Los juicios hablan más de quien los emite que de a quien se refieren.
—Él te apreciaba mucho. Cada vez que hacíamos algo especial en nuestra casa de Bor, decía: «Guarda un plato para que lo pruebe Miguel» —comentó la viuda de Ferran Moncada al inspector Gavaldá a la entrada de la basílica de Santa María del Pi.
—Lo sé, Roser. Yo también lo apreciaba —respondió él cabizbajo.
—Además, cuando le preocupaba algo, siempre esperaba a comentarlo contigo —continuó la viuda. El policía sabía que era cierto. De hecho, en sus últimos meses, Moncada prefería esperar al fin de semana para verse en Bor, en lugar de llamarle por teléfono.
El inspector Gavaldá había conocido a Moncada como vecino en una pequeña urbanización de Bor, un minúsculo pueblo enclavado en la Cerdaña catalana, muy cerca de la estación de esquí de La Masella, y mucho antes de ser destinado en la comisaría de Chamartín. Ambos eran muy aficionados al deporte blanco y habían coincidido en una oficina inmobiliaria de la localidad. Intercambiaron impresiones a la salida y se decidieron a comprar el adosado para disfrutar de la temporada de esquí, al menos los fines de semana.
Desde el principio surgió una relación de simpatía entre ambos hombres. Moncada se sentía bien teniendo un vecino y amigo policía. «Hay que tener amigos hasta en el infierno —decía—. Aunque sea para que te quiten multas de aparcamiento.» Y, además, Miguel le parecía una persona muy vivida y un gran conversador.
Para el inspector, Moncada tan solo era un vecino amable que tenía un cargo directivo en una de las primeras empresas del país. Su relación dio un salto cualitativo cuando dos Navidades atrás le llamó por teléfono para comer con él en Barcelona. Nunca olvidaría la cara que trajo al restaurante cuando lo vio entrar.
—Hoy no vengo a verte como amigo —dijo—, hoy quiero hablar con el policía.
—Adelante —contestó el inspector entre divertido y curioso—, soy todo oídos.
—Pero antes apelo a tu confidencialidad profesional. Lo que te voy a contar puede ser muy peligroso para mí… Y cuando te lo cuente, también para ti.
El policía sonrió. No veía cómo una confidencia de vecinos le podía resultar peligrosa. De hecho, en ese preciso instante en su cabeza estaba cambiando la etiqueta que tenía de Moncada, de hombre serio, maduro y responsable a otra de persona ingenua. El otro le adivinó el pensamiento.
—Cuando te cuente lo que es no te parecerá tan divertido y entenderás por qué adopto estas precauciones.
—Está bien, Ferran. Perdona. Le estás dando un dramatismo que me resulta de película. Dime qué te preocupa.
—Estoy metido en un lío del que no sé cómo salir.
—¿De faldas? —se atrevió a ironizar el policía.
—¡Miguel, coño!, que es muy serio —gritó enfadado—. Escucha: es un asunto que tiene que ver con mi trabajo. Todo empezó hace unos meses cuando un colega de Madrid me propuso intervenir en lo que parecía un juego inocente. Por mi responsabilidad en sistemas informáticos me pidió hacer unas modificaciones en el sistema automático de llamadas para desviar ciertos cargos a clientes a una partida presupuestaria extraordinaria. A mí no me resultó raro al principio. En realidad, era una práctica habitual que se utilizaba de vez en cuando para saltarse la rigidez de los presupuestos anuales.
—¿Era…, dices?
—Sí. En el último año, y con el cambio de presidente, el tema está muy controlado y se ha prohibido. No sé si es que el nuevo comité sospecha lo que se está haciendo.
—No veo nada raro, hasta donde llego a entender. Se trataba de una anomalía de un procedimiento interno. ¿Es eso?
—No solo eso —se apresuró a decir Moncada—. Se estaban cargando importes a clientes de la operadora de manera fraudulenta y se estaban desviando a una cuenta particular. No a una partida presupuestaria.
—Ya veo. ¿Y lo has denunciado internamente? —preguntó el inspector.
—No… Y, además, estoy cobrando parte de ese dinero.
El policía quedó en silencio, sin saber qué responder. Un vecino de fin de semana, con quien tan solo mantenía una relación superficial, le estaba haciendo una confesión de algo punible por ley. No sabía adónde quería llegar ni qué esperaba de él.
—¿Y cómo te has metido en eso, Ferran? —le preguntó finalmente.
—Yo no me he metido. Me han metido. —Su cara expresaba rabia al decirlo—. Cuando empecé a darme cuenta de lo que estaba pasando, ya había recibido tres ingresos idénticos, uno cada mes, en mi cuenta particular. Yo no los pedí y nadie me avisó de ello. Reconozco que soy un desastre para mis cuentas bancarias. Solo las miro cuando el banco me dice que ha pasado algo. Hablé con mi colega de Madrid y me dijo: «Bienvenido a bordo». «¿A bordo de qué?», le pregunté y me soltó: «A la casa grande». Yo me puse digno y le amenacé con denunciar lo que estaba pasando.
—¿Y qué pasó? —preguntó el policía, realmente interesado.
—Me enseñó varias fotos de mi hijo. En la universidad, con sus amigos. Incluso besándose con otro chico dentro de un coche.
—¿Con otro chico?
Ahora que lo decía, la verdad, sí le cuadraba. El chico de veinte años nunca hacía comentarios sobre chicas. De hecho, nunca entraba al trapo cuando era Gavaldá quien le llamaba la atención sobre el culo de alguna esquiadora en los remontes de las pistas.
—Sí, Miguel. Por si no te habías dado cuenta, Francesc es gay. Pero eso aquí es lo de menos. El caso es que el puto Javier Cerrato me suelta que si quiero seguir viendo a mi pequeño mariquita, más me vale que haga lo que él me ordene.
—¿Cómo no lo has denunciado antes? —preguntó indignado Gavaldá.
—Aquí es donde se complica la historia, y por lo que es más peligrosa incluso de lo que puede parecer. A estas alturas, yo estoy metido hasta el fondo. Colaboro con todo lo que me piden y últimamente hasta asisto a alguna de sus reuniones. Y te aseguro que toda esta trama no la maneja solo este sujeto.
—¿Cuánta gente hay metida en esto?
—Mucha, Miguel. Hay un conocido cártel de la droga detrás y yo no me he atrevido a hacer nada hasta ahora, pensando en la seguridad de los míos.
Al inspector le dio un vuelco el corazón cuando escuchó la palabra cártel. Hasta la cara perdió color. Frente a él Moncada debió de pensar que era por la trascendencia del asunto, aunque las razones por las que el policía se puso en guardia eran algo diferentes.
—¿Quiénes son? —preguntó tan solo.
—Los Zetas.
Desde aquel momento el policía le sugirió que no volviera a llamarle desde su teléfono móvil, que utilizara la línea fija. Le estuvo dando largas cambiadas sobre lo que él pensaba que había que hacer, sin llevar a cabo ninguna acción en concreto amparándose en los riesgos del asunto y en la seguridad de su familia, como tema prioritario. El inspector le pidió que mantuviera su papel dentro de la organización y quedaron en que le fuera pasando información regular sobre los movimientos del cártel, al menos, hasta donde él podía averiguar, manteniendo tan solo las orejas bien abiertas.
Ahora, cuatro meses después de que su amigo fuera arrollado en Collserola, aquella charla parecía de otra vida. Al final el caso se había cerrado con «atropello fortuito con resultado de muerte y fuga del conductor», aunque el inspector sabía muy bien quién había sido. Aun así, sus pesquisas tenían otro interés. Un interés particular que nada tenía que ver con la Policía.
La gente iba llegando a la iglesia y presentaba sus respetos a Roser, vestida impecablemente de negro y con unos zapatos de tacón que daban vértigo. Sus hijos Francesc y Núria, muy cerca de ella y también a la entrada del templo, charlaban con uno de sus primos. El inspector sabía que Roser no era partidaria de celebrar funerales, pero su suegra —una mujer ya casi octogenaria y la matriarca de una de las familias más influyentes en la Barcelona del siglo XX— estaba convencida de que había que celebrar tres misas funerales el primer año del fallecimiento de un ser querido, y al menos una anual durante los siguientes diez años. Al final la viuda había accedido.
El templo estaba imponente. Una joya situada en pleno Barrio Gótico de la Ciudad Condal, y quizá la más visitada después de la Sagrada Familia. El enorme rosetón veía desfilar bajo él a la flor y nata de las familias catalanas y a un buen número de empresarios influyentes.
Un hombre se acercó a la viuda.
—¿Cómo estás, Roser? —dijo al tiempo que le besaba la mejilla.
—Gracias por venir, Javier —respondió ella—. Sé que estás muy ocupado y te agradezco que hayas viajado para asistir.
—No podía faltar. Tu marido era un buen hombre y un gran profesional.
«Ella no sabía nada», se dijo Gavaldá, que observaba la escena a una distancia prudencial, aunque lo bastante cerca como para escuchar lo que ambos decían. Moncada ya se lo había dicho, pero él tenía algunas dudas. Si hubiera conocido la relación extraprofesional que tenían ambos hombres, la reacción de la viuda habría sido muy diferente y él lo habría notado. El policía sabía de sobra quién era Javier Cerrato. Desde que Moncada lo puso sobre aviso de lo que estaba ocurriendo, lo había sometido a una investigación profunda. También dedicó ciertos recursos para seguir sus movimientos y no fue fácil: dos matones serbios le acompañaban casi a cada momento. Javier fue el que le condujo al resto de componentes del cártel de los Zetas en Madrid. A través de él, supo de la existencia de la conexión del peluquero y sus secuaces con la organización criminal. A través de ellos conoció el papel protagonista del informático y de su novia. Una enorme red de víctimas y verdugos. Y aún seguía desenredando la tela de araña.
Javier había viajado solo a Barcelona. Con el funeral como excusa, quería tener una conversación con el sustituto de Moncada. Aunque no estaban en la misma línea jerárquica, había podido influir para que colocaran en su posición a alguien de su confianza. Le resultó fácil justificarlo. Por las responsabilidades de ambos en la compañía era importante que la comunicación fuera fluida y la relación, cercana. Por eso cuando planteó a su jefe el nombre de un posible sustituto de su agrado, el tema estuvo hecho.
Después de conversar con Roser se dispuso a entrar en el templo para sentarse al lado de algún conocido de Telecomunica que también asistiera a la misa. Al pasar se fijó en un hombre delgado con el pelo muy corto cortado a cepillo que no le había quitado la vista de encima desde que se acercó a saludar a la viuda. Aunque estaba seguro de que no lo conocía, por alguna razón su cara le resultaba familiar. Gavaldá apartó la vista cuando Javier pasó a su lado.