Una visión de vida sin un plan de acción tan solo es una alucinación.
—No dejes de abrazarme —dijo Nadia.
Pero Jaime se desentendió de ella y le dio la espalda, moviéndose al borde de la cama. Ya estaba entrado en años, pero aún mantenía una espalda recia y morena. Los músculos se le marcaban y a ella le resultaba una visión del todo excitante.
No dejes de abrazarme.
Ella estaba desnuda sobre las sábanas y todavía sentía el temblor en su cuerpo. Dejar que él entrara en ella había sido una experiencia casi espiritual. El éxtasis se produjo entre gemidos, rodeados de los ecos de un «Te quiero» pronunciado una y otra vez a dos voces, como un mantra.
No dejes de abrazarme.
El miedo al vacío era peor que el miedo a la vergüenza o a la muerte. Ya nunca nada los iba a separar.
No dejes de abrazarme.
«Quiero que vuelvas y que te fundas conmigo. Quiero que siempre estés a mi lado.»
No dejes de abrazarme.
Pero Jaime se levantaba y empezaba a vestirse mientras seguía dándole la espalda. Tenía la cabeza gacha, como si se arrepintiera de lo que había hecho. Ella también sabía que eso no había estado bien. Pero la atracción era más fuerte que todos los condicionantes morales.
No dejes de abrazarme.
Sabía que si lo dejaba marchar, podía darlo por perdido. De repente él se detuvo, dejó caer los brazos y muy despacio empezó a girar el torso para mirarla. Sorprendentemente ella no reconocía su perfil pero tenía que ser él. Qué tontería. ¿Quién iba a ser si no? Solo que al girarse del todo, vio que el rostro no era el de Jaime. Era uno de los secuestradores de Juanma. Ella no los había visto pero estaba segura. Además, había una gabardina oscura sobre la silla.
Nadia gritó —«¡¡Ahhhh!!»— y su propio grito terminó por despertarla.
—¿Qué pasa? —preguntó adormilado Juanma, levantando levemente la cabeza y abriendo tan solo un ojo.
—Nada… Un mal sueño —respondió todavía agitada y bañada en sudor, aún con un pequeño cosquilleo entre las piernas.
—Vale —respondió su novio y se dio la vuelta para seguir durmiendo.
La normalidad casi había regresado a la vida de Nadia. Lo que le pasó a su novio de alguna forma los ayudó a darse otra oportunidad. Después de aquello, a Nadia le habría parecido ruin dejarle en la estacada.
Juanma había dejado de hurgar en Zaratustra. No había vuelto a llamar a Carlos y este tampoco le había llamado a él. Le había parecido raro, pero el escarmiento había sido suficiente. Verdaderamente, quería olvidarse del tema.
Al regresar de Vigo habían vuelto a su casa y, aunque Nadia notaba que cuando iba por la calle Juanma no podía evitar mirar de vez en cuando para atrás, la única precaución añadida que habían tomado ambos era tener a mano tarjetas prepago para cuando quisieran hacer llamadas fuera de lo profesional.
—¿Te parece que nos vayamos un par de semanas al cabo de Gata? —le preguntó a su novio—. Para mí son las auténticas vacaciones. Llevo ya unos días acordándome de sus playas y de sus aguas. Puedo preguntar si está libre aquel apartamento de Las Negras. Nos salió muy baratito y es un pueblecito que me encanta.
—Sí. A mí también me gustó mucho. Lo que pasa es que está un poco lejos de las playas del Barronal y Mónsul —respondió Juanma—. ¿Y si miramos algo por San José? Allí estamos a un paso.
—Es una opción —comentó ella, pero ni se lo planteaba—. Aunque a mí aquello no me gusta tanto. Es muy turístico y tiene ambiente de veraneo. Yo prefiero quedarme por Las Negras, aunque tengamos que desplazarnos un poco más. Merece la pena.
—Vale. Ya me encargo yo de buscar. ¿Para cuándo miro? ¿Ya sabes cuándo te puedes escapar?
—Aún no estoy segura. Marga quiere que esté yo cuando ella se vaya.
—¡Qué honor! ¿Y eso? —se interesó extrañado Juanma.
—Ya ves… Desde que tuvimos una sentada a finales del año pasado, nos estamos entendiendo muy bien. Déjame que le pregunte a ver si ya lo tiene claro. Quería hacer un viaje a Nepal y estaba mirando billetes de avión. Supongo que las mías serán para la segunda quincena de julio o la primera de agosto.
—Pues voy mirando para esas fechas…
—Nieves, habla por favor con Maribel para ver cuándo tiene Javier un hueco en la agenda. Necesito una reunión urgente con él.
—Creo que estaba en Barcelona para el funeral de Moncada.
—¿Funeral? Pero si ya hace unos cuantos meses que murió…
—Sí. Es el segundo funeral. Al parecer su mujer es muy religiosa y no se conforma con uno —respondió su secretaria.
—Vaya. Qué informada estás. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Maribel, que parece la jefa de la Gestapo.
—Pues si lo sabe todo, pregúntale cuándo vuelve y cuándo nos podemos ver.
Carlos estaba muy asustado. Cada vez más, pero disimulaba perfectamente cuando debía hacerlo. «Ya lo decía mi madre.» Recordaba con nostalgia cuando le iba con explicaciones tranquilizadoras —como diría su coach— para justificar cualquier suspenso en las notas. Siempre tenía alguna historia que contar. Siempre había alguien que se había quedado con su libro en la víspera del examen y no había podido estudiar. Él era capaz de escenificar mientras le contaba a su madre la historieta de turno. «Hijo, si algún día te quedas sin trabajo, dedícate al teatro, que se te da muy bien», le decía ella mientras sonreía, rendida ante las explicaciones que le daba el mocoso.
Él ya sabía todo lo que había detrás de Zaratustra. No le había costado mucho averiguar que era una trama para un cobro ilícito a clientes de fondos desviados a la cuenta de alguien que luego lo repartía entre una serie de personas que estaban involucradas. Prácticamente tenía la certeza de que el hombre que lo repartía era su propio jefe.
Pese a que contárselo todo a Juanma fue su primer impulso, el silencio de este le había hecho replantearse las cosas. Era mejor no desvelarle nada, eso lo hubiera comprometido aún más. Si reconocía que sabía todo lo que había averiguado, probablemente este le presionaría para denunciarlo a la Policía. Por otro lado, era una información muy valiosa. Estaba tentado de menear la historia donde debía, para ver si también él pillaba un trozo de pastel. Siempre podría decir que estaba amenazado por su jefe en el caso de que algún día le pillaran. Era una cuestión de jerarquías. Además, su situación económica seguía siendo más que delicada.
Lo que Carlos no sabía es que la organización ya estaba detrás de sus pasos. Que habían escuchado las dos últimas conversaciones con el informático, una vez que este tuvo el teléfono pinchado, y que estaban decidiendo qué hacer con él. El directivo no había terminado de atar cabos e imaginaba que el cártel solo estaba detrás de su préstamo, pero no de lo que estaba pasando en su compañía. Hasta la reunión en la Dirección General de la Guardia Civil con Rueda y Álvarez, siempre pensó que lo de su dinero tenía que ver con una red de prestamistas internacionales con muy malas artes para cobrar. De hecho, la fecha de devolución se acercaba y solo había podido malvender una de sus propiedades. Con el dinero que había sacado en limpio no llegaba ni para pagar la mitad de la deuda.
Encerrado en sus pensamientos, no oyó llegar a Nieves. Su secretaria aguardó en silencio a la espera de que él levantara la cabeza.
—Perdona, Carlos. No sabía si te podía pasar llamadas.
—¿Javier? —preguntó convencido de que era su jefe.
—No. Es un tipo que no ha querido darme su nombre. Dice que es un tema personal.
A Carlos cada día le gustaban menos las llamadas inesperadas de desconocidos. Desde que volvió de Nueva Delhi, siempre se temía lo peor.
—Ah, vale, pues pásamelo —dijo con aparente tranquilidad, haciendo uso de sus artes dramáticas.
—¡Que Dios te coja confesado! —murmuró la chica cuando empezaba a darse la vuelta para salir de su despacho.
—¿Qué pasa, Nieves? —preguntó inquieto.
—No. Nada. Que me ha parecido un tipo un poco desagradable. Solo eso.
—Yo sé cómo lidiar con tipos desagradables… —Y forzó una sonrisa.
Su teléfono sonó y él lo cogió con cierto desasosiego.
—¿Sí? Carlos Arnedo al habla.
—Carlitos, qué bueno que te escucho.
—¿Quién es, por favor? —preguntó aún más inquieto temiéndose lo peor.
—Tu amigo del alma. El que te presta dinero cuando te hace falta.
A Carlos le subió la sangre a la cabeza, una vez confirmados sus temores.
—Ah. ¿Qué quiere?
—Ya sabes lo que quiero, o ¿es que lo has olvidado? —comentó el Mexicano.
El directivo puso con urgencia su cabeza a funcionar para ver si algo se le había escapado. Aún quedaban más de seis meses para la fecha tope y no sabía por qué este tipo se ponía en contacto con él tan pronto.
—Todavía no ha acabado el plazo —se atrevió a decir.
—El mundo da vueltas, Carlitos. Las cosas cambian. La vida está muy apretada —dijo lleno de ironía—. Necesitamos una prueba de buena voluntad. No pensarás que vamos a esperar hasta el último día para comprobar que tienes los bolsillos vacíos.
—¿Y qué es una prueba de buena voluntad?
Durante todo este tiempo, Carlos no había dejado de pensar ni un minuto en las fotos de sus hijas en pijama. Sus niñas eran lo que más quería en el mundo y no podía permitir que nadie les hiciera daño.
—¡Carajo! —dijo con desprecio el Mexicano—. No hay mejor prueba de voluntad que una parte adelantada del pago. Digamos…, la mitad: 90.000 euros. —Y quedó en silencio.
—¿90.000 euros? Pero eso es mucho dinero. Yo ahora no lo tengo —dijo casi con voz temblorosa.
—¿Y qué verga quieres decir con eso? ¿A qué carajo estás esperando? Tienes quince días para juntarlo.
—Pero no voy a poder reunirlo en tan poco tiempo —dijo en tono de súplica.
—No me cuentes penas, que la vida es muy triste. Las primeras instrucciones para el pago las tienes en tu correo electrónico. Esta vez elegiremos otro hotel. En el que nos vimos había demasiado ambiente.
Con el auricular pegado a la oreja, Carlos comprobó la bandeja de entrada de Outlook en su ordenador de sobremesa.
—No veo nada. No me ha llegado nada.
—Mira en tu cuenta privada. —Aquello era una orden.
—¿En la de Gmail?
Pero el otro ya había colgado.
Temió que alguien entrara en su despacho en ese momento. Sus dotes dramáticas de poco le iban a servir en el estado en que se encontraba. Tecleó en su ordenador para acceder al servidor de Gmail, introdujo su nombre de usuario y contraseña y esperó a que se descargaran nuevos mensajes. «¿Cómo conocen mi dirección de mail privada?» Era verdaderamente increíble lo controlado que lo tenían.
En la bandeja de entrada vio varios correos nuevos, uno de los cuales era de una dirección que él no conocía y además llevaba archivos adjuntos. Lo abrió y el cuerpo del mensaje estaba vacío. Pinchó con el ratón el primero de los cuatro adjuntos. Tenía una extensión «jpg», y se imaginó que era algo escaneado. Lo que no habría imaginado nunca es lo que encontró realmente: una nítida foto de Carmen, su mujer, en bañador con una toalla al cuello. La habían tomado a la entrada del vestuario del club deportivo donde hacía un poco de aerobic y aprovechaba para nadar en la piscina. La segunda foto era de sus hijas subiendo al autobús del colegio.
No quiso seguir mirando. Se echó para atrás y su cuerpo quedó lacio. Las fuerza lo abandonaban.