CAPÍTULO 47

Las emociones son específicas y reactivas.

Los acontecimientos

las preceden y siempre caminan

dos pasos delante de la acción.

—La emoción camina siempre dos pasos por delante de la acción, Ignacio. Siempre actuamos desde una determinada emocionalidad que nos condiciona —explicó Jaime a uno de sus clientes, director financiero de una de las empresas de alimentación más conocidas del Grupo Bongrain.

—Creo entender lo que me dices, pero eso ¿cómo lo aplico?

El objetivo que su cliente le planteaba para esa sesión tenía que ver con cómo controlarse en las situaciones en las que perdía los nervios. Unas horas después, o al día siguiente de producirse estos episodios, se daba cuenta de la metedura de pata, se sentía mal y no sabía cómo arreglarlo. Era la cuarta sesión de un programa de doce, y apenas si habían pasado de la fase de precoaching para meterse de lleno en el proceso. El directivo había compartido con su coach una situación que se repetía con cierta frecuencia, en el ámbito de las reuniones del comité de dirección. Su honestidad y las ganas de alimentar una relación productiva con todos sus pares de la compañía le habían animado a solicitar un proceso de coaching a su jefe, el director general de la firma.

—En el mundo, a tu alrededor, pasan cosas —empezó diciendo el coach para explicar cómo gestionar emociones—, pero lo que pasa no es lo que a ti te dispara la emoción; lo que verdaderamente te la dispara es cómo te lo tomas. No nos enfada lo que otros dicen o hacen; lo que nos enfada es la opinión que tenemos de lo que otros dicen o hacen. De hecho —continuó Jaime—, eso que a nosotros nos enfada a otros les produce satisfacción. Por ejemplo, utilizando una situación corriente en el seno de la familia, si tu hija pequeña se cae, puede que te sientas mal porque no la has cuidado como debías o porque podría haberse abierto la cabeza. Sin embargo, si piensas que le estás dando un poco de distancia y espacio para que se desarrolle, o que al caerse está aprendiendo cómo mantenerse en pie para una próxima ocasión, posiblemente te sentirás bien porque pensarás que estás siendo un buen padre al no sobreproteger a tu hija.

—Entonces —dijo el directivo, al caer en la cuenta de la alternativa que se le abría con esa reflexión—, cuando observo algo que se produce a mi alrededor que me hace enfadar, si lo interpreto de diferente manera, me va a producir una emoción diferente.

—Sin duda. No sabemos si mejor o peor —dijo el coach riéndose—, lo que sí está garantizado es que la emoción va a ser diferente. Y esa emoción es la que camina dos pasos por delante de la acción. Cuando la emoción es de rabia o frustración, probablemente me lleva a actuar como tú lo haces en esas circunstancias. Si lo miras con otros ojos y la emoción es más neutra, o hasta positiva, te comportarás de otra forma con la gente de tu equipo.

—Y si la emoción ya me ha atrapado, ¿qué puedo hacer?

—Para empezar, no sentirte culpable. De poder elegir, no la tendrías, pero ya te ha atrapado. Y después puedes gestionarla desde un plano fisiológico con algunas alternativas sobre las que podemos conversar en nuestra próxima sesión.

El reloj interno de Jaime le decía que el tiempo se estaba agotando y quería atender sus próximos compromisos de agenda puntualmente.

Como tarea hasta la próxima sesión, Ignacio se comprometió a practicar la utilización de «otros ojos» en las circunstancias que tenía identificadas como disparadoras de la emoción que le llevaba a actuar como él no quería.

En cuanto se despidió de su cliente consultó su móvil, como hacía siempre, para comprobar que no hubiera nada urgente. Se sorprendió al ver cuatro llamadas perdidas de Nadia, aunque no había dejado ningún mensaje. Aquello no era para nada habitual, así que se decidió a llamarla en ese momento.

—Jaime —respondió ella entre lágrimas—, gracias por llamar.

—Tranquilízate, Nadia. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

—Estoy en casa de mis padres —atinó a decir.

—¿Les ha pasado algo malo? —preguntó el coach convencido de que alguno de ellos había muerto.

—No, no. A ellos no. Es por Juanma. Me acaba de llamar desde un hotel de Vigo. Le han dado una paliza y está muy mal.

—Pero ¿quién ha sido? ¿Cómo está?

—Un tipo. No lo conocía de nada.

—¿Cómo que no lo conocía? Pero ¿ha sido una pelea?

—Es muy largo de contar —dijo, tranquilizándose por momentos.

—Ah, vale, ya me lo explicarás —murmuró el coach—. ¿Y ha llamado a alguien? No sé, ¿a una ambulancia? ¿A un médico? ¿A la Policía?

—No. No se atreve…

—¿Cómo que no se atreve?

—No se atreve. Está asustado. Dice que vaya a buscarlo. Que él no se atreve a venir solo. Además, están de huelga los de AENA en los aeropuertos.

—Pero habrá servicios mínimos…

—Sí, he probado y los únicos vuelos garantizados están completos. Jaime, perdóname por haberte llamado. No debería haberlo hecho, pero en ese momento no sabía a quién acudir. —La voz se le apagaba mientras hablaba, se le empezaba a quebrar de nuevo.

—Nadia, tranquila. Has hecho bien y quiero ayudarte. ¿Estás segura de que no es buena idea llamar a la Policía?

—No, Jaime, créeme.

No insistió.

—De acuerdo. Deja que haga unas llamadas. Si la meteorología está bien, quizá podamos ir a buscarlo en la avioneta que suelo alquilar.

Nada más colgar, comprobó que la Delta Yanky Foxtrop, una Cessna 172 propiedad de un tipo que la tenía abanderada en una escuela de vuelo, estaba disponible y en perfecto estado de uso. Después consultó en la web de la Agencia Española de Meteorología qué se iba a encontrar en su ruta —lo que más hubiera temido era encontrarse niebla en el aeropuerto de Vigo, pero en esa época del año la niebla aparecía con menos frecuencia—, y, una hora más tarde, ya estaban los dos en Cuatro Vientos, el pequeño aeropuerto dentro de Madrid desde donde habitualmente volaba.

Jaime dejó a Nadia en el coche mientras él recogía las llaves y la documentación de la aeronave, y luego ambos se dirigieron a la oficina habilitada para hacer el plan de vuelo.

—Tardaremos todavía un rato en salir —comentó él—. Hay una serie de trámites y comprobaciones necesarias antes del despegue. ¿Cómo estás? —le preguntó al ver que el rostro de la chica no expresaba nada.

—Estoy bien, Jaime. No te preocupes. Te agradezco todo lo que haces por mí —dijo bajando la mirada.

—Deja ya de darme las gracias. Sabes que te aprecio mucho y que nuestra relación va más allá de lo profesional. —El coach le lanzó una mirada cómplice para desdramatizar un poco la situación—. Es una excusa extraordinaria para hacer un vuelo entre semana.

—Ya, pero tú tenías cosas que hacer hoy —insistió.

—Claro que tenía otras cosas programadas, pero esto es lo bueno de sentirse libre. Las citas de hoy ya están reubicadas, así que deja ya de decir gracias. —Utilizó un tono imperativo.

—Vaaaale… Gracias. —Y se rio—. Además, estoy más tranquila porque he hablado con Juanma y parece que él está también mejor.

—¿Sigue en el hotel?

—Sí. No había confirmado fecha de salida y ha pedido un día más, a la espera de que lleguemos.

Con el plan de vuelo autorizado, pasaron el control de pistas y llegaron a donde estaba aparcada la avioneta.

—¿En esto vamos a volar? —preguntó en tono irónico Nadia—. ¿No es muy pequeña?

Era la sensación habitual que tenía la gente cuando volaba por primera vez en avionetas del tipo de esa Cessna. Acostumbrados a viajar en aviones de pasajeros de aerolíneas, siempre sorprendía la diferencia de tamaños.

—De pequeña, nada. Caben cuatro pasajeros y no te preocupes, vuela mejor que cualquier avión grande.

—Si tú lo dices… —murmuró sonriendo.

Jaime hizo el chequeo habitual antes de cualquier vuelo y comprobó que tenía suficiente combustible para llegar al aeropuerto de destino, incluido el margen de seguridad necesario en el supuesto de tener que aterrizar en un aeropuerto alternativo.

—Pues todo revisado y correcto. ¡Vámonos! —dijo acompañando a Nadia a la puerta de entrada de la aeronave.

Una vez que él se hubo sentado a los mandos, pidió permiso a torre para rodar hasta la pista y unos minutos después estaban en el aire.

En el despegue Nadia agarró el antebrazo derecho de Jaime y lo apretó con fuerza, pero no dijo nada y el coach no sabía si era por miedo o por no molestar mientras escuchaba las comunicaciones que él mantenía por radio.

—¿Estás bien? —preguntó a la chica.

—Sí. Es impresionante la sensación —respondió ella a través del micrófono con auriculares que llevaba puesto, y haciendo el signo de okey con su mano derecha—. Nada que ver con volar en un avión grande.

Ya en vuelo recto y nivelado, y a la altura que control de tráfico aéreo le había autorizado, volvieron a hablar de Juanma y de lo que le había llevado a esa situación. Ella le contó todo lo que sabía. Le habló de Telecomunica y de cómo su novio se había metido en aquel jaleo. De cómo, al parecer, hasta la Policía estaba involucrada y por eso su novio se negaba a llamarla. De la muerte de Exe. De sus miedos, de su padre, de su madre…

A Jaime le pasó por la cabeza todo lo que estaba ocurriendo en Telecomunica. Las dos muertes repentinas, y al parecer intencionadas. El nerviosismo de Ferran Moncada en su último encuentro. La anécdota del escrito de Nietzsche.

—No puede ser —dijo en voz alta.

—No puede ser, ¿qué? —preguntó Nadia.

—Delta, Yanky, Foxtrop. Aquí Control Madrid.

Aunque tenían de fondo todas las comunicaciones entre pilotos de líneas aéreas y el centro de control del área de Madrid, cuando Jaime oyó el indicativo de su aeronave, levantó una mano hacia Nadia, pidiéndole que guardara silencio.

—Delta, Yanky, Foxtrop. Adelante, Control Madrid —respondió al controlador que seguía su vuelo desde que salieron del circuito de Cuatro Vientos.

—Delta, Yanky, Foxtrop, informe si tiene contacto visual con un bimotor que se va a cruzar con usted a 7500 pies.

Jaime se puso en alerta. Ellos estaban volando a 8500 pies, pero si el controlador avisaba, es que iban a pasar muy cerca, así que abrió los ojos de par en par y su respiración se agitó mientras oteaba el horizonte.

—Negativo —respondió el coach—. No lo tengo a la vista.

—Le entrará a las diez —añadió el controlador.

Jaime le hizo un gesto a Nadia para indicarle un figurado diez de las manecillas de un reloj; necesitaba que le ayudara a mirar.

—Allí —gritó ella señalando un minúsculo punto plateado que se movía hacia ellos de izquierda a derecha.

Jaime también lo había localizado.

—Delta, Yanky, Foxtrop. Es afirma —respondió utilizando el lenguaje aeronáutico—. Tráfico localizado a mis diez. Con el tráfico a la vista mantenemos rumbo y altitud.

—Copiado Control Madrid.

Sin perder de vista la aeronave, que cada vez se hacía más grande en el horizonte, Jaime concentró toda su atención en mantener su avioneta en vuelo recto y nivelado. Una vez la vieron perderse debajo de ellos, el coach retomó la conversación que la comunicación de radio había interrumpido.

—Te decía que no puede ser —continuó Jaime—, que es demasiada coincidencia. Yo estoy haciendo coaching con unos cuantos directivos de Telecomunica y… —Se calló de repente, sopesando si continuar faltaba a su acuerdo de confidencialidad, pero decidió que si no revelaba los nombres, este quedaría a salvo.

—¿Y? —preguntó Nadia impaciente ante la pausa de su coach.

—Pues que ha habido dos muertes en poco tiempo y, según la Policía, no son accidentales.

—Si no son accidentales, ¿entonces?

—Parece que son asesinatos, y me pregunto qué relación tienen con lo que está investigando tu novio. —Frunció el ceño en una expresión reflexiva.

—Pues sí que es extraño —murmuró Nadia.

El vuelo fue un tanto movido a la altura de Zamora. Un viento cruzado de veinticinco nudos los desviaba continuamente de la ruta que marcaba su GPS, y algunas nubes bajas hacían que Jaime extremara toda su precaución. Sin embargo, cerca ya del aeropuerto de Vigo, cuando el controlador sugirió a Jaime que pasara la comunicación con la torre de control, el día se había quedado claro, con un cielo azul que lo iluminaba todo y unas vistas a la ría de Vigo que dejaron a Nadia con la boca abierta.

—Es impresionante, Jaime. Vaya panorama.

—¿Comprendes ahora por qué me ha parecido una gran idea venir a buscar a Juanma en avioneta?

Ella no dijo nada, pero sonrió mientras seguía mirando las impresionantes vistas a la ría.

La torre de control del aeropuerto de Vigo les dio como número dos para aterrizar por la pista «dos cero» y Jaime se dispuso a hacer las comprobaciones previas al aterrizaje. La toma de tierra fue muy suave y tuvo la misma sensación que la embargaba siempre mientras se dirigía a la plataforma para aparcar la aeronave: su avioneta parecía una mosca entre grandes aves. Un Iberia Express estaba cargando a su pasaje. «Para Madrid o Barcelona», supuso. Sería uno de los vuelos acordados como servicios mínimos. También había un antiguo DC-9 que seguramente pertenecería a alguna compañía de vuelos chárter.

Ya en la terminal se dieron cuenta de la poca actividad. Se estaba notando la huelga. Tomaron un taxi y se fueron directos al NH Palacio de Vigo.

Cuando Juanma abrió la puerta de la habitación, Nadia se echó la mano a la boca.

—¿Qué te han hecho? —Y se acercó a él para abrazarlo.

—Ahhh, cuidado —dijo él dando un paso atrás—. Cuidado, nena.

—Ay. Perdona. No quería…

Jaime miró a Juanma y luego la habitación. Estaba muy revuelta y casi todos los muebles movidos, como fuera de sitio.

—Pasad. Sentíos como en casa —comentó en tono irónico—. Pero no me desorganicéis nada. —Soltó una carcajada—. Ahhh, me duele todo.

—¿Quién ha sido? —preguntó Jaime.

—¿Así que tú eres el famoso coach? —dijo sin responder la pregunta—. ¿Al final habéis venido en avioneta?

—Sí —respondió Jaime—. La hemos dejado en el aeropuerto.

—¿Y cuándo podemos salir? —se interesó el chico.

—Cuando queramos. Solo tenemos que ir al aeropuerto… —respondió Nadia.

—Así de fácil —comentó extrañado Juanma—. Qué lujo.

—¿Quién te ha hecho esto? —insistió Jaime.

Tenía un ojo amoratado, el pómulo derecho escandalosamente inflamado, el labio partido, todavía con sangre seca. Contaba con diversos arañazos en el cuello y no se atrevía a mover un brazo, que protegía pegado al cuerpo. Su mano derecha tenía los nudillos rozados, como si se la hubieran pisado con saña. Su camisa desgarrada y una cazadora negra permanecían en el suelo, pisoteadas. Su aspecto en general era deplorable.

Al escuchar de nuevo la pregunta, Juanma miró a su novia.

—Le he contado todo lo que sé —dijo ella.

—Todo esto es muy peligroso —protestó el informático—. Si antes tenía dudas, ahora ya no las tengo. Cuanta menos gente esté involucrada, mejor.

—Yo ya estoy involucrado, en cualquier caso —intervino Jaime—. También trabajo para Telecomunica haciendo coaching, y uno de los directivos con los que trabajaba y su jefe han sido asesinados. No sé si tiene alguna relación con lo que te está pasando a ti, pero sospecho que habrá conexiones.

Jaime le resumió lo que había pasado y de qué manera él estaba en medio. Al principio habló de un inspector de policía, sin más datos. Sin embargo, cuando se refirió a la conversación telefónica en la que confirmó lo del accidente de Ferran Moncada, ahí sí dio el nombre y Juanma saltó como un resorte.

—¿Gavaldá, has dicho?

—Sí. ¿Lo conoces?

—¿Que si lo conozco? —contestó indignado—. Sus gorilas fueron los primeros en zurrarme y me encerraron en un piso. Ese tipo me estuvo interrogando ayer y me amenazó con hacer daño a mi gente si le contaba a alguien lo sucedido.

—Pero no puede ser… Él es el que está llevando el caso de los asesinatos en Telecomunica —«Y está saliendo con mi exmujer», pensó de paso, aunque eso no quiso decirlo—. Es inspector de policía —comentó, como si con eso estuviera fuera de toda duda, aun cuando ya antes él mismo tuviera sospechas sobre sus métodos.

—Pues no sé lo que es, pero no me gusta nada. Quiere que le tenga informado de cualquier cosa que pase en relación con esto.

—Pero eso es normal, ¿no te parece? Es su trabajo —comentó el coach.

—Déjate de trabajo. Ya no estamos en tiempo de la dictadura, cuando se podía torturar a la gente. ¿Sabes que los secuaces de tu inspector me inyectaron el suero de la verdad? ¿Son esos los métodos que utiliza un policía en democracia? ¿Y llevarme a un piso en lugar de a una comisaría? ¿Y decir que sabían que Nadia estaba en casa de su madre? —Nadia abrió los ojos y tragó saliva—. ¿Son esos los métodos de nuestra policía?

Jaime estaba en silencio sin atreverse a intervenir. Veía cómo a Juanma le invadía la rabia por momentos.

—La Policía está metida hasta las trancas en lo que sea, y yo no voy a dedicar más tiempo a averiguarlo —continuó diciendo el informático.

—Lo mejor es que nos vayamos —se atrevió a interrumpir Nadia—. Voy a llamar a mi madre para decirle que dormimos allí esta noche. —Y cogió el teléfono móvil.

—¡Ni se te ocurra, nena! —gritó Juanma.

—¿Qué…?

—Que ni se te ocurra usar tu móvil. Está intervenido.

Nadia miró el móvil como si fuera una serpiente a punto de morder.

—Además, tampoco vamos a ir a casa de tus padres. Ya me ha zurrado todo el mundo y se quedarán tranquilos. Si alguien quisiera hacerme más daño, ya me lo habría hecho. Nos vamos a ir a casa y vamos a dejar de meternos en problemas.

—Pero… ¿Y tu trabajo? —preguntó su novia.

—Para ellos he cogido una gripe de temporada. Luego los llamaré. Ya me verán aparecer cuando esté visible.

—Entonces, si no fueron los de Gavaldá, ¿quién es el que te ha dado la paliza en la habitación? —volvió a preguntar Jaime.

—Ni lo sé ni me importa. Si no me meto en problemas, no volveré a verlo.

Mientras ayudaba a Nadia a recoger la habitación y colocar los muebles en su sitio, Jaime se dijo que él en su lugar no estaría tan seguro.

El Calvo acababa de darse una ducha en su piso de Carabanchel y se había sentado en calzoncillos delante del ordenador. Se metió en Facebook y buscó la página de Nadia Ferreras. Luego se dedicó a ojear algunas fotos que la chica tenía abiertas públicamente. Se fijó sobre todo en una donde ella aparecía con unos pantalones cortos vaqueros muy ajustados y una camiseta blanca que, a su criterio, le quedaba pequeña. No tardó mucho en llevarse la mano a la entrepierna.