No existen las casualidades. Existen las causalidades.
Una ovación llenaba la sala de conferencias del Palacio de Congresos de Madrid. Más de trescientas personas, entre las que se encontraba un nutrido grupo de líderes de las multinacionales más vanguardistas, habían asistido a la conferencia «Gestión del miedo y la incertidumbre en tiempos de cambio». Un año más, el comité organizador del Leadership Annual Meeting —el congreso anual con más prestigio celebrado en España, en relación con el liderazgo y la gestión de personas y organizaciones— había invitado como ponente a Jaime Solva. Cada vez le sorprendía más cómo las ideas del marco conceptual y el enfoque metodológico del coaching estaban prendiendo en las nuevas generaciones de líderes. Si bien los grandes gurús del mundo de la empresa aún llenaban salas, aunque solo fuera por su nombre o por los libros que firmaban, cada vez más gente quería oír ideas más frescas de cómo movilizar personas hacia la consecución de sus objetivos. Los asistentes ya no se conformaban con presentaciones brillantes repletas de Power Points coloridos, música y vídeos impactantes. Buscaban ideas frescas, bocanadas de aire no viciado que les permitiera poner en práctica nuevas formas de relacionarse con los demás y con ellos mismos.
El resultado de ese tipo de eventos alimentaba el ego de Jaime. La misma sensación que sintió cuando la enfermera del doctor Valladares lo abordó para felicitarle por sus artículos y conferencias, y pedirle sugerencias de cómo hacerse coach, solo que amplificada trescientas veces, una por cada asistente que aplaudía ahora su charla. Todo ello le animaba a seguir haciendo lo que hacía sin perder un ápice de pasión.
Algunas personas se quedaron para felicitarle a la salida del acto. Entre otros, Carlos Arnedo, quien ya le había confirmado su asistencia por mail. Se quedó hasta el final para poder saludar a su coach.
—Enhorabuena por la conferencia, no sabía que eras tan bueno comunicando también en público —le dijo cortés al tiempo que le estrechaba la mano con afecto—. Las cuatro ideas que has dado para gestionar el miedo en momentos tan difíciles como los que viven algunos ahora son de sentido común y fáciles de poner en práctica.
Jaime no sabía muy bien a qué ideas se refería, pero tampoco era el momento de explorar con mayor profundidad.
—Veo que no te ha acompañado tu jefe. —El comentario era obvio, pero así encarrilaba hacia sus intereses la charla.
—No. Casi nunca asiste a eventos como este. Solo si viene alguno de los gurús megaconocidos.
—Lo entiendo —dijo Jaime, a sabiendas de que muchos no acuden a ese tipo de actos con afán de aprender, sino por lo que su asistencia dirá de ellos mismos ante otros—. Me he acordado de él porque todavía conservo una hoja que me llevé sin querer de su despacho el día que nos vimos los tres. Siempre me digo que te la voy a dar al acabar nuestra próxima sesión y al final siempre me olvido. Así que como sabía que venías te la he traído. —Sacó la nota de su cartera y se la dio.
—Pues si no la ha reclamado, probablemente no sirva para nada. Supongo que se podría tirar —comentó recogiendo el documento—. Si fuera importante, me habría preguntado. —Su curiosidad le llevó a levantar la hoja y empezar a leerla.
—Puede ser, aunque igual ni se imagina que fui yo quien se la llevó y por eso no te hace el comentario —replicó haciendo uso del sentido común mientras el directivo ojeaba la nota—. Se trata de una cita de Así habló Zaratustra.
—Ah, ya —dijo solo Carlos alzando la vista, y Jaime habría podido jurar que aquella mención al clásico de Nietzsche, de algún modo que no entendía bien, le había impactado.
—Pero, bueno —dijo—, eso no tiene importancia ahora. ¿Cuándo tenemos nuestra próxima sesión?
—Precisamente por eso he esperado para saludarte. Me han puesto un viaje la semana próxima…
—¿Te han puesto? —interrumpió el coach.
—Me han pedido que haga un viaje —corrigió sonriendo—, y he aceptado, porque es una prioridad para mí, a Colombia…
—Esta expresión sí me suena con «verdadero poder». —Jaime sonrió—. Entonces, ¿necesitas que busquemos otra fecha?
—Sí. Así es. ¿Me pasas alternativas para la siguiente semana?
—Esta misma tarde miro la agenda y te mando un mail.
Se despidieron y el directivo de Telecomunica se marchó decidido a revisar de nuevo los listados de pagos del archivo que le había dejado Juanma y comprobar si aparecían las iniciales de su jefe. Aquella mención de su coach podía conectar a Javier con la terrible estafa que al parecer se estaba cometiendo y, la verdad, era algo que ni se le había pasado por la cabeza.
Cuando tan solo se había separado unos pasos de Jaime, oyó que este le llamaba. Frenó en seco y se dio la vuelta.
—Casi lo olvido —le dijo el coach cuando llegó a su altura—, ¿cómo ha caído en Telecomunica la noticia de la muerte de Ferran Moncada? —Ante la cara de extrañeza que puso, preguntó—. Te has enterado, ¿verdad?
—Ah, sí. Perdona, pero no recordaba de qué os conocíais. ¿Cómo te has enterado?
—Lo leí en la prensa —contestó resuelto.
—Creía que no llegaron a dar su nombre completo.
—Me lo confirmó el inspector responsable de la investigación de la muerte de Oriol Sempere.
—Entiendo. —Carlos recordó la recomendación de su jefe en cuanto a estar atento a los movimientos del coach—. Pues ha sido otro jarro de agua fría. Dos muertes y con tan poco tiempo entre una y otra dan que pensar…
—Dan que pensar ¿qué?
—No sé, pero dan que pensar. ¿Qué te parece a ti?
De repente, Jaime parecía sorprendido por la pregunta como consecuencia de una conversación que había provocado él. Como si prefiriese no entrar en un juego de especulaciones. Al menos quizá con alguien tan cercano a las víctimas.
—Dos sucesos extraños que no me sorprendería que estuvieran relacionados —dijo al fin.
—¿Extraños? Todo apunta a que lo de Moncada ha sido un accidente, ¿no? —tanteó Carlos por ver qué decía el coach.
—No. Al parecer lo atropellaron de forma premeditada. No me gustaría estar en el pellejo de la Policía.
Cuando se despidieron, los dos se quedaron con la sensación de que el otro no había actuado con naturalidad. Como si midieran lo que decían y lo que preguntaban.
—Juan Manuel Iglesias —gritó el policía mientras abría la puerta de la celda donde Percebe y Juanma habían pasado la noche.
Hacía mucho tiempo que no recordaba haber pasado una noche entera en blanco. Las imágenes más terribles se habían apoderado de sus pensamientos. La escena de Exe con los ojos abiertos en una postura imposible; su detención en el hotel; los malos tratos recibidos; la última conversación con Nadia; los riesgos de una investigación que ya había empezado a dejar víctimas. Todo eso y mucho más había estado dando vueltas en su cabeza, casi al mismo tiempo que él daba vueltas en el incómodo camastro. Percebe se había quedado dormido después de dar buena cuenta de un plato combinado que les habían servido mientras contaba sus batallitas de cuando arriesgaba la vida para recolectar los mejores percebes de las rocas. Nada más dormirse había empezado a roncar, y de vez en cuando aliviaba su estómago de flatulencias tirándose algún que otro sonoro pedo.
El policía que gritó su nombre no estaba en el turno previo. Vestía de uniforme y debía de faltarle poco para la jubilación. Juanma pensó que el puesto de carcelero se lo tenían reservado a los más viejos.
—Junta las manos. —El agente ni siquiera le miró a los ojos. Lo esposó y comprobó su trabajo tirando de las esposas para asegurarse de que habían quedado bien puestas—. Acompáñame.
—¿Adónde vamos?
—El inspector quiere interrogarte antes de que lo haga el juez, pero no te preocupes, seguramente después de eso te dejarán libre.
El carcelero lo acompañó a una sala muy pequeña donde tan solo había una mesa y tres sillas. Juanma había imaginado que los cuartos de interrogatorios serían como en las películas: algo más sofisticados, con medios técnicos de grabación y un gran espejo a través del cual se podría ver desde una sala contigua. Pero aquel no. Era austero. Más que austero, cutre. Enseguida apareció un tipo de unos cuarenta y cinco años, con pelo canoso cortado a cepillo y aspecto atlético. En su cara tenía una expresión de quien quiere ser amable sin conseguirlo. Sus ojos oscuros y hundidos le resultaron un tanto siniestros.
—Señor Iglesias, soy el inspector Gavaldá —dijo el policía dándole la mano y sentándose frente a él, al otro lado de la mesa—. Soy el encargado del caso del asesinato de Adolfo Montero…
—Ya he dicho todo lo que sabía —cortó él.
—Ya lo sé. Eso me han informado mis agentes. Espero que le hayan tratado bien… —Al decirlo el inspector sonrió con amabilidad, y en vista del tono conciliador del policía, Juanma se envalentonó.
—Pues, ahora que lo dice, creo que voy a poner una denuncia por el trato recibido —comentó sin mucho convencimiento y sin intención de llevarlo a cabo—. Le diré al juez que lo que me hicieron es inaceptable.
Juanma notó cómo sus palabras obraban el cambio en la expresión del inspector, que de pronto lo miraba con dureza. Antes de hablar echó un vistazo a derecha e izquierda, como para asegurarse de que nadie más podía escucharlos, y acercó su cabeza hasta rozar la del informático.
—Escúchame bien —lo tuteó—: no te va a interrogar ningún juez. Y si lo denuncias, vas a lamentarlo. De nada va a servir que tu novia se esconda en casa de sus padres… Ya tenemos todo lo que sabes hasta el momento. Ahora quiero que salgas de aquí, que recojas tus cosas en el hotel y que te largues para Madrid. Y si te llega algo más de ese jueguecito tuyo en el que estabas metido, quiero que marques este número y me pongas al corriente de todo lo que averigües. —El inspector sacó una tarjeta de su cartera y se la dejó encima de la mesa.
Tener a la Policía al corriente… No sabía cómo tomarse esto. Y tampoco qué era lo que más lo asustaba, si la amenaza que había dejado caer sobre Nadia, o lo atípico de la petición. De hecho, no sabía qué hacer o qué decir. Tragó saliva y cogió la tarjeta mientras miraba al policía.
—¿No querían que me quedara al margen de todo? —lo preguntó aunque esa era ya la decisión que tenía tomada dentro de su cabeza.
—Lo único que tienes que hacer es estar atento a posibles movimientos. Desde ahora mismo te nombro informante de la Policía. —«Un soplón», se dijo él mientras el inspector le miraba muy serio—. Es un servicio que haces a la ciudadanía.
El Mexicano entró directamente en la 219. Ni siquiera había querido llamar por teléfono esta vez. Tampoco quiso alertar al muchacho. Cada vez estaba más convencido de que había sido un error traerlo. La fatalidad de que se hubiera encontrado con una conocida podía complicar las cosas. La torpeza empezó desde el mismo momento en que el muchacho lo presentó.
—Ah, hola, jefe —dijo sonriente cuando el Mexicano llegó hasta ellos con la cara de perros—, es Ana, una compañera de academia del barrio. Está pasando unos días con sus padres por aquí y nos hemos encontrado. Ya le he dicho que hemos venido a hacer un trabajo para la cadena de peluquerías Fiestas.
«Joder —se dijo su jefe—, calla, coño…»
—Bueno, nada importante —replicó él para desviar la atención—. Una reunión con un proveedor de cosméticos.
—Ah, entonces trabajáis con Albert Fiestas, ¿verdad? —Albert aparecía continuamente en la prensa amarilla y relacionarse con él tenía cierto glamur.
—Sí, claro —se apresuró a contestar el muchacho para inmediatamente preguntar a su jefe—. ¿Y qué proveedor es ese?
—Es una firma poco conocida. Bueno, nos vas a perdonar, pero tenemos que marcharnos —cortó bruscamente.
—¿Hasta cuándo os quedáis por aquí? —preguntó la joven mirando a su amigo, que a su vez miró al Mexicano.
—Hasta mañana por la mañana.
Lo dijo forzado por las circunstancias y pensando ya en la que le iba a caer a ese idiota —«Cuando estamos trabajando no decimos a nadie qué hacemos ni para quién lo hacemos. ¿Está claro?»— en cuanto se quedaran a solas.
Al regresar al hotel después de una cena por la zona de tapas, casi a las doce, seguía sin haber nadie en la habitación de Juanma, así que decidió que a la mañana siguiente se colaría para pillarlo desprevenido, pero aquello solo le sirvió para ver que todo seguía como la noche anterior. Muy cabreado, se dirigió a recepción y preguntó por el ocupante de la 219.
—¿Y dice usted que lleva llamando dos días a la habitación y que no encuentra a su colega? —preguntó un joven e inexperto recepcionista con pinta de becario—. Déjeme que vea si… —Echó un vistazo en el ordenador—. Desde que se registró solo tenemos un cargo a su habitación: una nota de cafetería del mismo día de su llegada. —El Mexicano miró hacia atrás.
—¿De ahí? —preguntó señalando la barra del bar del vestíbulo.
—Sí. Efectivamente. —Con ganas de ayudar, el chaval se acercó a la cafetería y volvió al poco—. Al parecer llegaron dos tipos y se fue con ellos. Mi compañero dice que no llevaba buena cara. Es todo lo que podemos decirle.
—Muchas gracias. —Se dispuso a alejarse del mostrador de recepción.
—¿Quiere que le dé algún recado si aparece, señor? —preguntó solícito el joven.
—No, muchas gracias —dijo antes de salir del hotel.
El Mexicano sacó del bolsillo su móvil y marcó directamente el teléfono del superhombre. Para este tema no quería a Albert de intermediario.
—Dime —contestó Javier, con tono de quien no espera buenas noticias.
—Jefe, el informático ha desaparecido. Estaba en Vigo y parece que alguien se nos ha adelantado como en el caso del hacker.
—Joder. ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son?
—No lo sé, jefe, pero le juro que lo voy a averiguar. Sea quien sea, parece que camina siempre dos pasos por delante de nosotros.
—Encárgate. —Y cortó.
En ese momento un taxi paró en la puerta del hotel.
—Dios existe —dijo en voz baja al ver salir al informático. Cojeaba un poco y tenía el pómulo derecho amoratado—. ¿De dónde carajo vienes, pendejo?
Para cuando Juanma entró en la 219 y encendió las luces del techo, el Mexicano ya le estaba esperando dentro.