CAPÍTULO 51

Éxito es conseguir lo que se quiere.

Felicidad es amar lo que se tiene.

Pasaron unos días hasta que Carlos pudo reunirse con Javier.

Maribel, la secretaria de su jefe, fue a verle dos días después de que este le hubiera pedido el hueco en la agenda para una reunión. Javier quería saber para qué era la cita. Como no le ofreció ninguna razón de peso, su jefe le había dado largas hasta entonces.

—¿Qué tal el funeral de Moncada? —preguntó Carlos por romper el hielo nada más sentarse.

—¿El funeral de quién? —respondió sin acordarse en ese momento de algo que había pasado hacía más de una semana—. Ah, sí. Perdona. Se me juntan tantas cosas en la cabeza que casi ni me acuerdo de lo que hice ayer —dijo pasado el lapsus inicial, antes de que Carlos insistiera—. Triste. ¿Qué te voy a decir? Era un buen tipo.

—Tú ya conocías a su mujer, ¿verdad?

—¿A Roser? Sí, claro. Coincidimos en algún viaje de empresa, cuando nos dejaban llevar a la pareja. Todavía está destrozada.

—¿Cómo estuvo de asistencia? —continuó preguntando Carlos sin atreverse a entrar en el meollo del asunto. De hecho, teniéndolo cerca, le parecía imposible que Javier estuviera involucrado en un tema tan sucio y delicado como aquel. Quizá hubiese ido incluso con más cuidado de haber sabido lo que averiguó Exe. Eso que vinculaba a Telecomunica con el cártel de los Zetas. Eso que el informático jamás llegó a contarle.

—Hasta la bandera. Era un tipo muy querido y bien relacionado. Aquello estaba lleno de bufones.

—¿Bufones?

—Sí. Políticos de segunda fila. Peleles —contestó el directivo con un gesto de asco—. Los bufones nos arrastran a la fatalidad.

A Carlos le pareció que su jefe se había encendido de odio en unos segundos, al hablar de políticos. No sabía muy bien por qué, pero lo que acababa de decir le sonaba de algo. «Quizá ya lo dijo en otra ocasión», pensó.

—Bueno, hablemos de trabajo. —Javier trató de encarrilar la charla—. Al final Maribel no supo decirme qué era lo que querías.

Carlos tragó saliva. Ya había decidido que lo que más le interesaba era ser partícipe del pastel. «Que no nos pongan donde haya», solía decir su padre en referencia a la debilidad humana que asalta a tantos al verse cerca del dinero. Si su padre supiera lo que estaba a punto de hacer, se avergonzaría de él. Solo que si no fuera por la situación económica límite en la que se encontraba, nunca lo habría hecho. Lo habría denunciado directamente a presidencia. «Carmen nunca debe enterarse de todo esto… Ni mis hijas.» Durante unos segundos se quedó como bloqueado, con la cabeza llena de todos esos pensamientos.

—¿Qué? —dijo Javier—. ¿Estás bien, Carlos?

Carlos carraspeó sin saber cómo empezar.

—Es un tema muy delicado y quizá quieras que lo comentemos fuera de la oficina —dijo al fin.

Notó que el otro se ponía en guardia. ¿Quizá se temía lo que venía a continuación?

—Dispara. No estoy ahora como para irme a pasear —comentó decidido, dispuesto a coger el toro por los cuernos.

—Han caído en mis manos unos archivos sobre un cobro irregular que les estamos haciendo a un buen número de clientes… —Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba su jefe.

—Sigue —ordenó.

—Parece que esos cobros fraudulentos van a parar a una cuenta que no es de la compañía y que luego se reparten entre varias personas…

—Continúa.

—Voy a ir al grano. —Volvió a tragar saliva y su cara perdió algo de color—. Estoy casi totalmente seguro de que tú eres el que maneja la trama y el que reparte el dinero.

Ya está. Lo había dicho. ¿Aquel iba a ser el final o el principio?

Javier miró a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Su cara no le cambió lo más mínimo. Sabía que con esa reacción estaba aceptando su implicación, pero el cuerpo no le pedía ponerse a montar un numerito de teatro. Además, sabía que Carlos lo tenía todo atado. Aun así, quiso ponerlo a prueba.

—¿Cómo estás tan seguro de eso?

—Javier… —dijo Carlos con condescendencia. Supuso que su reacción lo había calmado, a fin de cuentas, quien calla otorga, y él de entrada no había negado los cargos.

—Te ha puesto sobre la pista Juan Manuel Iglesias. —No era una pregunta. Vio cómo Carlos abría los ojos sorprendido y se revolvía en la silla.

—¿Cómo lo sabes?

—Sabemos que te viste con él, y también cuándo y de qué habéis hablado por teléfono.

Su subordinado lo miró atónito.

—¿Qué pensabas…? Esto es Telecomunica —dijo Javier como si el otro le hubiera hecho una nueva pregunta—. Se produjo un error humano. ¡Qué le vamos a hacer! —continuó, encogiendo los hombros—. Nos dimos cuenta del fallo, pero ya era demasiado tarde.

Javier no sabía cuál era su nivel de información. Lo que sí sabía es que últimamente no había tenido contacto con el informático. Suponía que Carlos se había asustado y había dejado correr el tema, hasta que le habían apretado las clavijas con el pago. ¿Sabría algo de los Zetas? ¿Conocería la conexión de eso con lo de su préstamo? Suponía que no.

—Dime todo lo que sabes —ordenó el jefe.

Carlos se sonrió, en señal de victoria, y le contó a Javier todo lo que había averiguado. Como su jefe suponía, no hizo mención al cártel y estaba tan confiado que si hubiera sabido algo, lo habría cantado.

—Está bien. ¿Por qué no lo has denunciado?

—No soy un chivato —respondió con cierto aire infantil—. Además, no me gusta romper lo que está funcionando bien. Lo que me gusta es contribuir engrasándolo para que siga funcionando igual.

Javier pilló la descarada indirecta.

—¿Conque es eso…? ¿Y tú qué aportarías?

—Para empezar, mi silencio.

—¿Y luego?

—¿Y luego? No sé… ¿Qué aportan los otros?

—Cada uno es responsable de una parte del proceso.

Aunque Javier se había tranquilizado, hacía un buen rato que había bajado la voz y echaba rápidos vistazos a la puerta para evitar que su secretaria o algún otro compañero los sorprendiera.

—Pues asignadme algún cometido —dijo Carlos con simpleza.

—Bueno. Veremos. Necesito hablar con el resto de los responsables para tomar una decisión.

—Con uno de ellos ya no vas a poder —comentó Carlos.

—¿Qué? —preguntó Javier sin saber a qué se estaba refiriendo.

—Ferran… Ferran Moncada. Con él ya no vas a poder hablar —aclaró.

—Ya. Claro.

No le gustó el comentario. No sabía cuál había sido el objetivo al hacerlo, aunque supuso que le querría dejar bien claro que conocía la trama, sus componentes y quizá hasta lo que cada uno cobraba. «¿Relaciona las muertes con la trama?», pensó preocupado.

—Una desgracia… —dijo para ver qué cara ponía su colaborador.

—Sí. Un verdadera pena. —Carlos enarcó las cejas e hizo un mohín con la boca.

«No lo sabe», se dijo el superhombre de los Zetas.

—Vale, pues dame un tiempo para estas gestiones y te digo algo. —Quiso dar la reunión por terminada.

—Javier —dijo muy serio Carlos—. Además del informático…

—¡Te prohíbo que vuelvas a hablar con él! —interrumpió airado—. No marees más la perdiz por ahí. —Quería evitar que el tal Iglesias le diera más información y que pudieran hacer causa común, ahora que parecía que el imbécil buscaba reactivar la investigación.

—No te preocupes. Pero déjame decirte algo: además del informático, le he dado todos los archivos a un buen amigo de confianza. —Javier estiró el cuello al oírlo—. No te preocupes. Es de fiar —dijo viendo lo mal que le había sentado aquello a su jefe—. Lo sabe todo —continuó—. Si a mí o a alguien de mi familia le pasa algo, él sabe lo que tiene que hacer, y no te gustaría nada.

Javier continuó en silencio.

—Arréglalo. Y rápido —concluyó—. Necesito dinero urgentemente.

—Déjalo en mis manos —respondió su jefe tragándose su rabia y su orgullo. «Ya llegará el momento de ponerlo en su sitio», pensó.

Al regresar a su despacho, saludó jovialmente a Nieves y después se encerró y se tiró en su sillón como si fuera una cama. Piernas estiradas y abiertas en aspa y las dos manos, con los codos en alto, detrás de la cabeza, bajo la nuca. Hacía tiempo que no se sentía tan bien. El placer era doble.

Por un lado se había permitido poner a su jefe contra la espada y la pared y tratarlo con insolencia. Recordaba todas las ocasiones en que Javier lo había despreciado. Como la vez que regresó de un viaje a Brasil y tuvo que comunicarle que no había conseguido cerrar el acuerdo con el operador al que perseguían y más les interesaba. «Panda de inútiles —había dicho su jefe, aunque solo estaba él en su despacho—. No sois capaces de hacer dos cosas bien seguidas. Déjame trabajar. Yo sí voy a cerrar una operación importante hoy», le dijo antes de que abandonara su despacho.

Por otro lado, todo apuntaba a que podría salir del atolladero económico en el que se encontraba. Había revisado las sumas de dinero que se manejaban, y aunque tan solo le correspondiera la más baja de todas las anotadas, era como multiplicar varias veces su sueldo. «Un dineral», se dijo. Daba por hecho que lo iban a admitir en el grupo. Solo le quedaban por resolver dos interrogantes: cuánta pasta le iban a dar y qué cometido le asignarían.

Pensó en Juanma y la manera tan tonta en la que, gracias a él, iba a resolver sus problemas. Pensó que haría caso a Javier y que no volvería a contactar con el informático. No le convenía. Además, el informático no debía saber que él había entrado en la trama.

El teléfono le sacó de sus pensamientos. En ese momento fue consciente de que tenía un montón de cosas por hacer ese día, y aún ni había empezado.

—Sí, Nieves. Dime.

—Te llama un tal Rafael Álvarez.

«¡Joder! El sargento de la Guardia Civil. ¿Qué coño quiere ahora este otra vez? Ya le dije que pasara de mí», pensó. Sus neuronas entraron en cortocircuito. ¿Habría alguna relación entre la inoportuna llamada y la conversación que acababa de tener con Javier? Aunque era un pensamiento absurdo, el ritmo cardiaco se le aceleró.

—Dile que no estoy. Que deje recado. Es un pesado.

Esperó tres minutos y marcó el teléfono de Nieves. Quería saber qué recado había dejado el tipo.

—Dime, Carlos —respondió la chica.

En ese momento empezó a sonar también su móvil. Número desconocido. No le gustaba, aunque a veces recibía llamadas de colaboradores suyos en otros países y tampoco venían identificados.

—Déjalo, Nieves, perdona. Me llaman al móvil. Luego te llamo. —Y colgó, ya con el otro auricular en la oreja—. ¿Sí?

—¿Carlos Arnedo? —La voz le resultaba familiar.

—Sí. Soy yo. ¿Quién llama?

—Soy el sargento Álvarez, de la Guardia Civil. ¿Se acuerda usted de mí? —dijo el agente en un tono amable.

—Ah, sargento. No le había reconocido al principio, pero sí me acuerdo de usted. Diga. —Carlos se tragó la mala leche que le entró por la torpeza de haber cogido el teléfono. «Tendría que habérmelo imaginado», pensó. Y se le mezcló con el miedo…

—Perdone que le moleste, señor Arnedo. He llamado a su despacho, pero su secretaria no le encontraba…

—Sí, ejem. Estaba fuera de mi sitio —mintió para disculparse.

—Ya. No se preocupe. Lo importante es que finalmente hablemos. ¿Cuándo puede pasar por aquí la semana próxima?

—¿Para qué? —respondió cortante.

—Necesitamos hablar con usted de nuevo.

—Ya le dije lo que pensaba y la decisión que había tomado. No me quiero involucrar en sus investigaciones.

—Ya, pero hay nuevos datos y circunstancias que han aparecido y quiero comentarlos con usted —insistió el agente.

—Pues si le digo la verdad, a mí no me interesan esos nuevos datos —replicó en tono despectivo.

—Señor Arnedo —dijo serio el guardia civil—, si no viene voluntariamente, le mandaré una citación judicial. Dígame qué prefiere.

—Vale. Pero será la última vez. —No quería tener problemas con la autoridad en las circunstancias en las que estaba—. ¿Será de nuevo con usted y con su jefe? —A Carlos no le había gustado nada el capitán Rueda. Le resultaba un tipo siniestro y muy de derechas.

—No. Esta vez será solo conmigo.

«Mejor», pensó el directivo.

Fijaron la cita y colgaron.