juez había accedido a darle autorización, y también al contacto policial en quien, según la declaración de la hija, su padre había confiado.

Con respecto a los movimientos bancarios, había averiguado que los ingresos procedían de una cuenta que el propio Moncada tenía en un paraíso fiscal, la Isla de Man, una minúscula isla situada en el mar de Irlanda y con unas extraordinarias condiciones tributarias, bajo la protección de la Corona británica. Le costó que el banco le proporcionara el nombre del titular partiendo del único dato del que él disponía: el número de cuenta. Necesitó una orden de Bruselas para conseguirlo, y al final aquello solo lo llevó de vuelta a donde ya estaba: Ferran Moncada. Por suerte, el siguiente paso fue más productivo y más fácil de dar. A la cuenta de Man llegaba el dinero de una cuenta de una sucursal española del HSBC. El titular de esa cuenta era una sociedad de nombre «Filósofo Z», y dos personas estaban autorizadas a sacar dinero, siempre y cuando fuera mancomunadamente: Javier Cerrato y Amulfo Gálvez. Del segundo nombre no había conseguido información en las bases de datos de las Fuerzas de Seguridad españolas, sin embargo, en consulta posterior con las de Interpol averiguó que era un tipo bien conocido en México y Guatemala como «el Indio». El primero era un alto directivo de Telecomunica, como no le costó averiguar.

—Bingo —dijo en voz alta.

Con respecto a los posibles policías involucrados en la trama, no tuvo más remedio que acudir a Barcelona para interrogar a la viuda de Moncada.

—¿Y dice usted que al parecer mi marido estaba involucrado en un asunto turbio dentro de su empresa y que se quería salir? —repitió la viuda casi palabra por palabra la pregunta del sargento.

—Sí. Así es. —Guardó después silencio para ver cómo reaccionaba.

—No puede ser. Mi Ferran era un ejemplo de honestidad y profesionalidad —contestó la viuda levantando la barbilla en señal de indignación.

—Lo sabemos por su hija. —Aquello fue un golpe paralizante.

—¿Núria? ¿Y qué sabía la Núria de los negocios de su padre? —Con la indignación marcaba aún más el deje catalán.

—Yo no lo sé, señora Moncada. No sé qué relación había entre ellos, pero quizá le contó a ella algunas cosas que no le contó a usted para no preocuparla. Tengo que decirle que estamos barajando la posibilidad de que su marido no muriera debido a un atropello fortuito. Creemos que fue asesinado por los asuntos turbios de los que le hablaba.

Roser quedó un rato en silencio. Era una mujer todavía atractiva y, con casi cincuenta años, mantenía una buena figura, lucía un pelo largo negro muy cuidado y vestía con mucha clase. La piel estirada de su cara, una nariz afilada y recta y la barbilla permanentemente levantada le daban el aspecto de alguien acostumbrado a moverse en la alta sociedad. De pronto rompió a llorar y el sargento le alargó unos pañuelos de papel que solía llevar en el bolsillo de atrás de su pantalón.

—Probablemente pueda ayudarnos a encontrar a sus asesinos —dijo el guardia cuando la vio un poco más calmada.

—¿Cómo? No sabía nada de él fuera de casa —dijo con un poco de rabia—. Jamás me hablaba de su trabajo, y muchas de las veces que salía de viaje ni siquiera me decía adónde iba.

—Su marido le dijo a su hija que había puesto el tema en el que estaba metido en manos de la Policía, pero estamos investigando y no encontramos a nadie que, al menos de forma oficial, estuviera a cargo de ese asunto.

—Que yo sepa —y se sonó la nariz—, perdón… Que yo sepa el único policía que conocía era un vecino nuestro de una casa que tenemos en la Cerdaña.

—¿Dónde? —Álvarez sacó un pequeño cuadernillo y un bolígrafo.

—En Bor. Pasamos…, bueno, pasábamos temporadas allí para esquiar en La Molina y en La Masella. A nuestros hijos les encantaba y a nosotros también. —Una sonrisa afloró a sus labios recordando los buenos momentos en familia.

—No se acordará del nombre del policía.

—Claro. Es muy amigo nuestro. Se llama Miguel Gavaldá.

El sargento salió al rato de la residencia de los Moncada, en el paseo de Gracia de la Ciudad Condal. Estaba satisfecho. El viaje había merecido la pena porque le abría otras líneas de investigación. Él sabía que había posibilidades si se desplazaba a Barcelona: este tipo de cosas no se cuentan por teléfono a un desconocido por mucho que se presente como un miembro de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Tomó un taxi y se dirigió a coger el AVE de vuelta.

—¡Mi capitán!, ¿da usted su permiso?

—Adelante, cabo. Pase —respondió el capitán Rueda.

El cabo hizo sonar los talones de sus zapatos al ponerse firmes, nada más cruzar el umbral de la puerta del despacho de su superior.

—Con su permiso, mi capitán…

—Descanse, cabo, descanse. Déjese de tanto protocolo cuando estemos en privado —dijo manteniendo su vista fija en unos papeles que tenía en la mano—. Siéntese, por favor.

El cabo se sentó pero sin perder la rigidez de su cuerpo.

—Mi capitán —carraspeó—, el informático que me mandó seguir…, el que salió del restaurante cuando estábamos esperando a la puerta el otro día —comentó para cerciorarse de que su oficial sabía a quién se refería—, ha estado en las oficinas del diario El Mundo.

El capitán levantó la cabeza por primera vez desde que el cabo cruzó la puerta.

—Ah, ¿sí? —dijo como restándole importancia—. ¿Y sabes para qué? —El capitán se temía la respuesta.

—Ha pedido hablar con un periodista de investigación y han intentado ponerle en contacto con él, pero el tipo no estaba en su despacho.

—¿Tienes el nombre del periodista?

—Sí, mi capitán. Adrián Ortiz. —El cabo sonrió orgulloso.

—Vaya, vaya… Conque el informático quiere entorpecer la investigación de la autoridad. Tendremos que hacer algo.

—¿Qué quiere que haga, mi capitán?

—Sigue la vigilancia del informático, pero no hagas nada. Ponme al corriente de inmediato si llegaran a verse —ordenó con autoridad militar.

El cabo se levantó de la silla, se puso firme y volvió a taconear.

—A sus órdenes, mi capitán. —Y salió con paso marcial, cerrando la puerta tras de sí.

—Mierda de superhombre. No se entera de nada —murmuró en voz baja el capitán. Sacó su teléfono móvil y le cambió la tarjeta SIM antes de realizar una llamada.

Sonia acababa de dejar a dos de sus amigas en el parque de Berlín, el sitio que solían elegir para hablar de sus cosas. Ella se había criado en la casa en la que ahora seguía viviendo su padre, y allí era donde tenía a sus amigas de toda la vida.

Ese día llevaba un pantalón corto de espuma ceñido azul y una camiseta con cuello de pico a rayas azules y blancas, a juego con el pantalón. Físicamente se parecía a su madre: cara alargada con una boca y una nariz pequeñas, donde resaltaban unos ojos grandes de color caramelo.

No sabía si su padre estaría en casa. Suponía que sí, porque con el verano a las puertas tenía menos trabajo. Al cruzar el semáforo de Concha Espina, una mujer rubia se colocó a su lado. Parecía extranjera. Ambas caminaron en paralelo por el paso de peatones, cuando se puso el muñeco verde. Enfrente, aparcada al lado del paso de cebra y a la altura del portal de su casa, había una furgoneta Ford Vito, donde un hombre parecía estar descargando algo. Al acercarse ella al final del paso, él levantó la cabeza y la miró.

—Tú eres la hija de Jaime Solva, ¿verdad? —dijo el tipo con acento extranjero.

Sonia se paró en seco. Le había sorprendido que ese tipo supiera quién era, pero tan solo le pareció un repartidor.

—Sí. ¿Por…? —respondió inocentemente.

—Llévale esto a tu padre, por favor. Así me ahorras tener que subir —dijo mirando al interior de la furgoneta, como si estuviera buscando algo.

—Vale. —Y se dirigió al vehículo—. ¿El qué?

—Esto —le enseñó un pequeño paquete.

Cuando Sonia fue a cogerlo, el tipo lo soltó y la agarró por las muñecas. Ella pegó un grito de sorpresa y empezó a forcejear, pero alguien la sujetó con fuerza por detrás y le puso un pañuelo sobre la nariz y la boca.

—Dulces sueños —oyó decir.