CAPÍTULO 55

Solo un diez por ciento de cuanto te pasa

en la vida no depende de ti.

El otro noventa por ciento es el resultado de

cómo reaccionas ante ello.

—Pues ya me tiene aquí, sargento —dijo Carlos nada más tomar asiento—. Usted dirá. Espero que esto no nos lleve mucho tiempo. Sabe que estoy muy ocupado.

Tuvo la sensación de que el sargento también notaba el cambio que se había producido en él desde la última visita: ahora que veía una salida a sus problemas, se sentía más confiado, más dueño de sí mismo. Como si controlara más la situación.

—Gracias por venir de nuevo, señor Arnedo. Estamos en un momento de vital importancia para la investigación.

«¿Estamos?, ¿él y quién más? No veo a nadie», pensó en silencio.

—Creemos —continuó el guardia civil— que tenemos identificada a la mayor parte del cártel, o de la «banda», como diría mi capitán, y solo necesitamos reunir unas cuantas pruebas más para desarticularla.

—¿Y para qué me cuenta todo esto, sargento? No sé cómo puedo ayudarle.

—Es muy sencillo. Ahora lo entenderá. Parece ser que parte de la cúpula del cártel en España tiene conexiones con la compañía en la que usted trabaja.

El directivo aguantó la respiración. No daba crédito a lo que decía el sargento.

—¿Y eso cómo lo sabe? —dijo finalmente.

—Bueno, usted comprenderá. Es el fruto de varios meses de investigación. Si finalmente atamos los cabos…

—¿Me está acusando a mí de colaborar con un cártel? —No daba crédito a lo que escuchaba.

El segundo de Rueda sonrió.

—Señor Arnedo, puedo asegurarle que si el día que le pillamos cogiendo aquella bolsa de dinero en el AC Cuzco no hubiese sido un préstamo sino una transacción interna, su situación sería muy distinta. Ya nos encargamos de investigarlo después de aquello: un hombre casado, con dos hijas, hipoteca y trabajo estable no es precisamente el perfil de un miembro de cártel. Aunque puedo asegurarle que si encajan las piezas que nos faltan, a su alrededor rodarán cabezas.

—Estaría bien que rodaran algunas —dijo Carlos—, así quedarían más huecos para los que empujamos desde abajo.

—Si hubiera profesionales de su empresa involucrados en un asunto espinoso como este —dijo pasando por alto su ironía—, ¿de qué área serían? —probó fortuna.

Carlos lo miró con sorpresa.

—¿Qué quiere que le diga? No tengo ni idea. Es más, tengo entendido que la gente que trabaja para esas organizaciones son personas despiadadas y habitualmente de Centroamérica.

—No se confunda, señor Arnedo. Puede que haya muchos así, pero hay otros que le sorprenderían. De hecho, tenemos fundadas sospechas de que al menos la muerte de uno de sus compañeros en Barcelona guarda algún tipo de relación con el cártel.

—¿Quién? —preguntó con curiosidad Carlos.

—Ferran Moncada.

—¿Ferran? ¿No murió por un atropello accidental de un desalmado?

—No lo creemos. Hay muchas probabilidades de que fuera algo totalmente premeditado. Unas semanas antes del supuesto accidente se lo dijo a su hija mayor. Le confesó que estaba muy asustado, que había hecho algo que no debía y que se arrepentía. También le dijo que todo estaba en manos de un policía, aunque no le reveló su nombre. Su mujer era ajena a todo.

—¿Y qué ha pasado? —quiso saber Carlos, que estaba con la boca abierta.

El directivo de Telecomunica sabía que Moncada era uno de los que se estaban lucrando con el fraude de Sistemas, pero no se le había pasado por la cabeza que hubiera ninguna relación con su muerte.

—De momento, no mucho. Lo que sí hemos conseguido es la autorización de su viuda para revisar los movimientos bancarios del último año.

—¿Y…?

—Tiene ingresos regulares todos los meses, ajenos a su trabajo. Son cantidades importantes que su muerte cortó en seco. Estamos a la espera de que el juez autorice un seguimiento de la procedencia del dinero.

—Ya. —Carlos tragó saliva.

Precisamente esa mañana su jefe le había llamado, le había dado la enhorabuena con un «bienvenido al club» y le había pedido máxima discreción, por tratarse de un tema «un tanto peligroso». En un par de días recibiría el «primer regalo», le dijo. Ahora se daba cuenta de la verdadera peligrosidad. Si tiraban del hilo y daban con la madeja, él también podría salir perjudicado.

—Por eso he decidido pedirle ayuda —continuaba Álvarez—. Como verá, la situación ha cambiado mucho. No estamos hablando solamente de blanqueo de dinero negro. Podemos estar hablando de que una organización criminal como los Zetas tenga vinculaciones empresariales en España, con compañías nacionales.

—Pues me deja usted de piedra, sargento. —Y no estaba mintiendo—. Entonces, con respecto a Moncada, ¿se sabe algo más?

—Estamos detrás de averiguar en manos de qué policías dejó el tema. Hemos revisado informes policiales de los últimos meses, pero no aparece ni denuncia ni declaración formal del señor Moncada a ese respecto. Así que le estaría muy agradecido si es capaz de arrojar alguna luz sobre este asunto —terminó diciendo el agente.

—No lo dude, sargento. Haré mis averiguaciones por si le puedo ayudar. Este es un asunto muy diferente al que me propuso la última vez.

Lo dijo mirando al sargento a los ojos, sacando a relucir sus dotes teatrales, pero en su interior ya iba dándole vueltas a algo bien distinto: «Tengo que decírselo a Javier».

«¿Son imaginaciones mías o este tipo ha pasado de una postura confiada y un tanto insolente a alguien que mide sus palabras, se muestra precavido y temeroso, y, lo más raro, muy colaborador?», se dijo el segundo del capitán Rueda tras despedir a Carlos.

Era cierto que en las últimas semanas varias cosas habían cambiado. De entrada, el sargento Álvarez ya no confiaba en su superior. Aunque estaba de acuerdo en que quedaban por atar algunos flecos para recopilar las suficientes pruebas para que un juez diera con los huesos de todos esos indeseables en la cárcel, a algunos de ellos ya les podían haber metido el miedo en el cuerpo con algún interrogatorio. A veces se ponían nerviosos y era cuando cometían los peores errores. Pero había algo más que le inquietaba con respecto a su mando: estaba claro que a veces manejaba información que no compartía con él, y buscaba argumentos en contra cuando la lógica de las inferencias del sargento era aplastante.

«Aquí pasa algo extraño —pensaba—, Rueda es impulsivo al tiempo que calculador cuando se trata de luchar contra el crimen organizado; sin embargo, con este caso parece que dedicara más esfuerzo a poner palos en las ruedas de la investigación que a coger el toro por los cuernos.»

Había decidido dar unos pasos por su cuenta e informar al capitán según lo que encontrara.

Jaime estaba viendo la televisión mientras comía algo en la cocina de su apartamento. Tal y como le pasaba habitualmente, miraba a la pantalla pero tenía su cabeza en otro sitio. Era la hora de las noticias de La 1.

—El mundo del estilismo está de luto —decía la presentadora sin atisbo de pesar, como quien lee la prensa deportiva—. Esta mañana ha sido encontrado muerto en su centro estético de la madrileña calle Velázquez el prestigioso peluquero Albert Fiestas, estilista de conocidas figuras del mundo artístico, político y deportivo. Aunque las fuerzas de seguridad se muestran muy reservadas, parece que la llamada de aviso la dio a primera hora una de las empleadas de la contrata de limpieza de la firma. Ningún portavoz de la Policía ha comparecido para aclarar lo sucedido, pero, a falta de confirmación oficial, parece que todo apunta a un suicidio. —Una serie de fotos del peluquero en diferentes escenarios y con varias famosas fueron pasando en pantalla—. Les seguiremos informando de las novedades en próximos telediarios.

A Jaime casi se le cae el tenedor de la mano. Tenía los ojos muy abiertos y notaba que la emoción empezaba a invadirlo. Apartó su plato y se quedó pensativo. «¿Fiestas muerto? ¿Suicidio? ¿Por qué se iba a suicidar? Era un hombre que sabía vivir la vida. No tiene sentido. Tantas muertes a mi alrededor… ¿Qué está pasando? Quiero hablar con Nadia. ¿Se habrá enterado?»

La llamó al móvil, pero ella no contestó. Eran las tres y media de un día laborable. Probablemente estaba comiendo para seguir trabajando por la tarde. Tan solo le dejó un mensaje: «Nadia, soy Jaime. Llámame, quiero hablar contigo».

Pero Nadia ya conocía la triste noticia.

—¿Albert muerto? —respondió ella incrédula. Tan solo eran las diez de la mañana cuando una compañera suya se lo dijo: alguien le había tuiteado la noticia recogida de algún portal de medios en internet—. No puede ser, lo vi hace un par de días. ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, hija, que está muerto —respondió la compañera un poco molesta por que la pusiera en duda—. Que lo han encontrado esta mañana muerto en su oficina y que parece que se ha suicidado.

Nadia se negaba a dar por buena la noticia. Y menos el suicidio. Con un nudo en la garganta y sus pulsaciones a ciento cincuenta, llamó a la peluquería y preguntó por él.

—Un momento. No se retire —respondió la telefonista, que tenía la recepción centralizada de todas las llamadas que se hacían a la red de peluquerías.

«¿Ves? No puede ser —se dijo—. Si hubiera muerto, ya me habría dicho algo la chica, o me habría comentado que no podía pasar la llamada.» Un rayo de esperanza pasó por su cabeza. Y aunque sabía que la noticia había aparecido por algo, se negaba a aceptarlo.

—¿Sí? —respondió entre sollozos una voz de mujer—. ¿Quién pregunta por el señor Fiestas? —atinó a decir sin poder contener el llanto.

Nadia rindió sus esperanzas y se rompió… «Albert muerto… Si estaba contento y feliz la última vez que lo vi, bueno, como casi siempre. La vida le sonreía.»

—Soy Nadia Ferreras, de L’Oréal, una amiga de Albert —dijo con voz entrecortada—. ¿Qué ha pasado?

—El señor Fiestas ha aparecido muerto esta mañana. —Seguía llorando—. No te puedo dar más datos, Nadia —la tuteó.

—Perdóneme, ¿quién es usted? —preguntó ella con esfuerzo.

—Soy Aisha, la encargada de Velázquez.

La telefonista de centralita tenía instrucciones de no dar ningún dato a nadie y desviar a Aisha —una de las responsables de la compañía— las llamadas dirigidas al patrón fallecido. Nadia la recordaba perfectamente; de hecho, alguna vez que había llegado preguntando por Albert para algún tema profesional, la había atendido ella si su amigo no estaba.

—Aisha, ¿qué ha pasado? —insistió—. Dicen que ha sido un suicidio…

—¡Eso es mentira! —gritó con rabia—. Es mentira, es mentira… —continuó murmurando—. No se ha podido suicidar. Yo lo conocía bien y lo habría sospechado…

«Claro que lo conocías bien… Y claro que no se ha podido suicidar. También lo pienso yo», se dijo.

—Entonces… ¿Qué ha sido, Aisha?

—No lo sé. De verdad que no lo sé. Ha podido ser alguien.

«¡No! —pensó Nadia—. Más asesinatos no.»

Si la noticia ya era trágica, sería cien veces peor si se confirmaba que era un asesinato. Su vida se estaba convirtiendo en parte de una trama sangrienta. El asesinato de Exe, la paliza a Juanma y ahora lo de Albert. «¿Qué está pasando?», se repitió.

El Calvo había dormido como un tronco en el piso que tenía en Carabanchel, había desayunado fuerte y acababa de encender el ordenador, donde una foto de Nadia ocupaba toda la pantalla. Había vuelto a colarse en sus sueños y cada vez tenía más claro que quería ocuparse de ella a toda costa. Ya se puso cachondo la primera vez que la vio saliendo de la peluquería de Fiestas. Desde entonces, estaba al tanto de lo que decía su muro de Facebook y hasta le había pedido amistad —utilizando un seudónimo y argumentando ser un primo segundo olvidado— para poder ver sus fotos privadas. De hecho, cuando no tenía nada que hacer, se apostaba discretamente cerca de su casa o la esperaba a la salida del trabajo. Estaba deseando ponerle la mano encima; lástima que ayer el superhombre no le dejara. «Buenos días», le dijo antes de que su rostro ampliado quedase oculto tras la ventana del Outlook.

Comprobó sus mails en busca de más instrucciones o comentarios de Javier o del Mexicano. «Se acabaron los correos de Albert», pensó. No puso ni la televisión, había conocido la noticia antes que nadie. Hoy tenía de nuevo un día de mucho trabajo y eso ya era agua pasada.

El piso era una herencia de su difunta madre, y aquel había sido el barrio de su infancia. Todo el mundo de los alrededores lo conocía y lo saludaba. Sabían que no era un tipo muy hablador. Lo cierto es que nunca lo había sido, o eso al menos era lo que recordaban. La alopecia lo dejó calvo con dieciséis años, y probablemente eso contribuyó a alimentar su retraimiento. Sin embargo, todos lo respetaban y pensaban que se dedicaba a la seguridad de altos directivos, lo que justificaba sus horarios raros y cambiantes. Nunca se había metido en líos, al menos en el barrio, y por eso era querido.

«Nadie sabe a qué me dedico —se decía mientras caminaba por el barrio y unos y otros lo saludaban—, si lo supieran…» Él conocía muy bien su papel en la sociedad. Era el chico de los recados y el verdugo de una organización criminal, y lo tenía muy asumido. No se planteaba si el trabajo le gustaba o no. Era trabajo. Y, además, no tenía ningún condicionante ético ni moral. «Yo no los mato. Los mata quien me ordena», se decía para tranquilizar su conciencia. Hoy dedicaría el día a investigar al coach. Ya sabía algo de él, de cuando pensaron que podía estar enterado de algo peligroso de su grupo y le ordenaron preparar el envío del paquete con la cabeza de gato. Al fin el tema se quedó ahí, pero gracias a aquello sabía que al menos tenía una hija adolescente —«Y estaba muy buena, por cierto», recordó—. Al finalizar el día tendría hasta la fecha de su carné de conducir.