La belleza de la vida radica en el campo de infinitas
posibilidades que nos proporciona.
Lo que empezó como una justificación para seguir las instrucciones de Gavaldá cada vez ganaba más forma: Juanma estaba planteándose en serio la posibilidad de contactar con un periodista de investigación. Nadia no estaba de acuerdo. Creía que lo mejor era seguir con lo que habían hecho los últimos meses, donde su vida parecía volver a la normalidad, y si le preguntaba el inspector, decir que no sabía nada y que los Zetas no se habían puesto en contacto con él. «Eso es como aplicar la solución del avestruz. Meter la cabeza en un agujero, cerrar los ojos y pensar que nadie me ve —había contestado a su chica—. Nos guste o no, estamos metidos hasta las cejas.»
Ya no quería esperar más. Tampoco había querido volver a llamar a Carlos. «Ese tipo pasa de mí. No quiere problemas, y yo no voy a estar persiguiéndolo.» Estaba harto de sentirse como la presa.
En manos de un buen periodista, toda la información que él tenía iba a convertirse en un estruendo mediático. Contaba con todos los ingredientes necesarios y, una vez destapado el tema, se dijo que aquello sería su salvaguardia.
El diario El Mundo siempre se había caracterizado por sacar a la luz escándalos de este calibre, así que decidió dirigirse directamente a su sede central, mejor hablarlo en persona. Aunque se había hecho con una tarjeta prepago, ya no se fiaba de nada ni de nadie. Prefirió ir en transporte público para evitar los problemas de aparcamiento —en esa zona hasta agosto no sería fácil encontrar sitio—. Miró el mapa del metro: la estación de Prosperidad lo dejaba a pocos metros del diario.
Al llegar a las oficinas pasó el control de seguridad y le dijo a la recepcionista que necesitaba hablar con un periodista de investigación. Había extraído algunos nombres de artículos publicados en internet, pero no tenía predilección por ninguno. Al fin y al cabo no los conocía.
La joven cruzó la mirada con una compañera que estaba manejando el fax.
—¿Puede decirme para qué? Lo necesito para saber a quién llamar.
—Preferiría darle el motivo directamente a él —contestó un tanto apurado—. Es un tema delicado.
—Ya, lo comprendo, pero le pasaré con uno u otro dependiendo el tema: ¿hablamos del departamento de política, de empresa, de economía, de internacional…? —dijo haciendo uso de toda su paciencia.
«¿Y no tendrán uno especializado en todo eso a la vez?», se dijo.
Un chico joven acababa de llegar a su lado y esperaba que lo atendieran.
—Pues alguien especializado en fraudes y crimen organizado, si puede ser… —pidió finalmente para desbloquear la situación.
—¿Qué quería? —preguntó la compañera de la recepcionista al joven que esperaba.
—¿Me pueden dar las tarifas de los anuncios por palabras? —preguntó con timidez.
Juanma lo observó mientras la recepcionista miraba en la pantalla del ordenador. No tendría más de veinticinco años, delgado y con una cara en la que destacaba unos ojos oscuros muy saltones.
—Para eso tiene que dirigirse a la sección de anuncios por palabras. Nosotras no tenemos las tarifas aquí.
—¿Se pueden preguntar por teléfono? Es que ahora voy con un poco de prisa. Tan solo pasaba por aquí…
—Cómo no —respondió la chica.
Cogió una tarjeta del diario, miró en un listín que tenía encima de la mesa y anotó un número de teléfono.
—Aquí tiene —le dijo al joven—. Este es el número directo. Ahí le dirán lo que cuesta poner anuncios y cómo hacerlo…
—Ortiz, Adrián Ortiz, es con quien le voy a poner —dijo la recepcionista sin mirar a Juanma.
El joven que estaba al lado dio las gracias a la señorita y se dispuso a salir. Frente al informático, la recepcionista movía las manos bajo el mostrador —«Marcando extensiones de teléfono», pensó Juanma— mientras esperaba, con los auriculares y el pinganillo colgados, a que alguien contestara.
—Pues lo siento —comentó—. Parece que ahora no está. Si usted quiere, le puedo dejar recado para que lo llame.
—No se preocupe. Prefiero llamarlo yo. Si me puede apuntar sus datos…
Juanma salió del periódico satisfecho. Ya había dado el paso. Tenía un nombre y un teléfono. El tal Adrián aún no lo sabía, pero iba a ser su salvoconducto y el de Nadia. Repasó mentalmente toda la información que tenía y cómo la podría ordenar antes de entregársela al periodista. Estaba decidido a contarle todo, incluso el episodio de Vigo y las presiones que estaba recibiendo del inspector de policía. Decidió hacer tiempo dirigiéndose en metro hasta el centro, para dar una vuelta por la FNAC. Hacía mucho que no paseaba por sus plantas y era un sitio donde se le pasaban las horas muertas sin darse cuenta. La zona de Callao era un hervidero, una avalancha de gente vestida con ropa veraniega —casi todos turistas con pantalón corto, chanclas de dedo, pelo rubio y ambas manos ocupadas: una con un helado y la otra con una cámara de fotos—, bajo un sol de justicia. Ya empezaba a hacer mucho calor en Madrid y tan solo estaba entrando el verano.
Se le pasaron las horas volando entre libros de ciencia ficción —su tema preferido— y cedés de jazz, y al salir decidió tomar algo en una cafetería, antes de llamar al periódico. El bullicio de la gente y la zona centro le recordaron que hacía bastante que no quedaba con sus colegas en el bareto de jazz de la zona de Huertas, donde acostumbraban a juntarse varios días a la semana. Su amigo Guille le había dicho que últimamente había caído por allí algún grupo que tocaba skajazz, la mezcla de ska y jazz, y que era alucinante. Hoy estaba de buen humor y se propuso quedar con ellos. Luego llamaría.
A las cuatro marcó el teléfono del periodista utilizando una tarjeta prepago. Desde lo de Gavaldá, solo usaba su número de siempre para llamadas profesionales intrascendentes.
—Adrián Ortiz —respondió con energía una voz al otro lado de la línea.
—Señor Ortiz, soy Juan Manuel Iglesias. He estado esta mañana en el periódico para ver si podía hablar con usted.
—¿Conmigo…? —contestó extrañado el tipo.
—Sí, verá. Me han dado su nombre en recepción cuando he pedido hablar con un periodista de investigación para pasarle algo que puede ser un escándalo. —De eso Juanma estaba seguro, pero quería ser prudente y hablar con humildad.
—Pues dígame —dijo sin transmitir interés.
Juanma quedó en silencio unos segundos sin saber qué responder.
Ignoraba que el periodista estaba cansado de los tipos que querían hacerse famosos contando cualquier chascarrillo que habían oído por ahí. El noventa por ciento de las veces era una pérdida de tiempo escucharlos, pero no se podía negar, ya que estaba en juego la imagen del periódico y excepcionalmente le contaban algo interesante. Por lo general, después de oír lo que tenían que decirle, les daba largas o mencionaba posibles embrollos legales sin atreverse a decirles la verdad: que aquello no era noticia y que no le interesaba a nadie. Esa respuesta le funcionaba bien y la gente desistía sin poner demasiadas pegas, agradeciéndole de que lo previniera al respecto. Todavía recordaba el día que le llamó un enfermero de Puerta de Hierro para decirle que el hijo de una actriz española, de moda en aquel momento por haber rodado en Hollywood, había nacido con fórceps. «¿Y eso a quién le importa, más que a la pobre madre a la que todavía le dolería la entrepierna?», pensó en aquel momento. Y el tipo empeñado en que hiciera un artículo donde apareciera su nombre como fuente de la noticia…
—Es un tema muy delicado —contestó Carlos finalmente—. Prefiero hablarlo en persona.
En el silencio que siguió a sus palabras, casi pudo oír como el reportero pensaba: «Todos dicen lo mismo».
—Lo imagino —respondió Ortiz—, pero en este momento tengo varios asuntos importantes encima de la mesa, y necesito saber qué es para asignarle una prioridad.
—Bien, solo puedo decirle que tiene que ver con un cártel de la droga, que tiene ramificaciones en una empresa española bien conocida, y que ha habido asesinatos de por medio —soltó Juanma, a sabiendas de que eso bastaría para despertar su interés y que cambiaran sus prioridades.
—Suena bien —se le escapó al periodista—. ¿Y usted qué tiene que ver con todo esto? —preguntó ahora con creciente interés.
—Estoy un poco en medio de todo. —«Me alegro de que me haga esa pregunta», pensó—. Soy quien ha descubierto el fraude, quien lo está investigando, amigo de uno de los asesinados y amenazado de muerte.
—Guau… —Silbó el periodista—. Podemos vernos mañana por la mañana. Esta tarde tengo un asunto importante que no puede esperar —contestó acordándose de la cita que tenía en el dentista y que tanto le había costado conseguir. El día siguiente era sábado, pero la historia le sonaba cada vez mejor y no quería desperdiciar la oportunidad de un buen reportaje—. ¿Quiere venir por aquí, por el periódico, o prefiere que nos veamos en otro sitio?
—No sé —dijo Juanma—. ¿Otro sitio mejor?
—De acuerdo. ¿A las diez en la cafetería Riofrío de la plaza de Colón? Nos vemos en una de las mesas de las esquinas del salón interior. Estaremos más tranquilos.
Juanma colgó satisfecho y llamó desde su móvil a Nadia. Sabía que tenía un día muy diferente al de su novio, hasta arriba de reuniones para cerrar temas previos al verano. Siempre le decía que en su empresa cuando se acercaban las vacaciones de verano o Navidad parecía como si se acabara el mundo.
—Vaya morro tienes, hijo —le soltó con ironía cuando este le contó dónde estaba—. ¿No trabajas hoy?
—No. Tenía un día bastante tranquilo y he llamado a la oficina para decirles que iba a aprovechar para hacer algunas cosas. Por cierto, voy a darle un toque a Guille y los demás para ver si nos vemos luego en el Jazz Bar de Huertas.
Tenía muy presente hablar tan solo de cosas intrascendentes, por si alguien escuchaba. Aun así, se preguntó si la llamada que el inspector le había obligado a hacer había surtido algún efecto. Ya habían pasado unos días y no parecía haber movimientos.
—Lo que significa…
—Lo que significa que me voy ahora para casa a darme una ducha y relajarme un rato, y luego me cambio y me piro a tomarme unas birras con los colegas, mientras escuchamos buena música —dijo de muy buen humor.
—Pues que disfrutes. Haces bien. Aprovecha tú que puedes. Yo de todas formas no sé a qué hora voy a llegar a casa —dijo suspirando—. Tengo ya unas ganas de estar tirada encima de la arena de la playa que ni te lo imaginas.
—Ya nos queda poco. Por cierto, y ya que lo sacas, he pillado un chalecito en Las Negras para la segunda quincena de julio.
—¿Una casa? ¿No ibas a mirar apartamentos como otros años?
—Los he mirado, pero se han subido a la parra con los precios. Así que, mirando, mirando…, por muy poco más he cogido una casita pequeña con piscina en la zona de Los Cortijos. ¿Te acuerdas de dónde estaban?
—Creo que sí. ¿No es allí donde tiene la casa Jesús, el pintor?
—¿Jesús?
—Sí, Juanma, céntrate —le dijo cariñosamente a su novio—. ¿Te acuerdas de que el año pasado estábamos tomando una copa por la noche en El Cerro Negro y conocimos a una pareja muy peculiar y él era pintor?
—Ah, sí, es verdad. Buen colocón pillamos —dijo riendo—. Luego nos invitó un día a su casa. Celebraba una fiesta con unos amigos.
—¿En esa misma urbanización? —preguntó impaciente.
—Es por allí. Un poco más arriba. Ya me han confirmado la reserva por mail esta mañana.
Sabía que le daba una alegría a Nadia al decirle aquello. «Ya está aquí…», pensó.
—Oye, pues genial. Lo disfrutaremos a tope. Está siendo un año difícil.
—Eso digo yo —respondió el chico—. Venga, te dejo. Que te sea leve.
—Un beso. Luego te veo.
No podía saber que esa iba a ser la última vez que hablaba con Nadia.