CAPÍTULO 52

No te culpes al advertir en ti un estado

de ánimo que te disgusta.

Siéntete culpable si no haces nada por cambiarlo.

—Entonces, ¿qué diferencia hay entre una emoción y un estado emocional? —preguntó Jaime al grupo de futuros coaches, en la escuela de O’Donnell.

—Que una emoción es más fuerte que un estado emocional —respondió una participante en el programa, siempre generosa a la hora de compartir sus opiniones con el resto de compañeros.

—¿Es más fuerte…? —parafraseó Jaime.

La chica iba a decir algo pero otro participante alumno se le adelantó.

—Que una emoción es menos controlable —dijo.

—¿Menos controlable? —volvió a repetir el coach.

—Sí —dijo otro—, y además, el estado emocional tiene más que ver con una forma de pensar. Con un modelo mental.

—También es más duradero —añadió otro.

A Jaime le encantaba lo que estaba pasando. Esa era la manera en la que a él le gustaba alimentar el proceso de aprendizaje de nuevos coaches. Hacía tiempo que había dejado atrás la pose del profesor sabelotodo, para adoptar más bien la de provocador de reflexiones. Sabía que el conocimiento ya estaba en las cabezas de cada uno de los que había allí. Como decía su buen amigo y afamado coach argentino Leonardo Wolk, «nuestro trabajo como coaches es soplar las brasas que cada uno tiene dentro. Están encendidas, solo hay que sacarlas fuera. Lo que hacemos es más que un trabajo, es el arte de soplar brasas». Eso es lo que él estaba haciendo ahora: soplar las brasas de aquellos quince participantes. El trabajo de Jaime en la escuela consistía en identificar esas brasas, ordenarlas y darles un nombre, de forma que los futuros coaches supieran dónde acudir a ellas para volver a utilizarlas.

Después de varias intervenciones, decidió participar. Era el momento de sumar, clasificar y poner nombres.

—Buen trabajo, chicos. Pues ya lo tenéis —dijo sabiendo la reacción que se iba a producir.

Algunos de los futuros coaches empezaron a anotar obedientemente en sus cuadernos o en sus iPads, tratando de recoger lo que para ellos era la respuesta. Otros se miraban con extrañeza a la cara como preguntándose: «¿Ya lo tenemos? Pero ¿cuáles de todas las cosas que hemos dicho son correctas y cuáles no?». Para esos, Jaime concretó su respuesta:

—Las emociones son específicas y reactivas; los acontecimientos las preceden. Son puntuales y están acompañadas de cambios en nuestro cuerpo. Se nos dispara la adrenalina, nos ponemos rojos, blancos, nos late con fuerza el corazón. Son muy difíciles de controlar. De hecho, cuando aparecen lo único que podemos hacer es gestionarlas lo más deprisa posible. —Hizo una pausa dando tiempo a aquellos a los que les gustaba recoger por escrito todas y cada una de las palabras que él pronunciaba—. Sin embargo —continuó—, los estados emocionales son emociones que se nos instalan mentalmente, y nos atrapan, a veces, durante mucho tiempo. Tienen más que ver con cómo interpretamos lo que nos pasa.

»No os sintáis culpables por sentir una emoción que no os gusta, o por daros cuenta de que estáis en un estado emocional que os desagrada. No es vuestra culpa; si pudierais elegir, habríais elegido otra emoción u otro estado emocional, pero este ya os está poseyendo. Está dentro de vosotros. Ahora bien, sentíos culpables si estáis en un estado emocional que no os gusta y permanecéis en él. Si hacéis algo diferente, o pensáis algo diferente, podréis salir de él.

—Parece fácil, pero todos tenemos experiencias negativas con esto y no es tan sencillo salir —comentó una psicóloga.

—¿Quién dijo fácil? Yo no —aseguró Jaime—. Pero el primer paso para conseguirlo es saber lo que pasa detrás de todo esto que sentimos y tener la voluntad de cambiarlo. La mayor parte de las personas a las que les ocurre no saben cómo han llegado hasta ahí, y la manera de afrontarlo es quejándose continuamente de todo.

—Ya —respondió la chica, estaba de acuerdo con lo que decía el coach.

—Hay cuatro estados emocionales básicos que debéis conocer para ayudar a vuestros futuros clientes a salir de situaciones emocionales que no les gustan. Hoy solo quiero hablaros del que a mí me parece más pernicioso: el resentimiento. ¿Lo conocéis? ¿Habéis oído hablar de él? ¿Lo habéis sentido alguna vez?

—Nooooo… —dijeron todos a coro con la sonrisa irónica dibujada en la cara.

—Lo suponía —comentó Jaime riendo, antes de continuar—. El resentimiento es ese estado emocional que nos atrapa cuando algo nos ha ocurrido, y pertenece al pasado. Es decir, algo que alguien me dijo o me hizo me causó daño, no me gustó y se lo tengo guardado. Es un estado que nos esclaviza a esa persona. Le damos poder a esa persona para que nos haga sentir mal. Una vez le damos ese poder, una vez estamos resentidos con él o con ella, cada cosa que hace o que dice es como si fuera contra nosotros y cada vez nos hace más daño.

—Jaime, decías que de un estado emocional se puede salir… Pero ¿cómo se sale de eso? —preguntó impaciente uno de los participantes.

—Eso es un detalle de impaciencia —le recordó la psicóloga.

—¿Qué…? Ah…, gracias. Es verdad —respondió el participante que acababa de intervenir.

Algunos de ellos se habían propuesto algunas áreas de mejora personal, y para conseguir su objetivo, habían pedido ayuda al resto de compañeros de promoción. El que había hablado se sentía muy impaciente y era algo que quería mejorar. Les pidió a sus compañeros que cuando se comportara de manera impaciente, se lo dijeran.

—Vale. Gracias. A eso iba —dijo Jaime—. Solo hay tres formas de salir de un estado de resentimiento y cada uno debe elegir la que más le convenga. La queja es la primera. Hay quienes solo con quejarse a la persona que les produce el resentimiento, con patalear un poco, ya se desahogan y se quedan tan tranquilos. Como cuando un amigo llega sistemáticamente tarde a nuestras citas. A veces nos conformamos con quejarnos, sin que de ahí salga un compromiso de cambio de nuestro amigo. Si ni siquiera nos quejáramos, alimentaríamos nuestro resentimiento contra él.

»La segunda manera es el reclamo. Reclamar algo significa mantener una conversación efectiva con quien nos produce el resentimiento, para pedirle un cambio. Un compromiso de reparar lo que nos ha producido ese estado emocional.

»Y la tercera es la más difícil de todas, aunque la más efectiva y la que más nos libera de la esclavitud que produce el resentimiento. ¿Os la imagináis? —preguntó a los participantes, dándose cuenta de que llevaba más rato del que él quería hablando solo.

—El perdón —dijo alguien.

—¡Bingo! —gritó Jaime como un resorte—. El perdón. Pero el perdón de verdad, no «de boquilla». No como dicen algunos de «yo ya paso de eso», y sin embargo siguen tragando bilis con la historia que están sufriendo. Un perdón liberador. Ya pasó. Si no puedo, o no quiero hacer nada con respecto a eso, te perdono. Me libero de la esclavitud que me produce el resentimiento y me quedo en paz.

Hizo un silencio para ver las caras de los participantes. Ya nadie estaba escribiendo, sino mirando al coach en silencio. Como solía decir Jaime: «No escuchaba sus voces, pero sí sus cabezas». Estaban digiriendo lo que él les iba contando.

—Aun así —continuó Jaime después de unos segundos en silencio sin que nadie dijera nada—, hay personas a las que no les vale ninguna de estas vías, o el propio resentimiento les impide que practiquen alguno de esos tres caminos. La opción que les queda es muy triste. Seguir resentidos. Seguir jodidos.

La jornada en la escuela terminó y Jaime recogió con premura todas sus cosas. Ya metidos en el mes de junio, se acercaba su cumpleaños. Cuarenta y nueve. «Casi un cincuentón», pensó, y tantas cosas por hacer y por disfrutar. Compartir aquellas jornadas con gente tan diversa en edad, cultura, formación y experiencia profesional le enriquecía enormemente, aprendía de ellos y le proporcionaba una dosis extra de emocionalidad positiva. A veces terminaba con las pilas bajas de energías físicas, pero siempre con un nivel de emoción positiva muy alto.

La calle O’Donnell estaba llena de gente. A las nueve y pico de la noche empezaba a bajar el calor y todo el mundo quería aprovechar el buen tiempo para hacer las últimas compras prevacacionales o, sencillamente, tomarse un helado paseando por el Retiro. Él todavía no había hecho planes para las vacaciones y continuaba a la espera de algunos resultados de las últimas pruebas que le habían hecho. Se decía a sí mismo que no sería nada. Él se encontraba bien. Quizá con un poco menos de apetito y algo más cansado, pero lo achacaba al calor y al cansancio acumulado por el trabajo de todo el año. Había tenido algo de fiebre algún día aislado, sin causa justificada, aunque tenía la impresión de que eso también le había ocurrido otras veces en el pasado.

Esa noche le esperaba una cena —no sabría si decir «interesante»— con Nadia y Juanma. Desde el episodio de Vigo y la avioneta, su relación con Nadia había cambiado un poco. Seguían manteniendo sus sesiones de coaching —de hecho, tan solo les quedaba una—, pero ella no parecía tener tanta necesidad de un hombro para llorar como hacía unos meses. Su relación con Marga, su jefa, había mejorado mucho desde que iniciaran el proceso. Según Nadia, su comunicación ahora era muy asertiva y cuidadosa a partes iguales, hasta el punto de que la propia Marga le había verbalizado el gran cambio que notaba desde que comenzó el proceso.

En un par de ocasiones, Nadia le había propuesto a Jaime que cenaran los tres, animada por Juanma, quien siempre recordaba la ayuda del coach como algo excepcional, pero a Jaime no le había parecido oportuno aceptar la invitación hasta ese momento. Pensó que se iba a sentir muy incómodo y, de alguna forma, traicionando la confianza del novio de Nadia. Aun así, con la relación entre ellos más clara, y alejada del trato cercano y cómplice que habían tenido al principio, ya no quiso evitarlo más.

El restaurante elegido fue La Leñera, en la calle Hernani. Él había estado una vez hacía bastante tiempo, pero la elección la había hecho Nadia, que dijo que no conocía mejor cocina de mercado en general, y mejor carne hecha con brasas de madera de encina, que la que ponían allí. Cuando llegó, ellos ya estaban dentro.

—Hola, chicos. ¿Llego tarde? —saludó pensando que se le había pasado la hora sin darse cuenta.

Nadia y Juanma se levantaron y lo saludaron cariñosamente.

—No —dijo ella—. Lo que pasa es que hemos aprovechado para hacer unas compras por la calle Orense y ya no íbamos a volver a casa. ¿Qué tal tú?

—Contento aunque cansado. Como te dije, tenía clase hoy y he acabado agotado —le respondió mirando con el rabillo del ojo a su novio—. Juanma, si te veo por la calle no te conozco. Cuando nos vimos en Vigo tu cara tenía…, ¿cómo decir?…, ¿más personalidad? —comentó riéndose.

—No me lo recuerdes —contestó él.

En ese momento llegó la maître, una mujer morena y madura que se conservaba muy bien. Llevaba el pelo corto y les regalaba una sonrisa cercana.

—¿Ya han decidido?

—Bueno, yo no —dijo Jaime—. Acabo de llegar, pero prefiero dejarme aconsejar.

Juanma y él optaron por la carne de buey fileteada. Nadia pidió el pescado del día hecho a la espalda. Para compartir, una tortilla melosa de bacalao y una empanada de bonito, ambas especialidades de la casa. Para brindar, un Figuero crianza.

—¿De qué conocías este restaurante, Nadia? —preguntó el coach.

—He estado tres o cuatro veces con nuestra directora de formación. Ella vive por aquí y fue la que me lo enseñó. También he venido alguna vez con Albert Fiestas. El sitio es estupendo y Paqui muy amable.

—¿Paqui? —preguntó su novio—. Ah, sí, Paqui. La maître. Es verdad, no nos hemos presentado.

—Yo estuve hace bastante tiempo y me dejó un buen sabor de boca, pero no había vuelto últimamente —comentó Jaime—. ¿Y qué tal os va, chicos? ¿Qué es de vuestras vidas? —preguntó, aunque no esperó a que contestaran—. Con Nadia me veo de vez en cuando, pero tan solo tenemos nuestra sesión y no nos paramos a hablar de otras cosas.

—No nos podemos quejar —respondió Juanma tras intercambiar una mirada seria con Nadia—. No nos va mal del todo.

Nadia miró a Jaime y sin abrir la boca le dijo: «Por favor, no hagas ahora de coach». Era cierto: si esa respuesta la daba en una sesión, Jaime le preguntaría: «Y si no va mal del todo, ¿cómo va?»…, pero él entendió la mirada y se retuvo. Además, no sabía qué era, pero podía sentir algo extraño en el ambiente. «Quizá hayan discutido esta tarde», se dijo.

—¿Dónde os vais de vacaciones? —Cambió de conversación para evitar que se sintieran incómodos—. Ya las tenemos encima.

—Juanma está mirando algún apartamento o alguna casa por la zona del cabo de Gata. Ya llevamos unos años yendo por ahí y nos encanta.

—¿Para cuándo queréis iros?

—Seguramente la segunda quincena de julio. Estará todo más tranquilo —respondió el informático—. Otros años hemos ido en agosto y estaba un poco agobiante de gente.

Aunque respondían como autómatas aprovechando que era un tema muy informal, Jaime ya estaba seguro de que algo les ocurría y no quiso pasarlo por alto. De otra forma, la cena podía ser insufrible.

—No sé si me excedo… No quiero ir de coach, pero noto algo raro en el ambiente y, quiero ser honesto con vosotros, me siento un tanto incómodo. ¿Qué os pasa? —preguntó mirando a ambos alternativamente muy serio.

Nadia miró a Juanma, y al no decir nada este, entendió que podía contárselo a Jaime. Al fin y al cabo, él estaba al corriente de todo lo que les había pasado con la historia de Telecomunica. Además, había sido muy discreto al no denunciar el tema a las autoridades, como estaba convencido que había que hacer, respetando su decisión por el miedo de que la Policía estuviera implicada.

—Volvemos a tener problemas como lo que nos llevó hasta lo sucedido en Vigo. Yo estoy muy cabreada con Juanma, pero ya no tiene remedio. Así que estamos hechos un lío.

Unas mesas más allá, dentro del restaurante, uno de los secuaces del superhombre charlaba animadamente con una mujer en serbio. Aunque la charla era jocosa y parecía que muy íntima, ambos lanzaban miradas esporádicas a la mesa de los tres, tratando de interpretar lo que decían.

Fuera, el capitán Rueda y un joven cabo de la Guardia Civil, ambos vestidos de paisano, esperaban aparcados en doble fila. No les había sorprendido nada ver a la pareja de serbios entrando en el restaurante quince minutos antes —«Esos cuervos siempre estaban al acecho. El peluquero no se equivocó», pensó—. Durante la reunión que habían mantenido esa mañana en una cafetería de la calle Goya, el colombiano le había puesto al corriente de los últimos movimientos de los Zetas en España.

La última operación de entrada de cocaína a través del puerto de Algeciras había sido un éxito. El acierto consistió en que el barco diera un pequeño rodeo: antes de llegar a España fue a Génova, donde la mitad de los agentes de Aduanas estaban en nómina de los Zetas. Al llegar de un puerto europeo, los controles en Algeciras eran menos rigurosos. Además, también había dos guardias civiles muy bien situados, que les eran fieles, eso sí, a cambio de ciertas entregas en metálico. A partir de allí, la droga se dividía en cuatro partes: una iba a La Coruña en otro barco más pequeño, mezclada con un cargamento de café; el resto viajaría en camiones. Dos partes para Madrid y una para Barcelona. Tenían un equipo de conductores ucranianos que nunca hacían preguntas, y el Mexicano supervisaba personalmente los traslados.

—¿Dónde está el punto débil del cártel, en este momento? —había preguntado el capitán a Fiestas aquella mañana.

—La red está muy bien montada, capitán —había respondido con seguridad el peluquero—. En todo caso, el asunto se está torciendo con la operación de Telecomunica, aunque, como le dije, va a ser muy difícil que nadie pueda probar las muertes de los dos directivos de la empresa en Barcelona.

—Entonces, ¿qué es lo que se está torciendo?

—¿Se acuerda de la metedura de pata con la clave de Zaratustra?

—Sí. Pero ese tema ya estaba resuelto.

—Es cierto, pero ha habido cambios. El infeliz del informático no tuvo suficiente con la paliza del hotel de Vigo. Ha vuelto a las andadas, y parece que tiene un amiguito periodista que le está ayudando con la investigación. Si sale algo a la luz, puede ser un buen escándalo.

—Vaya. Conque entra de nuevo en escena… Quizá nos pueda ayudar —había comentado el guardia civil crípticamente.

—De hecho, esta noche tienen cena en un restaurante en Madrid con el coach que los sacó de Vigo en avioneta —le había soltado Albert, por si con aquello aportaba algo interesante.

—Esta noche… Dime dónde —había ordenado.

—En La Leñera, un restaurante de la calle Hernani.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido el capitán.

—Esta mañana he estado con la chica por motivos profesionales, y ella misma me lo ha contado. Cuide de ellos, capitán. No los exponga. Son buenos chicos.

Y después de aquello, cuando el guardia civil ya se daba la vuelta para marcharse, el colombiano le había soltado la pregunta de marras:

—¿Recuerda por qué me estoy jugando el tipo?

—Claro, peluquero. Para marcharte luego de rositas.

—Eso es. Esto es muy peligroso para mí. Cuando todo esto acabe, yo debo quedar inmune y necesitaré una nueva identidad.

—Seguro, Fiestas. No hay cuidado.

Por desgracia, ni el peluquero ni él sabían que aquella mañana alguien los observaba más allá de los cristales de la cafetería. El Mexicano podía oler a un guardia civil a dos kilómetros de distancia y le bastó con seguirle tras la reunión para confirmar la sospecha que llevaba tiempo arrastrando.

En las inmediaciones de La Leñera, el capitán se fijó en un tipo joven y delgado que paseaba calle arriba y abajo, como si estuviera esperando a alguien. Tenía grandes entradas en la frente y llevaba unas gafas oscuras, del todo innecesarias a esas horas, prácticamente de noche. «La gente es muy rara», se dijo Rueda. Él no podía saber que era uno de los policías que habían retenido en Vigo a Juanma.

—Sigo pensando que tendríais que poner este asunto en manos de la Policía —decía en ese momento el coach.

—Ya está en manos de la Policía, ¿o por qué te piensas que estoy de nuevo metido en esto?

—Pues acudid a otra Policía. Yo qué sé… Lo de Vigo fue muy raro. No me creo que tuvieran autoridad para hacer lo que hicieron. ¿Y la Guardia Civil? —A Jaime se le ocurrió de repente esa alternativa mientras estaba dando cuenta, en un mano a mano con Juanma, de una buena chuleta de buey fileteada—. Esto no es un juego de niños de policías y ladrones. Los Zetas son una banda criminal y no se van a andar con tonterías.

Nadia escuchaba atentamente la conversación de los dos hombres. Ella había dejado muy clara su postura: no quería seguir con aquello. Que fuera la Policía a arrestarla a casa por no cooperar, había dicho.

—He pensado que a lo mejor sería buena idea meter de verdad a un periodista en todo esto. Es lo que le dije a Nadia a sugerencia del inspector por justificar el tema, pero, pensándolo bien, nos garantizaríamos una visibilidad que nos serviría a modo de protección —comentó Juanma—. Además, conectar toda la trama con el tema de Zaratustra generaría mucho interés…

—¿Has dicho Zaratustra? —Jaime dejó de masticar.

—Sí —respondió el informático—. ¿No se lo has contado, Nadia? —preguntó a su novia.

Ella negó con la cabeza.

—Yo no tuve la confirmación de todo aquello hasta que a la vuelta de Vigo me dijiste lo que había averiguado Exe. Luego decidimos olvidarnos del tema… —respondió la chica.

Juanma explicó qué pintaba Zaratustra en toda la historia y cómo Exe lo había conectado con lo que podría llamarse «la religión de los Zetas». Jaime guardaba silencio y negaba levemente con la cabeza, sin creerse lo que escuchaba.

—¿Dices que tiraste del hilo por la aparición de una cita del libro? —preguntó el coach, temiéndose lo peor.

—Sí. Así es. Mira, es este. —El informático sacó su smartphone de Nokia y buscó el documento para enseñárselo a Jaime. El coach solo tuvo que leer las dos primeras líneas.

—Chicos, me empieza a dar vueltas la cabeza —dijo mirando hacia el techo, mientras apartaba su plato, todavía con carne, y se retiraba un poco de la mesa—. Puede que conozca a alguien en Telecomunica que tenga relación con ellos. O los esté investigando. —Quiso dejar un espacio a la presunción de inocencia—. Si fuera así, hay dos asesinatos por esclarecer.

—¿Quién es?

—Perdona, Nadia, pero prefiero no dar nombres de momento. Es un asunto muy delicado y te pondría en más riesgo de lo que estás.

Jaime empezaba a atar todos los cabos y ahora necesitaba algo de tiempo para pensar en qué iba a hacer. Los últimos descubrimientos le habían dejado muy preocupado: aquello que hasta hacía unas horas era un problema de otros se estaba convirtiendo en la tormenta perfecta, y el destino había querido que él fuera el ojo del huracán.

A la salida del restaurante se produjeron varios movimientos de personas y de coches. El capitán Rueda había cubierto su objetivo: identificación a distancia de los tres sujetos para el cabo de la Guardia Civil que le acompañaba. Desde que lo habían destinado a su unidad, le había echado el ojo. «Un tipo joven, ambicioso y sin demasiada ética», pensó el oficial. Muy diferente del sargento Álvarez.

—Quiero que a partir de ahora te turnes a intervalos vigilando al coach y al informático —le dijo Rueda mirándolo fríamente a los ojos una vez los tres objetivos hubieron desaparecido—. Averígualo todo de ellos: dónde van, qué hacen, con quién se ven, qué beben, qué fuman, con quién se acuestan… Todo.

—¡Sí, mi capitán! —El chico habría saludado militarmente y habría dado un taconazo con los zapatos si en vez de estar dentro de un coche se hubieran encontrado en la calle.

—Y de esto ni una palabra a nadie…, incluido el sargento Álvarez.

—¡Muy claro, mi capitán!

La determinación de su voz y la mirada fija de sus oscuros ojos saltones le inquietaron.