No bases tu felicidad en aquello que aún no tienes.
Quizá nunca llegues a tenerlo.
El momento de ser feliz es ¡ahora!
—Mmm… Qué bien peinas, Aisha.
—Me has enseñado tú —contestó la chica socarronamente.
—Entonces es que soy realmente bueno… —dijo Albert mientras disfrutaba del recorrido de la mano de ella por el vello de su pubis, el modo en que dejaba pasar el pelo entre los dedos estirados y abiertos de su mano derecha.
Aisha se seguía sorprendiendo de lo que Albert cambiaba cuando no necesitaba alimentar su imagen pública de amanerado. De hecho, tardó mucho tiempo en tomarse en serio los guiños de complicidad y los comentarios sutiles para seducirla. Como el resto de empleados, ella también pensaba que su jefe era homosexual.
Se trataba de una peluquera marroquí de veinticinco años, criada en España en una familia de acogida. Más alta que la media de las chicas, brillaba con su piel morena, unos ojos verde esmeralda y una sonrisa generosa en una boca con labios carnosos que dejaba ver una dentadura blanca, perfecta y reluciente. Su pelo negro, largo y brillante descansaba sobre un cuerpo voluptuoso con generosas caderas y unas tetas grandes y tersas, coronadas por unos formidables pezones.
Después de dos años trabajando para él, a Albert le atrajeron las ganas de la chica de triunfar en la vida. Nunca se quejó de nada y todo lo recibía con una sonrisa. «Es mucho mejor esto —decía— que pasar seis horas diarias acarreando agua de un pozo a más de diez kilómetros.» Con doce años de edad perdió su virginidad a manos de su padre. Después de intentar venderla sin éxito por dos camellos, la chica escapó y terminó en el campamento de un grupo de voluntarios de Oxfam Internacional, en la frontera con Argelia. Tres meses de gestiones para encontrar a su familia, durante los cuales ella jamás reveló de dónde venía, no dieron resultados, así que hicieron las gestiones adecuadas con el consulado español para darla en acogida a una familia en España.
Un día, al poco de empezar a trabajar para él, Albert le preguntó el origen de su nombre. La chica le contó que, en árabe, Aisha significaba «vida» o «la que vive». El peluquero comprendió entonces cómo había llegado a sobrevivir.
Aún había algo más que a Albert le gustaba, aunque eso lo descubrió un poco más tarde: Aisha se depilaba el pubis regularmente, y con mayor frecuencia desde que descubrió que era algo que excitaba al peluquero.
—Y todavía hay más cosas que puedo enseñarte… —continuó diciendo Albert, al tiempo que se incorporaba y miraba con una sonrisa la entrepierna de ella.
La peluquería de la calle Velázquez donde Albert tenía instalado su cuartel general hacía rato que había cerrado sus puertas al público. Como cada noche, Aisha en calidad de responsable del centro se quedaba con su jefe a hacer caja y a comentar las novedades del día. Era el momento también de cotillear sobre las celebridades que habían pasado por allí, alguna de las cuales se ponía un poco pesada en su objetivo de conseguir que el propio Albert Fiestas se encargara de ella. Ese día había pasado una joven y conocida presentadora del telediario de La 1, y la portavoz de un grupo parlamentario en el Congreso, otro rostro habitual de las pantallas.
También habían tenido un percance que estuvo a punto de acabar con la Policía Municipal en su establecimiento: una de las clientas nuevas quiso entrar en la peluquería con su schnauzer enano. Albert era muy permisivo con aquellos asuntos pero varias clientas se quejaron y le pidieron a la dueña que por favor lo dejara fuera. Ante su negativa, se armó un revuelo considerable. Finalmente una de las chicas tuvo el acierto de ofrecerse para llevarse al perro a la oficina, lejos de las miradas de las demás clientas.
El resto de empleados se extrañaba de la relación que había entre Albert y Aisha, y lo normal es que hubieran sospechado de algo más que amistad si no fuera por la imagen que tenían del peluquero. Por otro lado, todos conocían la azarosa vida de la marroquí y del cariño que Albert había demostrado por ella desde que conoció su historia.
Muchos días acababan como este, encima del amplio sofá que había en el despacho del peluquero. Aisha estaba tendida y apoyaba la cabeza en uno de los reposabrazos del sofá. En aquel momento solo tenía puesto un culote blanco, que contrastaba con el color atardecer de su piel. Albert se había dirigido a un aparador con puertas de cristal, donde guardaba algunos cosméticos, entre ellos un aceite de palma de coco que olía a Caribe, playa y libertad. A su regreso, se arrodilló al lado del sofá y la mujer cerró los ojos, con un profundo suspiro. Antes de abrir el bote del aceite, acercó las manos a las caderas de la chica y agarró el culote, para empezar a bajárselo suavemente. Ella ni siquiera abrió los ojos. Solo alzó la cadera para facilitar la maniobra, pero Albert se detuvo cuando el pubis empezaba a quedar al descubierto, sin desnudarla del todo, y ella volvió a tumbarse sobre el sofá, estirando las piernas muy juntas.
El colombiano se echó aceite en la palma de la mano izquierda, dejó el bote sobre el parqué y extendió mano contra mano el fluido oleoso. A continuación posó ambas entre el ombligo de ella y su sexo y empezó a masajearla. Poco a poco fue descendiendo, sin parar de acariciar arriba y abajo, cada milímetro de su cadera: del ombligo al límite del pubis y vuelta. Aisha dejó escapar un gemido y subió las caderas echando la cabeza hacia el lado opuesto a donde se encontraba el peluquero. Él siguió bajando, rozó el clítoris por fuera con una caricia que quemaba, pasó de largo y empezó a meter las puntas de los dedos entre su cuerpo y la braga. Repitió el movimiento hacia dentro y hacia fuera, metiendo cada vez más profunda la mano y tocando ya con las yemas de los dedos el canal de entrada a su sexo. Ella se estremeció, estiró la cabeza para atrás y levantó la barbilla con la boca abierta en una mueca de placer, al tiempo que con las uñas de ambas manos agarraba el sofá, hasta el punto de que Albert temió que lo desgarrara.
De repente, oyó un ruido a su espalda. Él se sobresaltó, dejó quietas las manos y miró para atrás. No podía ser nadie. Estaban solos en la peluquería y la puerta estaba cerrada con llave.
—¿Has oído eso? —preguntó.
—¿Qué…? —Era un gruñido más que una pregunta, ni siquiera abrió los ojos—. Yo no he oído nada. Sigue…, no pares ahora.
Apretó los muslos aprisionando la mano de Albert. «Como un cepo», pensó él, pero un cepo que no dolía, que espoleaba. Ante la petición de la chica y el silencio que siguió, continuó masajeando. Ella encogió las piernas y separó los muslos para facilitar que los dedos de Albert penetraran con más facilidad dentro de su sexo, mientras la otra mano acariciaba el clítoris. Acompasó ambas manos mientras la chica movía las caderas arriba y abajo, cada vez con más violencia. Su respiración era muy agitada y emitía jadeos y gemidos de placer. Sabía que ella estaba acostumbrada a retrasar su orgasmo. Le encantaba. Sabía cómo aferrarse al paraíso terrenal durante más tiempo. Así continuó durante unos minutos. Albert tenía dificultades para mantener el foco de sus caricias y, además, la polla estaba a punto de estallarle dentro del pantalón. Observó cómo las tetas de Aisha se balanceaban orgullosas arriba y abajo sin perder la verticalidad. Ahora sí, sus areolas se habían oscurecido y encogido, y un pezón duro apuntaba al cielo.
El clímax llegó finalmente entre espasmos de la cadera y gritos de placer. Aisha agarró con su mano derecha el hombro de Albert y a punto estuvo de rasgarle la camisa. Él fue ralentizando el movimiento de sus manos, sin apartarlas, y en cuanto la chica se quedó quieta, separó las manos del sexo de ella y terminó de bajarle el culote. Luego se puso de pie y se terminó de quitar el pantalón y los calzoncillos en un tiempo récord, hasta liberar su miembro erecto. Ya desnudo, separó las piernas de Aisha con las manos y se tumbó encima de ella. No necesitó ayuda extra. Su miembro supo encontrar con rapidez el húmedo y resbaladizo camino hacia su paraíso.
La penetró con violencia y dulzura a la vez. Embestía sus caderas con energía y Aisha no tardó en llegar de nuevo al orgasmo. Cuando él se dio cuenta de aquello, se abandonó y vertió su semilla dentro ella, con un quejido de placer. Su cuerpo cayó a plomo sobre la chica y quedó como muerto. Unos minutos después, rodó hacia un lado para descargarla de su peso. Ambos estaban sudando, demasiado agitados como para decir nada.
Carlos sabía que la llamada del tipo que le había pedido la devolución de la mitad de su préstamo estaba al caer. Aprovechando que Carmen había ido con las niñas a ver a los abuelos, se metió en el despacho y empezó a hacer cábalas.
Le habían dicho que en esa ocasión utilizarían otro sitio. Eso le hizo recordar los nervios que pasó el día de la recogida, el lío que se organizó en el AC Cuzco y lo desagradable que aquel hombre fue con él. Le vino a la cabeza cómo se le cayó el mundo encima al ver las fotos de sus niñas. Aquello también le recordaba que tenía una cita pendiente con el sargento Álvarez. ¿Qué tripa se le habría roto ahora?
No podía fallar, a sus hijas no les pasaría nada. En los últimos días había hecho movimientos de cuentas y había conseguido reunir 70.000 euros. Casi todo era dinero proveniente de la venta de uno de los apartamentos, una vez descontada la hipoteca. Había perdido más del diez por ciento del precio que pagó por él, pero, tal y como estaban las cosas, le pareció una buena venta. Aún necesitaba reunir otros 20.000 para completar lo acordado y ya no podía contar con otra venta. «Aunque nunca se sabe», se dijo. Si alguien estuviera interesado por alguna de las otras dos propiedades, podría pedir esa cantidad como señal, pero le resultaba improbable. Empezó a repasar mentalmente la lista de contactos cercanos a los que recurrir, con mínimas garantías de éxito.
«¿Luisa? Ni hablar: mi hermana no tiene dónde caerse muerta, y además mi cuñado no me daría ni los buenos días. Mis padres…, descartados: tienen el dinero, pero si se lo pido, mi padre pensaría que estoy arruinado y lo mismo le da un infarto. ¿El hermano mayor de Carmen? Tampoco: es un imbécil, y se enteraría toda la familia. ¿Y el pequeño? Creo que tampoco: Alfonso es más de fiar, pero dudo que tenga dinero, aunque cuando hablamos parece que fuera el marqués de Cubas… ¿Y mi amigo? —Se quedó pensando un rato—. Eso es, él me metió en esto y será más comprensivo. Tendré que contarle la verdad, pero si tiene el dinero, creo que me lo prestará.» Cogió el móvil y empezó a buscar su teléfono en la agenda. Esperaba que no estuviera aún de vacaciones.
—Prefiero que lo dejemos, Miguel —dijo Laura al inspector en una de las mesas del Vips de López de Hoyos donde habían quedado—. Hemos pasado unos meses en los que he disfrutado mucho, pero mientras Paula no crezca un poco, creo que debo centrarme en ella. Está a las puertas de la adolescencia y no sabe lo que quiere y yo…
—Laura… —Gavaldá no la dejó terminar—, creo que te he tratado como te mereces y he respetado a tus hijas, tu espacio y tu libertad. No sé a qué viene esto… Entiendo lo de Paula y puedes estar segura de que yo no me voy a entrometer.
—No me lo pongas más difícil, Miguel. —Sonaba a súplica, no exenta de cierta dosis de miedo—. Me vas a tener cerca como amiga…
«Lo de siempre —se dijo el policía—, amigos, pero luego nunca más se supo.» En aquella ocasión reconocía que había sido algo interesado, pero en el pasado ya había tenido dos novias con las que acabó igual. Él pensaba que era el tipo ideal: bien parecido, maduro, con un trabajo y una vida interesante…, aunque no conocieran su doble vida como responsable de una de las células del cártel del Golfo en Europa. «Independencia económica, sin hijos que se entrometieran en las relaciones de pareja y un follador extraordinario —pensó—. Pero todas son iguales, parece que se dejan deslumbrar al principio, se dan unos cuantos revolcones contigo y luego les agarra el sentimiento de culpabilidad por tener abandonados a sus hijos, y quieren dejarlo. Ni que fuera culpa mía… ¡Putas! Eso es lo que son.»
Como le ocurría siempre, esta ruptura le llevó a recordar a su primera esposa y otra vez se repitió que no debió romper con ella cuando se fue a Centroamérica. «Es verdad que no pudimos tener hijos y eso enrarecía las relaciones, pero nos respetábamos y nos cuidábamos mutuamente.» Ahora sabe que ha metido la pata hasta el fondo, pero esta vez no iba a ponérselo fácil. Aún esperaba que le hiciera un trabajito sacándole información a su exmarido.
Frente a él, Laura veía al policía muy callado y percibía rabia en su mirada. Prefería discutir con él a que permaneciese absorto de esa manera.
—¿Lo comprendes, Miguel? —le preguntó para sacarlo del prolongado silencio.
—Comprendo que me quieres largar… Eso es lo que comprendo.
Dos días antes Jaime la había llamado y la había puesto al corriente de los modales y del último tejemaneje de su «noviete», como lo denominó. No era la primera vez en los últimos meses que su ex le advertía de sus sensaciones con respecto al inspector. Ella había permanecido en silencio todo el rato mientras su ex le daba detalles de las recientes amenazas a Juanma y le hablaba —por primera vez tantos meses después— de todo lo que según él ocurrió en Vigo. No necesitó mucho más para tomar la decisión. De hecho, llevaba varios días dándole largas, sin ponerse al teléfono cuando el inspector la llamaba. La discusión que habían tenido meses atrás, el día que Jaime le dio la noticia de su posible enfermedad, le había dejado huella. Ya entonces no le gustó lo que le pedía. Sonsacarle a su ex información confidencial… ¿Qué se había pensado, que era una Mata Hari que se vendía por un revolcón y una cena? Y aun así había dejado que la situación continuara, no había cogido en ningún momento el toro por los cuernos. Se había dejado envolver por la inercia, como si los problemas o las dudas fueran a solucionarse o desaparecer sin más por sí solos. Se había comportado justo como Jaime siempre le decía que no hiciera cuando estaban juntos. Pero en cada llamada su ex parecía más serio al hablar de Miguel, más urgente, y ya no quería seguir cerrando los ojos.
—No me gusta, Laura… Pero está bien, seguiremos como amigos —decía conciliador. Y se diría que con el último comentario del inspector todo estaba dicho.
—Gracias, Miguel. Sé que no estás conforme, pero…
—Aunque no creas que te vas a librar de mí tan fácilmente —la interrumpió él con una sonrisa mientras se levantaba—. A estas alturas, ya debes de saber que soy un tipo muy persistente.
La mirada que le echó no le gustó nada. No había dudas de que él no aceptaba su decisión. «Pero es lo que hay», se dijo muy convencida, tratando de convocar una confianza que en realidad no sentía.