El dilema no existe. Aparece cuando no sabemos
cómo compatibilizar las premisas que lo sustentan.
Hacía unos minutos que Aisha se había marchado. Después de charlar desnudos un rato, ambos se habían vestido, y, como otros días, ella se había ido a casa al volante de un Golf que en esa época del año siempre llevaba con la capota bajada. Albert se había quedado viendo los últimos mails antes de cerrar e irse cuando de repente alguien apareció en la puerta de su despacho.
—¿Quién…? Ah, eres tú —se tranquilizó al ver al Calvo. Únicamente se preocupó por si había estado por allí mientras follaba con Aisha—. No sabía que tuvieras llave —dijo sin prestarle demasiada atención.
—No tengo —contestó el Calvo—. Alguien me la ha prestado.
Aquello lo sobresaltó. Es verdad, ahora recordaba que en varias ocasiones estuvo tentado de darle una copia —a veces había que ir por la oficina a horas intempestivas y el Mexicano no estaba disponible—, pero al final no lo hizo: no se fiaba de él, era frío y despiadado. Además, sabía que era un hombre de Javier más que suyo.
—Me envían —dijo escuetamente.
—Con que es eso… —murmuró Albert con tristeza en la cara—. Sabía que podía ocurrir.
Le sorprendió no tener miedo. Su vida pasó como un relámpago ante sus ojos y volvió a las calles de Bogotá, donde jamás sintió miedo porque sabía que su vida no valía nada. Al final había sido afortunado: fiestas, mujeres, dinero y éxito. «Por qué poco», se dijo. La intentona de salir de todo aquello al aceptar ser un soplón del capitán Rueda estaba bien atada —o al menos eso creía—, sin embargo, algo había salido mal. «Pero… ¿qué?» Se preguntó si, fuera donde fuese, echaría de menos a Aisha.
«Aquí es difícil entrar y es imposible salir», decía siempre Javier. Él lo había intentado, como muchos otros antes…, sin éxito. «Ese hijo de puta engreído.» Esperaba que algún día tuviera su merecido.
—Llevas aquí un buen rato, ¿verdad?
El Calvo asintió con la cabeza.
—Ha sido toda una sorpresa. ¿Quién lo iba a decir, peluquero?
—Supongo que te la habrás meneado mientras esperabas —le dijo Albert con media sonrisa dibujada en los labios.
El Calvo no dijo nada. Seguía quieto esperando a ver cómo reaccionaba el peluquero.
—¿A qué esperas? —dijo Albert—. Haz tu trabajo —ordenó mientras abría el cajón derecho de su mesa. Siempre tenía la Beretta calibre 22 por si aparecía algún indeseable a llevarse la caja.
El Calvo intuyó la jugada y le dio una patada a la mesa que impidió que Albert consiguiera su objetivo. Como un gato, pegó un salto y se plantó a su lado. Un golpe de kárate certero a la nuez lo dejó sin respiración. Lo último que vio fue la margarita que el Calvo llevaba tatuada en la mano derecha.
El Calvo no quería que el golpe fuera definitivo, por lo que tuvo que medir la fuerza. Si le rompía la nuez, estaría dejando pistas para la autopsia, y la consigna era muy clara: «Que parezca un accidente, muerte natural o suicidio». Él era el verdugo y ese era su trabajo. Nada revelaría lo que había pasado.
Sentado en la silla, Albert se echaba las manos al cuello como tratando de liberarse de algo que le oprimía. El Calvo apareció por detrás con una ancha tira de lona de plástico lisa, y mientras su víctima trataba de liberarse con las manos para poder respirar, el verdugo aprisionó la lona contra su cara, cerciorándose de que boca y nariz quedaran dentro. Apretó con todas sus fuerzas para atrás y para abajo, impidiendo que el peluquero pudiera levantarse.
Mientras luchaba en busca de aire, el pataleo había alejado al colombiano de la mesa, y tenía la cara de un rojo encendido al tiempo que emitía un gruñido desesperado. Por su parte, la cara del asesino no mostraba nada. Si acaso, unas perlas de sudor parecían asomar en su testa calva.
En cuanto Albert perdió el conocimiento, le quitó el plástico de la cara. Acercó su cabeza al pecho y comprobó que todavía había latidos. «Bien.» El Calvo lo necesitaba vivo para la siguiente operación. Sacó de su bolsillo una aguja hipodérmica de las que usan los diabéticos y un botecito de medicamentos, en cuya etiqueta ponía Veronal, un barbitúrico que en altas dosis podía producir la muerte. Le quitó al peluquero el zapato del pie izquierdo, llenó la jeringuilla del líquido transparente y con mucha delicadeza se lo inyectó directamente en vena, debajo del tobillo.
Él sabía que lo más probable era que en pocos minutos acabara con la vida de su víctima, pero no quería arriesgarse; además, no necesitaba estar más tiempo del necesario en la escena de un crimen. Dejó pasar cinco minutos para asegurarse de que el riego sanguíneo dispersaba la concentración del barbitúrico por todo su sistema circulatorio, y volvió a colocarle la lona en la cara. Nada más quedarse sin respiración, Albert recuperó el conocimiento y empezó de nuevo a forcejear. Solo tuvo que aguantar tres minutos. Las últimas intentonas de Albert por liberarse habían acabado. Su cuerpo inerte se relajó y quedó tumbado en el sillón de su oficina como quien se echa una siesta. Al retirar la lona de plástico, un hilillo de saliva escapaba por la comisura de los labios y el rojo de su cara se fue tornando en un blanco céreo.
El Calvo murmuró un «lo siento». Siempre decía lo mismo a sus víctimas después de acabar con ellas, como si con eso obtuviera su perdón. Se puso unos guantes de látex y empezó a colocar todas las cosas en su sitio. Fue al lavabo y volvió con un vaso, apenas con dos dedos de agua dentro. Tomó la mano derecha de Albert y apretó los dedos contra el cristal para recoger sus huellas; luego lo llevó a la boca para que sus labios quedaran marcados. A continuación, dejó un bote de Veronal con solo dos cápsulas encima de la mesa, después de imprimir las huellas del muerto. Al salir, dejó la luz del despacho encendida.
Ese mismo día por la mañana, los Zetas, con su superhombre para Europa a la cabeza, habían celebrado una reunión de urgencia en los apartamentos Centro Norte.
Como en la última reunión, el Ford Mondeo con aquellos dos tipos vigilaba de cerca.
Había una novedad importante, Albert Fiestas no había sido convocado.
Aunque aprovecharían para revisar temas menores, como la operación Telecomunica y la distribución del cargamento de cocaína que había entrado por Algeciras, dos asuntos de máxima urgencia necesitaban ser tratados.
—Tenemos que tomar una decisión urgente con respecto a Carlos Arnedo —dijo el superhombre después de los saludos de rigor—. Como nos imaginábamos, ha descubierto parte del tema y me ha dado un ultimátum.
—¿Y qué sabe de nosotros ese tipo? —saltó un gaditano, el responsable de Relaciones Aduaneras.
—Menos de lo que cree. Piensa que es un enjuague entre unos cuantos de Telecomunica. No tiene ni idea de quién tira de los hilos. ¿Qué piensas tú, Mexicano?
El Mexicano estaba muy incómodo. Era la primera reunión de los Zetas a la que asistía sin su jefe habitual, Albert Fiestas.
—No sé, jefe. Esto no me gusta nada. Tenemos muchas chingaderas en el aire y una se va a joder.
Javier miró de reojo al Calvo. Él era un ejecutor y estaba acostumbrado a no decir nada, sin embargo, cuando el superhombre lo miraba, sabía que tenía que opinar.
—¿Un accidente? —se limitó a decir.
—Esta vez no me parece lo más prudente. Sería la tercera muerte extraña en la compañía en tan solo unos meses. Además, nos debe un montón de dinero. —Javier miró al Mexicano que apenas hizo un gesto afirmativo—. Creo que sería una torpeza. Ya tenemos a la Policía demasiado cerca.
—Jefe —intervino de nuevo el responsable de Aduanas—. Siendo prácticos, si no nos interesa darle matarile por esas dos razones, lo podemos meter en nómina. Podemos compensar con su alta la baja de Moncada.
Javier miró alrededor de la mesa por ver si alguno ponía objeciones a la propuesta. Las caras serias, impertérritas, la validaban.
—Está bien —dijo zanjando el tema—. Lo metemos en nómina, puede sernos muy útil y lo tenemos agarrado por los huevos con lo del préstamo. Siguiente tema —continuó mirando al Mexicano—. Albert Fiestas.
Algunos pusieron cara de extrañeza. Entre ellos habían comentado mientras esperaban a Javier que era extraña su tardanza, pero no se imaginaban que pudiera pasar algo.
—¿Qué hay del peluquero? —preguntó alguien.
—Se quiere cambiar de bando —contestó Javier.
—¿Los Golfos?
—No. Quiere salirse —comentó el superhombre—, o al menos es la conclusión que saco. Nos vende a nosotros para librarse él. Cuenta qué ha pasado, Mexicano —le ordenó.
Este resumió las sospechas que le habían levantado las repentinas salidas de la peluquería de Albert.
—Hasta hace unos meses —dijo—, él nunca salía sin decir adónde carajo iba. Últimamente tan solo decía «vuelvo enseguida». Está teniendo reuniones con un capitán de la Guardia Civil. Le está vendiendo información sobre nuestras operaciones.
—Casi no tenemos dudas de que si nos quedamos quietos, cualquier día vienen a detenernos a nuestra propia casa a las cuatro de la mañana —dijo Javier—. Él tiene toda la información al detalle de lo que hacemos, y está con nosotros desde el principio.
—¿A cambio de qué? —preguntó inocentemente el responsable de Aduanas.
—Otra vida. Dejar esto. Solo puede ser eso.
—Albert ha sido mi jefecito todo este tiempo y cuando tomaba demasiado en un bar, se le calentaba el hocico. «¿Cuándo vamos a dejar esta jodida historia?», me decía —comentó con sorna el Mexicano.
Se produjo un incómodo silencio que el jefe rompió al poco:
—¿Entonces…? —preguntó mirando alrededor de la mesa.
Todos agacharon la cabeza… menos el Calvo.
—No me falles, Calvo —se limitó a decir el superhombre.
—¿Cuándo?
—Hoy mismo —murmuró con pena, sin dejar de mirar al resto por si alguien decía algo—. No podemos correr más riesgos.
—Mañana habrá mucha gente llorando por él —dijo lacónicamente el Calvo.
—Hay otro tema, jefe —intervino el Mexicano—. Los dos niñatos y el listillo.
Aquello se estaba convirtiendo en un forúnculo en el culo. Últimamente Javier estaba hasta los cojones de esa historia.
—¿Qué riesgo estamos asumiendo? —preguntó serenándose.
—Muy alto —respondió el Mexicano—. Los serbios estuvieron cerca de ellos en el restaurante el otro día.
—¿Y…?
—Estaban un tanto separados, pero no tuvieron cuidado con lo que decían.
—¿Y…? —repitió impaciente.
—Creen que el coach sabe ya toda la historia. El hijoputa del niñato le contó todo lo que sabía de nosotros. Podía escuchar palabras sueltas y «los Zetas» aparecían continuamente…
—No, si al final nos vamos a convertir en la guadaña de la muerte, ¡joder! Vas a tener que buscarte ayuda —dijo el gaditano, con su gracia habitual, mirando al Calvo.
Javier lo miró molesto por la interrupción.
—Además, parece que lo del periodista va de veras —continuó el Mexicano—. También están en contacto con el policía que lleva los casos. Ese tal Gavaldá.
—¿Quién manda en ese trío? —preguntó secamente el directivo.
—Fiestas lo debe de saber…, conoce a la chica… —respondió el Mexicano.
—Olvídate del peluquero. No existe —replicó Javier lleno de rabia—. ¿Quién manda?
—La chica —dijo el Calvo con una voz que casi pasa desapercibida.
A Javier le sorprendió que interviniera.
—¿La chica? —repitió—. ¿Por qué la chica?
—Tiran más dos tetas que dos carretas —respondió el Calvo—. Los dos están locos por ella y harán lo que sea para que esté a salvo.
—Tiene sentido… Sin embargo, yo me fío menos de Solva. Ellos son más asustadizos, pero él es otra cosa. Lo conozco en persona y me dio mala espina. Además, tiene informaciones desde diferentes bandas. Calvo, investiga a su familia. Rápido. Tal vez lo hagamos entrar en razón…
—¿Y la chica? —insistió.
—Deja a la chica de momento. Va a estar muy ocupada los próximos días con el duelo por su amigo. Pero no pierdas de vista al informático. Quiero saber al minuto qué hace y a quién llama. ¿Entendido? —dijo enérgico.
—Sí, jefe —respondió el Calvo con la cabeza gacha.