¿Eres de los que seducen
o de los que pierden el tiempo tratando de convencer?
Laura vivía en un espacioso apartamento del barrio de Salamanca. El amplio salón decorado con tintes modernistas era la pieza principal de la casa. Una gran mesa de cristal y aluminio para ocho comensales presidía el centro de aquel espacio, rodeada de ocho sillas art déco. Un sofá esquinero con chaise longue de cuero rojo acompañaba a una mesita de aperitivos a juego con la mesa grande. Un aparador al lado del sofá se encargaba de guardar toda la cristalería de la casa. Las paredes combinaban tres tonalidades lisas: blanco, albero y rojo. Más allá del tono base, las paredes color blanco y albero tenían sobreimpresionado un dibujo a modo de greca floral en gris marengo, distribuida de manera casual, que daba un aspecto vanguardista a esta pieza de la casa. Dos grandes reproducciones de Andy Warhol completaban la decoración de la estancia.
Gavaldá se dirigió a las habitaciones. Sabía muy bien dónde se encontraban. La primera a la derecha, nada más comenzar el pasillo, era la de la pequeña Paula. Después venía la que usaba su hermana mayor, Sonia, cuando se quedaba en casa. La del fondo era la de Laura. Él había pasado dos noches allí cuando las niñas no estaban.
Había sido muy fácil para el policía hacerse una copia de las llaves del apartamento. La segunda noche que pasó con Laura, aprovechó un descuido de ella para sacar un molde y poder hacer una copia. En este momento ella estaría trabajando y nadie le molestaría.
Se dirigió directamente al dormitorio de Paula. La habitación estaba decorada como las de todas las niñas de su edad entre la infancia y la adolescencia. Muebles de madera de pino. Armario de cuerpo simple en color crudo con tiradores de color rosa, a juego con dos cojines sobre la cama cubierta con edredón de Walt Disney. Una mesilla pegada. Una mezcla de detalles infantiles —peluches y alguna Barbie trasnochada— y elementos propios de una adolescente —un póster de Justin Bieber y otro del protagonista de la saga Crepúsculo, con el torso desnudo— completaba la decoración de las paredes, forradas con papel pintado con impresiones florales.
Él también había estado allí. De hecho, después de haber pasado su primera noche, y mientras Laura se duchaba, quiso oler las habitaciones de las chicas. Lo prohibido siempre le había gustado. Lo excitaba. Además, sabía que antes o después iba a pasearse por allí a solas.
Abrió el armario de Paula y deslizó su mano con los dedos estirados por los vestidos y pantalones que colgaban en sus perchas de la barra. Le llamó la atención la falda colegial que llevaba puesta la niña el día, tiempo atrás, en que casi se precipita al abordarla en su ofuscación. Muchas cosas habían pasado desde entonces. Ahora era el momento de que se precipitaran otras. No vio nada que sirviera a su propósito.
A continuación, después de cerrar con parsimonia el armario, se dirigió a la mesilla pegada a la cama. Se disponía a abrir el primero de los dos cajones cuando oyó un ruido. Alguien introdujo una llave en la cerradura y escuchó el típico sonido de apertura. Se parapetó en dos zancadas detrás de la puerta del dormitorio de la niña, preguntándose quién podría ser. Estaba seguro de que Laura no era. Conocía bien sus rutinas. «Puede ser alguna de las niñas, o la chica de la limpieza», pero esta solo venía martes y jueves… Se lamentó de no haber dejado la llave puesta por dentro. Así nadie hubiera podido abrir y habría ganado tiempo mientras pensaba cómo escapar sin ser visto.
Sorprendentemente, no oyó pasos dentro de la vivienda. Unos segundos después volvió a escuchar ruidos. En ese caso estaba seguro de que los sonidos provenían de la vivienda de los vecinos. Suspiró y se dirigió sigilosamente hasta la puerta para introducir la llave por dentro, antes de regresar a la habitación de Paula.
Ahora sí abrió el primer cajón de la mesilla y empezó a hurgar en su contenido. Ropa interior y calcetines escolares estaban colocados de manera ordenada. La organización tenía el sello de Laura, salvo que la niña hubiera salido a la madre en eso. Desde el principio le llamó la atención lo estructurada que era para todo. Deslizó el dorso de la mano con sus dedos abiertos entre las prendas de la niña. Aquello le produjo cierta excitación. Nunca había tenido tendencias pederastas —de hecho, desde su responsabilidad como inspector de policía, luchaba con rabia contra las redes que traficaban con pornografía infantil— y pensó que lo que de verdad le excitaba era violar la intimidad de otras personas. Era algo que había descubierto no hacía mucho.
Se detuvo en un culote con dos lazos rojos a los lados, lo cogió y se lo acercó a la cara. Realizó una inspiración profunda antes de volver a depositarlo en su sitio. Olía a suavizante y a inocencia. A continuación, abrió el segundo cajón. Este estaba lleno de pijamas bien doblados, una cajita con candado, una pequeña agenda en la que ponía «Mi diario» y un sujetador de talla mini. «Vaya con la mujercita —se dijo—, pero si todavía no tienes tetas. ¿Para qué quieres esto?» La caja tenía el candado cerrado y la llave no se veía por ningún lado. La dejó en su sitio y cogió el diario. Con la letra redonda propia de mujeres —los puntos sobre las «íes» transformados en circulitos—, el diario recogía anotaciones de varias fechas donde relataba diversas experiencias escolares que tenían que ver con sus amigos. Aquello carecía de interés para él. Sin embargo, al abrir un poco más el cajón algo captó su atención. Se trataba de una camiseta de pijama bastante usada con un dibujo de Minnie Mouse delante; parecía que había sido la favorita de la niña durante bastante tiempo. Sacó una bolsa de plástico de El Corte Inglés de su bolsillo, introdujo la camiseta, lo dejó todo como estaba y abandonó la casa.
—Hola, Largo.
La llamada no le sorprendió. La estaba esperando. Sin embargo, no dejaba de ser curioso que la recibiera mientras salía del portal del edificio donde vivía Laura.
—¿En qué carajo andas, Miguelón? Hace mucho que no sé de ti. Cuéntame cómo estás jodiendo a los Celtas.
El Largo era uno de los antiguos lugartenientes de Antonio Cárdenas Guillén —o «Tony Tormenta», como le gustaba que lo llamaran—, capo del cártel del Golfo tras la detención de su hermano Osiel Cárdenas Guillén, que fue quien mandó reclutar a un puñado de militares del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales para que le sirvieran como brazo armado. Los mismos que más tarde renegaron de sus fundadores, pasaron a tomar el nombre de los Zetas y ahora andaban aliados con el cártel de Juárez. Este grupo de élite había recibido instrucción en Estados Unidos, Francia e Israel, especialmente en manejo de armas sofisticadas y contrainsurgencia, lo que hacía de ellos una buena herramienta para que el cártel se extendiera con rapidez.
Unos años antes de que el Tormenta muriera a balazos en Matamoros, había reclutado al Largo en las calles de Monterrey, como uno de Los Escorpiones, su guardia personal. Un tipo desgarbado de más de un metro noventa, muy moreno, con nariz aguileña y un corte de pelo muy peculiar que le dejaba un flequillo bastante cómico. A raíz de la muerte de su jefe en noviembre de 2010, su ascenso había sido meteórico y en proporción directa a la saña con que acometía los encargos. Además, no perdonaba que los Zetas —o «los Celtas», como solía llamarlos por considerarlos salvajes en un territorio que no les pertenecía— hubieran decidido montárselo por su cuenta y enfrentarse a la organización que los creó.
—No te preocupes. Estoy en ello —respondió con serenidad el inspector.
—Tú estás en ello, pero yo no leo noticias en la prensa española que me alegren el día.
—Todo requiere su tiempo, Largo. Además, aquí no es como allí. Encontrar a gente que te ayude no es tarea fácil.
—Ya sé que los gachupines son un poco remilgados, pero les gusta la plata como a los de aquí —dijo con sorna el Largo—. Quiero que los jodas y que yo me entere por las noticias. Si necesitas más plata, pídela.
—No creo que sea necesario —respondió pensando en las cartas que estaba a punto de jugar—. Te enterarás. No lo dudes.
A Gavaldá no le gustaba ese juego, pero el odio alimentaba lo que hacía. Además, era un hombre leal y sabía cuál era su responsabilidad.
Los tiempos de México habían quedado atrás.
Su relación con el cártel del Golfo continuaba.
Se lo habían dejado muy claro: «Tú vas a llegar allí como agregado a la embajada española en México, pero sabes que lo que queremos es que alimentes la red de informadores. En cuanto llegues, alguien del CNI se pondrá en contacto contigo para darte instrucciones».
Había sido fácil. Las relaciones diplomáticas entre México y España eran fluidas, y las instrucciones, claras: nada de inmiscuirse en redes y delitos de carácter local. Más allá de un par de actos representativos a la semana, en su calidad de agregado, su trabajo consistía en ampliar su red de contactos a través de cenas y cócteles en los círculos de poder del país.
La cosa se complicó de manera absolutamente fortuita. Su hermana Cristina, seis años menor que él, dedicaba sus ratos libres a proyectos de desarrollo de zonas deprimidas de Centroamérica, ayudando a una ONG española. Aquel mes de julio de su segundo verano como agregado, su hermana aterrizó al norte de Tamaulipas, en Matamoros. Los del Golfo y los Zetas llevaban unos meses de guerras encarnizadas en las calles para controlar la región, y Cristina y otro cooperante lo acabaron sufriendo: en una de aquellas refriegas, unos Zetas en plena huida interceptaron su vehículo y, aunque su negocio no era el secuestro, no desaprovecharon la oportunidad de extorsionar a un agregado de la Embajada española. Cuando los secuestradores contactaron con Gavaldá, este acudió ingenuamente a la Policía mexicana, hasta que alguien de su círculo de relaciones entre empresarios le dijo que aquello solo se arreglaba o bien con mucho dinero y sin garantías de que la devolvieran con vida, o bien acudiendo al cártel enemigo, a cambio de algún que otro favor futuro.
El Largo fue quien capitaneó el comando que los liberó a tiros.
A su regreso a España un año más tarde, el inspector se había convertido en una de las piezas claves del cártel del Golfo en Europa. Su odio contra los Zetas no tenía límite y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para amargarles la vida, costara lo que costase. Cristina fue violada a diario por sus captores durante el mes que estuvo secuestrada. Todavía estaba en tratamiento psicológico y cada vez que hablaba con ella se echaba a llorar. Gavaldá no lo perdonaría nunca.
La llamada del Largo aceleró algo que ya tenía pensado hacer: debía hablar con el informático de nuevo. Y sabía dónde encontrarlo.
—He preferido venir a verte que hacerte ir por comisaría —dijo el inspector a Juanma cuando apareció en su oficina—. Sé lo poco que gusta eso de ir a declarar. Además, no he dicho que era policía. Evitará que te hagan preguntas. Solo he comentado que era un amigo tuyo.
—Ya, ¿y qué quiere? —preguntó algo escamado por la aparición repentina del policía.
Desde su encuentro en Vigo, tan solo había recibido una llamada suya para ver si había alguna novedad, y parecía que se había quedado satisfecho cuando le dijo que —más allá de la paliza, que le contó con pelos y señales— no había vuelto a tener noticias del tema.
—Necesito que te hagas ver. En todo este tiempo hemos tratado de recabar pruebas para poder imputarles algo, pero no tenemos mucho más que algunas anomalías dentro de una empresa, difíciles de sustentar con unos cuantos archivos crípticos —mintió el policía.
—¿Qué significa que me haga ver, inspector?
—Pues que accedas a sus archivos o que hagas alguna llamada a alguien diciendo que estás intentando averiguar algo sobre ellos. Estoy seguro de que todavía tienen tu teléfono intervenido y sonará la voz de alarma.
Gavaldá había intentado hacer daño a los Zetas haciendo uso de su condición de policía. La estructura del cártel del Golfo en España era todavía muy débil y no podía hacerles la guerra sucia con garantías de éxito, seguramente saldría perdiendo. Por otro lado, si iba a la Fiscalía a acusarlos, en realidad lo que tenía en su contra era bien poco. Los asesinatos seguían impunes, como si el asesino tuviera la habilidad de transformarse en humo. Un ataque demasiado débil podría encontrarse en respuesta con un zarpazo mortal. Necesitaba pillarlos in fraganti, y para eso necesitaba al muchacho y su chica. De hecho, no tenía mucha intención de que la cúpula de la organización acabara en la cárcel. Lo que deseaba con todas sus fuerzas era pillarlos con las manos en la masa. No tenía duda de que en aquella ocasión se tomaría la justicia por su mano. El odio que sentía por los Zetas alimentaba el deseo de acabar con todos ellos a balazos.
—Usted mismo me dijo que me limitara a tenerlo informado si había movimientos, y es lo que he hecho —protestó Juanma un tanto nervioso—. No quiero volver a meterme en ese tema —dijo tratando de zanjar el asunto.
El inspector respiró hondo, como queriendo llenarse de paciencia, para luego seguir hablando en un tono pausado.
—Eso no supondrá ningún riesgo para ti ni para tu novia. Mis hombres estarán atentos a cualquier movimiento peligroso para vuestra seguridad.
—¿Sus hombres? ¡Ja!… ¿Los mismos que conocí en Vigo? ¿Me está hablando de esos hombres? ¿De los que me secuestraron? ¿De los que me inyectaron no sé qué droga para hacerme hablar? No puede estar hablando en serio después de lo que me hicieron.
—Aquello también fue por tu seguridad. Necesitábamos estar al tanto de todo lo que sabías —comentó cínicamente Gavaldá.
—Sí. Y, además, en un piso privado. —Era obvio que el chico aún no llegaba a comprender por qué hicieron aquello.
—Era un piso propiedad de la Policía. Mis hombres me dijeron que la comisaría no estaba preparada para un interrogatorio que pasara desapercibido para el resto. El cártel de los Zetas tiene las orejas muy grandes. Solo hicimos lo que creímos que era mejor para el caso. —Se le estaba agotando la paciencia.
—Inspector, no insista. No voy a hacer nada. Por favor, olvídese de mí.
Aquel tono insolente fue lo que prendió la chispa. La ira de Gavaldá rezumaba por sus ojos.
—¡Coge tu teléfono! —gritó el policía.
—¿Qué…? —Juanma parecía asustado, no sabía qué pretendía el inspector.
—¡Que cojas tu teléfono, coño! —ordenó.
El informático empezó a rebuscar en su bolsillo, al tiempo que volvía a preguntar, esta vez en un tono más sumiso.
—¿Para qué lo quiere?
—Esta es una operación muy importante —dijo recuperando un poco la compostura. Quería asustar al chico, pero no que entrara en pánico. Estando en pánico podía meter la pata—. No voy a permitir que nada ni nadie la ponga en peligro. Si tienes que asumir ciertos riesgos, te jodes. Yo los asumo todos los días. El bienestar de muchas personas depende del éxito de esta operación.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó ya con el teléfono en la mano.
—Quiero que llames a tu novia ahora y le digas que tienes nuevas informaciones de Zaratustra. Que vas a seguir investigando con la ayuda de un periodista. —Aquello no era una sugerencia. Le estaba diciendo que quería que lo hiciera inmediatamente, sin vacilación.
—Pero, inspector… Sabe que me la juego —murmuró temeroso, aunque Gavaldá tenía la sartén por el mango, lo notaba, no se negaría—. Si todavía tienen intervenido mi teléfono, van a ir a por mí.
—Eso es lo que quiero. Pero no te preocupes, vas a tener a mi gente siguiendo tus pasos y los de tu novia —repitió—. No tienes nada que temer. En cuanto observes algo extraño, te sientas en peligro o tengas algún dato que nos pueda ayudar a detenerlos, llámame inmediatamente al móvil desde otro teléfono.
Sabía que lo estaba poniendo a los pies de los caballos si hacía esa llamada, pero estaba verdaderamente convencido de que podría acabar con los Zetas antes de que le hicieran daño a él o a su novia.
—¡Llama!
Juanma miró el teléfono y marcó la tecla de llamada rápida a Nadia. Cuando ella contestó, se armó de valor. Sabía la bronca que le esperaba.
—¿Te has vuelto loco? ¡No lo puedes estar diciendo en serio! —Nadia oía hablar a Juanma diferente. Vaciló al contárselo y tenía la voz como apagada. Seguramente era un broma de mal gusto.
—No. Va en serio. Tengo nuevos datos y merece la pena asumir el riesgo —dijo en un tono más convincente a oídos del inspector.
—Me lo sueltas por aquí, después de… todo lo que hablamos —continuó ella sin hacer caso de su último comentario—. Y, además, ¿es que ya se te ha olvidado lo que te hicieron en Vigo? —insistió.
—Es verdad. Me he dejado llevar por la ganas de contártelo —mintió—, pero tienes razón, mejor no seguimos hablando. Te veo en casa, ¿vale? —se excusó para acabar la conversación.
—Buen trabajo —le dijo Gavaldá nada más colgar—. Creo que esto será suficiente. —Aguzó la mirada en un gesto tosco y se despidió sin demasiado protocolo. Estaba convencido de que en cuestión de segundos el chaval se arrepentiría de lo que había hecho, y no tenía ganas de aguantar lamentos.
Solo media hora más tarde, Javier Cerrato, Albert Fiestas, el Mexicano y el Calvo estaban enterados de la llamada.