CAPÍTULO 56

Los juicios hablan del pasado,

se emiten en el presente e impactan en nuestro futuro.

El entierro de Albert tuvo lugar dos días después de su muerte para dar tiempo a algunos familiares y amigos a venir desde Colombia.

La noticia había conmocionado a los círculos de la «gente guapa» y muchos de ellos desfilaron por el tanatorio del cementerio de La Paz de Tres Cantos, donde iba a ser enterrado. Estaba también presente algún medio nacional, pero sobre todo la prensa amarilla. La mayoría de los entrevistados declaraba con enormes gafas negras de sol caladas hasta las cejas para esconder las ojeras fruto del llanto o, algunos, precisamente para simularlo. Cada vez que llegaba un coche, al menos cinco cámaras y más de veinte micrófonos se acercaban para comprobar si quien salía era alguien que mereciera la pena para sus programas.

Las declaraciones parecían seguir un patrón pactado, al compararlas apenas cambiaban unas cuantas preposiciones. Todos hablaban del tipo tan extraordinario que era y lo ocurrente y alegre que siempre se mostraba, del toque innovador y profesional que tenían todos sus trabajos y de lo buen amigo que era de sus amigos. Ninguno quería opinar de lo que pensaban sobre las extrañas circunstancias de su muerte y no daban crédito a la versión del suicidio, aun cuando la declaración de la Policía no invitaba a seguir otra línea: «Aunque no se descartan otras opciones, todo apunta a que el señor Fiestas sufrió ayer una sobredosis de barbitúricos», decían. No iban más allá por cubrirse las espaldas, pero a micrófono cerrado sobrevolaba la idea de «sobredosis intencionada».

El cadáver estaba expuesto detrás de una cristalera. Albert parecía dormido, salvo por el color blanquecino de su cara y la postura forzada de sus manos. Lo habían vestido con traje de corte italiano, a rayas azules y grises, y una camisa blanca con florituras estilo Ralph Lauren. El féretro, hecho de madera noble oscura, estaba rodeado por infinidad de coronas, cada una de ellas con una cinta de tela que hacía referencia a su remitente. Dentro del espacio que daba a la cristalera donde se exponía el cadáver se hallaban los más allegados. Sobre todo —bastaba con oírlos hablar— colombianos, pero también se unieron a ellos varios empleados y colaboradores de la red de peluquerías. A esas alturas los ánimos estaban más calmados y, aunque se podía leer la tristeza en las caras, solo lloraban algunas chicas cuando se acercaban a dar el último adiós desde el cristal.

A las doce en punto de la mañana, pidieron a la gente que saliera porque se llevaban el féretro en cortejo hacia la tumba para ser enterrado.

Una parte del cementerio recordaba los camposantos que a veces se ven en las películas de Hollywood: una gran extensión de terreno sembrado con un césped muy verde y cuidado. Casi un campo de golf, visto en la lejanía. Las tumbas se hallaban muy separadas unas de otras, y el lugar donde iba a ser enterrado Albert estaba preparado para recibirlo. La zanja abierta, una carpa blanca bajo la que se iba a celebrar un responso religioso y la gente, que ya había sido informada del sitio e iba ocupando sus posiciones, para ver y ser vistos.

Ese día la temperatura era alta. En aquel momento los termómetros ya marcaban treinta y dos grados, así que buena parte de las damas habían tenido la precaución de llevarse un abanico. La mayoría de los hombres aguantaban estoicamente, embutidos en modernos trajes de verano, todos ellos negros o de tonalidades muy oscuras.

—Todavía no me lo creo. De repente, sin avisar a nadie… —le dijo Nadia, vestida con falda negra y un polo gris marengo, a Jaime, a quien llevaba agarrado del brazo.

—Es verdaderamente increíble. Con toda la historia que estamos viviendo, si no fuera porque no hay duda de que Albert estaba al margen de esto, pensaría que todo está relacionado —dijo con la mirada baja mientras se dirigían adonde se estaba congregando el grueso de la gente.

—Igual sí —dijo crípticamente la chica.

—¿Cómo que «igual sí»? ¿Qué quieres decir?

—Antes de que pasara lo de Vigo, Albert me llamó y me dijo que me notaba triste y que quería hablar conmigo a toda costa, así que quedamos y no paró hasta que me sonsacó todo el laberinto en el que estaba metido Juanma. Y luego, como si estuviera esperando a que yo se lo contara, me dio instrucciones precisas para olvidarme del tema. Incluso me previno de la posibilidad de que tuviéramos pinchados los teléfonos.

Jaime escuchaba con atención mientras ella miraba a todas partes tratando de identificar las caras que le resultaban familiares.

—No sé, Jaime. No lo había pensado hasta ahora, pero me parece todo tan extraño…

Mientras tanto, habían alcanzado el lugar donde iba a tener lugar el responso. El féretro llegó a hombros de alguno de los colombianos que habían aterrizado en Madrid aquella misma mañana. Detrás, un pequeño grupo encabezado por una anciana de unos ochenta años, con velo y toda vestida de negro, que iba cogida del brazo de una mujer que rondaría los cincuenta. Nadia pensó que debían de ser la madre y la hermana. Vio también a Aisha: andaba muy cerca del círculo familiar y, a juzgar por su cara, no había parado de llorar en los dos días. Al llegar el cortejo dejaron el féretro al lado de la zanja y un sacerdote se dispuso a celebrar el acto religioso bajo la carpa.

Aisha se desmarcó del cortejo nada más llegar y, antes de que el sacerdote comenzara, se dirigió hacia ellos a paso ligero.

—Lo siento, Aisha —dijo Nadia dándole un abrazo a la chica—. Sé que le querías mucho.

—Yo también lo siento. Supongo que también está siendo duro para ti. —Luego, sin esperar su respuesta, añadió—: No te vayas cuando termine el acto. Quiero darte algo. —Y se marchó de regreso hacia la zona donde estaban sus compañeros.

Un poco alejado del gran grupo vio también al Mexicano. A Nadia no le gustaba nada aquel tipo aunque no sabía por qué. Cuando Albert los presentó, adoptó la típica pose de conquistador, midiendo sus palabras y poniendo sonrisa de adulador. Además, aún recordaba la seriedad con que la había mirado el día que lo descubrió en la calle Velázquez, al salir ella de la cafetería Mallorca. Sus miradas se cruzaron, pero ninguno hizo nada. Y, por algún motivo, esa frialdad le resultó más propia de él que todas las sonrisas previas.

Al finalizar el responso religioso llegó lo más duro del acto. La bajada del féretro a la tumba. Los primeros puñados de tierra. Se encargaron la madre y la hermana, que, al enterarse de la muerte de Albert, no consintieron en que el cadáver fuera incinerado: quisieron respetar la tradición familiar de enterrar a sus muertos, aunque fuera a miles de kilómetros de casa. El enterrador preguntó a la madre si quería que echara alguna de las coronas de flores que habían colocado alrededor del féretro. Ella dijo que sí y eligió algunas, en apariencia al azar: una de la familia, otra que Nadia no llegó a ver y una tercera grande y blanca con un mensaje típico —«Siempre con nosotros - J. C.»—, que perdió de vista en un par de segundos. Cuando empezaron a echar tierra con las palas, los llantos y sollozos se desataron. Nadia también lloraba y al mirar de reojo a Jaime vio como los ojos se le empañaban y sorbía por la nariz. El coach la abrazó con ternura, con la intención de aligerar su pena, y ella se acurrucó entre sus brazos. Su calidez la reconfortaba.

Cuando se separó de él, dirigió la mirada hacia los asistentes y casi fortuitamente sus ojos se posaron en la figura del Mexicano. Estaba rígido, con las piernas bien estiradas y abiertas como en posición militar, mientras mantenía los brazos cruzados y una mirada dura, que apenas transmitía nada. Si acaso determinación, pero no pena.

La gente se empezó a dispersar una vez que los enterradores hubieron colocado la lápida sobre la tumba, y fue el momento en el que Aisha volvió a acercarse a Nadia. Ya con ella, Jaime le dijo que la esperaba en el coche.

La marroquí sacó de su bolso un sobre cerrado color salmón, en el que solo ponía con grandes letras: «Nadia».

—Hace un par de semanas Albert me dijo que te entregara esto en cuanto él saliera de viaje —comentó la chica enarcando un tanto las cejas y haciendo un mohín con la boca—. A mí me sonó raro. De hecho, ni siquiera sabía que estaba planificando un viaje, aunque pensé que quizá pensaba ir a ver a su familia a Colombia. Le pregunté por qué no te lo daba él, que te veía más a menudo, y él me contestó que era cierto, pero que quería que llegara cuando él ya hubiera salido. —Nadia la miraba y la escuchaba atentamente, sin decir nada—. Él me dijo que al principio de conoceros habíais pasado un par de fines de semana juntos… —Y calló al ver que la chica ponía cara de sorpresa.

—Sí —reconoció al fin—. Pensé que era un secreto entre él y yo. Ya veo que estabais muy unidos…

—Bueno —contestó Aisha—, era una relación muy especial. Es verdad que nos acostábamos de vez en cuando, pero él necesitaba su independencia y yo lo respetaba.

—A mí me pasó un poco lo mismo —comentó Nadia con ánimo de sincerarse a la chica.

Llevaba unos meses viviendo con Juanma cuando Albert me tiró los tejos. Al principio lo tomé a broma, pero conforme se fue estrechando su relación le había empezado a gustar mucho. Un tipo maduro, interesante, divertido, con buena posición social… Esa atracción se redujo al final a una mentira a Juanma —un viaje de trabajo que jamás existió— y una escapada de fin de semana a París con el colombiano. Dos días de ensueño que incluso le hicieron plantearse la posibilidad de romper con su novio, pero, después de un par de charlas cómplices con Albert y otro fin de semana, se dio cuenta de que era un pájaro libre, no un hombre para una única relación estable, así que acordaron seguir como amigos. Y es lo que habían sido hasta ahora. Al pensarlo, volvieron a saltársele las lágrimas y sacó su pañuelo para sonarse.

Se diría que Aisha era capaz de leerle el pensamiento. No hurgó en la herida de la pérdida. Se limitó a estrecharle el hombro:

—Te entiendo muy bien y el secreto queda bien guardado conmigo —le dijo—. Toma esto. —Le tendió el sobre—. No sé qué quería decirte, pero ahora creo que realmente me lo dio por si le pasaba lo que le ha pasado.

—¿Y lo del suicidio? —preguntó Nadia.

—Es mentira. Te lo dije por teléfono y me reafirmo. La gente me dice que estoy muy afectada y que por eso no quiero aceptarlo. Lo que ninguno sabe todavía es que al parecer yo fui la última que lo vio con vida. La noche en que murió habíamos estado en su despacho… juntos —dijo marcando la intención—. Cuando me marché eran casi las diez de la noche, y te puedo garantizar que no dejé allí a un hombre que se fuera a suicidar. Dejé a un hombre sexualmente satisfecho que se estaba bebiendo la vida a sorbos largos y sabrosos. Espero que la Policía dé con quien ha hecho esto.

«No estés tan segura», pensó Nadia.

Cuando se despidieron con un abrazo, Nadia se dio cuenta de que el Mexicano aún andaba por allí, charlando con una mujer rubia de aspecto extranjero, y que la miraba de reojo.

Dos hombres habían asistido también al entierro. El capitán Rueda y el sargento Álvarez, su segundo, vestían traje oscuro y habían pasado inadvertidos. Nadie los conocía.

Esa misma tarde, a Carlos le aguardaba un encuentro importante. Le habían citado para que hiciera la entrega de la mitad de la devolución del préstamo. En aquella ocasión, habían elegido un hotel menos concurrido y un poco más alejado del centro. El AC Monte Real estaba situado muy cerca de Puerta de Hierro, al lado de la M-30. Un hotel con un vestíbulo no demasiado grande y una terraza al pie de una explanada de césped.

Gracias a Dios, había conseguido el resto del dinero. Su amigo se había mostrado un tanto reticente a prestárselo, pero al final había aceptado:

—Seis meses máximo, Carlos —le dijo al entregarle la cantidad en metálico.

—¡No te preocupes, coño! Sabes que sí. Yo siempre he pagado mis deudas —replicó mirándolo a los ojos para generar confianza—. Además, está bien que arrimes el hombro. Tú me metiste en esto. Yo estaba tan tranquilo disfrutando de mi buen sueldo y pagando una sola hipoteca —le dijo con cierto tono de reproche.

—No me toques las pelotas, que tú ya eres mayorcito. Las cosas han cambiado de repente. Yo solo te contaba lo bien que me estaba yendo a mí este negocio. Lo que pasa es que eres un poco envidiosillo —le dijo bromeando mientras sonreía. A él, en su día, un préstamo semejante le sacó de un apuro económico fuerte y respondió a su devolución sin problemas; gracias a aquello hizo una pequeña fortuna cuando la burbuja inmobiliaria en España estaba en su máximo apogeo.

—Gracias, tío. —Se acercó y le dio un abrazo—. Oye, y ni una palabra a Carmen. Yo me metí solito en esto y solito voy a salir. No quiero que mi mujer tema por el bienestar de las niñas.

—No hay cuidado —le respondió su amigo—. Seis meses, acuérdate. Ah, y vende lo otro cuanto antes. Van a seguir bajando.

Carlos llegó al hotel con mucha antelación. No sabía cuánto podía tardar y cogió un taxi hasta allí. Probó a sentarse fuera, pero hacía demasiado calor. Al final optó por quedarse al resguardo del aire acondicionado en el interior. Pidió una Coca-Cola Light y unos cacahuetes y se dispuso a observar a la poca gente que había por allí.

Dos recepcionistas —un señor entrado en años y una jovencita de no más de veintidós, a todas luces una becaria, porque a cada momento le consultaba a su compañero qué hacer cuando recibía una llamada o alguien se acercaba al mostrador para que ella lo atendiera—. Una pareja de jubilados que parecía que habían caído por allí haciendo escala hacia otro destino. Una chica joven, de aspecto ruso, guapa, rubia y con el pelo recogido en una coleta: llevaba un pantalón vaquero lavado a la piedra lleno de desgarros intencionados, uno de los cuales dejaba un muslo prácticamente a la intemperie; por arriba, una camiseta de baloncesto dos tallas más grande de la que necesitaba. Carlos podía ver el sujetador de encaje que recogía su generoso busto cada vez que se agachaba a coger una patata del platito de aperitivo que le habían puesto, mientras enlazaba una llamada de móvil con otra. Aquello le recordó lo que sabía de las mafias rusas. Se imaginó que la chica era la acompañante de algún mafioso de negocios en Madrid. En la mesa del rincón, tres hombres jóvenes que se habían despojado de su chaqueta para quedarse en mangas de camisa y corbata miraban la pantalla de un ordenador portátil.

No había nadie más, y los dos camareros que atendían la cafetería del vestíbulo del hotel —ambos de entre cincuenta y cincuenta y cinco años— charlaban animadamente de lo que pensaban hacer en vacaciones.

Carlos tenía entre las piernas la misma bolsa en la que casi un año antes le habían entregado 150.000 euros en metálico, fundamentalmente ahora en billetes de cincuenta usados, aunque también venían algunos de cien y doscientos euros. Dos días antes había llamado a sus dos directores de sucursal —uno de Bankia y otro del BBVA— para que tuvieran preparado el dinero, y en ese momento llevaba los 90.000 encima.

El Mexicano y el chico llegaron juntos, pero el muchacho se fue directo a la barra mientras que su jefe se dirigió hacia él.

—Hola, ¿cómo estás? —le dijo Carlos al tipo levantándose cuando este llegó a su lado.

—Estaré bien cuando cuente lo que hay dentro de la bolsa que tienes pegada a las piernas —contestó el Mexicano despectivamente.

—¿Qué quieres tomar? —ofreció Carlos.

—Tu bolsa, güey. Déjamela. —Alargó el brazo.

El directivo dudó. No sabía qué hacer. No estaba acostumbrado a estos intercambios de dinero, sin firmas de por medio. Siempre que él había manejado cantidades grandes, había delante notarios y representantes de los bancos.

—¡Que me la des, pendejo! —insistió con firmeza.

La pareja de jubilados que ojeaba unas revistas en silencio levantó la cabeza alertada por el tono de voz y enseguida la bajó cuando el Mexicano miró desafiante en su dirección. Asustado, Carlos le alargó la bolsa y el tipo se fue sin decir nada. Él no sabía si la operación había terminado ya, pero el chico joven seguía en la barra, así que pensó que no y permaneció en su sitio en silencio y mirando a su alrededor como un gatito asustado.

Quince minutos después apareció de nuevo el Mexicano.

—Vaya, parece que todo está bien —murmuró con media sonrisa en la boca—. Así me gusta. Buen chico. Ya sabes que te quedan seis meses para el resto…

—Sí. Ya lo sé —replicó con sumisión el directivo—. Me dijeron que me haríais una factura.

—Cuando esté todo liquidado —dijo sin dejar espacio a réplica—. Nos largamos. —Miró al chico y le hizo una señal inequívoca con la cabeza, pero cuando empezaba a dar la vuelta para marcharse de allí paró en seco y volvió a mirar a Carlos—. Por cierto, ¿cómo están tus niñas? La mayor ya parece una mujercita.

—Como te atrevas a… —alzó la voz Carlos poniéndose de pie. Los jubilados volvieron a levantar la cabeza.

—Siéntate, pendejo, ¡vete a chingar a tu madre! —le dijo empujándole por un hombro para que permaneciera sentado. Carlos se asustó—. Cuida de ellas. Se lo están pasando muy bien estas vacaciones con su mamasita en la piscina. Podrías acompañarlas algún día. Nunca se sabe cuánto tiempo vamos a poder disfrutar de los hijos…

Y se marcharon sin siquiera mirar atrás.

Carlos dejó que pasaran unos minutos hasta serenarse antes de pagar la Coca-Cola. La rusa seguía hablando por teléfono…

Con Fiestas fuera de escena, el Mexicano se fue a los apartamentos Centro Norte, donde había quedado con Javier para hacerle entrega del dinero. Él luego utilizaría un enlace para hacerlo llegar a México D. C.

Aprovechando el encuentro, le contó al superhombre la escena que había presenciado durante el entierro del peluquero, donde la encargada de Velázquez le hacía la entrega de un sobre a Nadia.

—Joder, joder, joder… ¿Qué coño le habrá dado? —dijo el directivo lleno de rabia—. Todo esto iba sobre ruedas hasta que apareció el tonto de los cojones del informático.

El Mexicano escuchaba en silencio.

—Esto lo vamos a arreglar… Y además, muy pronto y por la vía rápida. Ya tenemos bastante con ese capitán de la Guardia Civil como para que sigamos pendientes de los pasos que da la pareja de niñatos. Ya te daré instrucciones. Salgo yo primero. —Y se marchó a coger el coche para dirigirse a su casa. Nada más sentarse al volante sonó su móvil.

—Señor, ¿puedo hablar con usted?

—Dime, Calvo, ¿qué hay de nuevo? —respondió Javier usando el manos libres, un poco más sereno.

El Calvo sabía que no le gustaba que le llamaran por teléfono. Él tenía la precaución de hacerlo a una línea privada y siempre le preguntaba con mucho respeto si estaba disponible por si lo pillaba con más gente.

—Ya tengo todos los datos del coach.

—Dime.

—Trabajador autónomo, separado pero con buena relación con su ex, un apartamento en el barrio de Chamartín. Tres hijos: uno mayor que ya vive por su cuenta, una adolescente y una niña de doce años —dijo telegráficamente—. ¿Cómo quiere que le agarremos por los huevos?

—Cógete a la adolescente y llévatela para la nave —dijo sin dudarlo.