Estamos dispuestos a creer todo lo que nos conviene.
La comisaría viguesa de Redondela era como otras muchas dependencias policiales. Fría, sin elementos decorativos más allá de unos carteles que daban consejos para la seguridad ciudadana y unos cuantos oficios grapados a la pared con indicaciones de cómo tramitar denuncias. Por lo demás, mucho ruido, gente esperando y bromas cómplices entre los agentes ajenos a las miradas de los visitantes del centro.
Tres hombres trasladaron a Juanma en un Opel Vectra: los dos sujetos que lo habían detenido en el hotel y un tercero que conducía. No iban a matarle. Se lo dijeron casi cuando él mismo ya lo daba por hecho —«No te va a pasar nada porque vas a ser muy discreto, ¿verdad? Y mañana mismo coges tus cosas y te largas y no volvemos a verte»—. Entró en las dependencias esposado y lo condujeron hasta los calabozos.
—Aquí os traemos a este —dijo el joven al entregárselo al responsable de la estancia, un hombre de unos cincuenta años, canoso y con cara bonachona, que asintió con una sonrisa.
—¿Qué ha hecho?
—Pertenencia a banda armada.
A Juanma se le heló la sangre.
—¿Qué banda armada ni qué niño muerto? —se atrevió a decir.
—Vale, vale… No te va a pasar nada —murmuró el policía al tiempo que lo agarraba del brazo—, además, esta noche vas a tener compañía. Tenemos a otro pájaro en la jaula.
—Oiga, por favor. Esto debe de ser un error. Esta gente me detuvo anoche y me dio una paliza… —dijo con desesperación mientras el agente que le había conducido hasta allí le miraba con dureza—. Además, tengo derecho a hacer una llamada…
El policía abrió una celda y, después de quitarle las esposas, lo introdujo con brusquedad haciendo oídos sordos a sus exigencias.
—¿No me ha oído? ¡Quiero hacer una llamada! —gritó agarrándose a los barrotes.
—El juez decidirá cuándo puedes llamar —dijo sin mirarle a la cara, y se dirigió hacia el agente joven—. No te olvides de rellenar ahora su ingreso. ¿Cuánto va a estar aquí?
—Supongo que hasta mañana. Lo interrogaremos y lo dejaremos libre a la espera de juicio. —Y ambos desaparecieron por donde habían venido.
Una vez que Juanma perdió la esperanza de que atendieran su petición, miró a su alrededor. Había un tipo sentado en lo que parecía un camastro. El hombre no tendría más de treinta y cinco años y estaba observándole con mirada divertida.
—No te esfuerces —le dijo cuando sus ojos se encontraron—. Van a su bola. No harán un carallo hasta que se lo diga un juez o a su jefe le salga de los cojones que te hagan caso.
—Ya. Vaya —respondió contrariado el informático.
—Me llamo Manuel, pero me llaman Percebe. —Y siguió hablando sin esperar a que su nuevo compañero de calabozo metiera baza—. Desde los trece me he ganado la vida como percebeiro, pero últimamente no me daba ni para comer, así que me he metido en negocios más rentables. Tú me entiendes. —Se sonrió—. Ya es la tercera vez que he estado aquí. No te preocupes. Nunca te dejan más de cuarenta y ocho horas, y luego a la calle. A seguir trabajando. Lo importante es que no te pillen con nada encima. ¿Qué pasa? ¿Te ha comido la lengua el gato? —dijo al darse cuenta de que llevaba un rato hablando solo.
Juanma lo miró pero no dijo nada, no habría sabido qué decir. Nunca se había visto en una semejante. Al final, se decidió a hablar: le dijo su nombre y se estrecharon la mano, como habrían hecho en la calle.
—¿Por qué te han traído aquí?
—Pues créeme si te digo que no lo sé. —Y no mentía.
—Oye, que aquí no hay cámaras ni nada de eso. No te andes con remilgos —dijo su compañero de celda un tanto indignado por lo que él consideraba una falta de confianza.
—Te lo juro. No sé quiénes son esta gente ni cómo he venido a parar aquí.
—Pues espabila. Son policías, estos son los calabozos de la comisaría y me apuesto algo a que viniste en coche patrulla —replicó con sorna.
—Anoche —continuó Juanma haciendo caso omiso del sarcasmo— me sacaron de mi hotel, me dieron una paliza, me pincharon no sé qué suero, me han tenido toda la noche atado a una silla en un piso y esta mañana han venido a buscarme.
—Ah. —Su compañero de calabozo se quedó en silencio.
El Mexicano había mandado al muchacho a conocer la ciudad mientras él se tiraba encima de la cama y autorizaba, con el mando de la tele, que le cargaran la tarifa del cine para adultos veinticuatro horas. Al rato se había desahogado la entrepierna y se había quedado dormido hasta que el chico llamó a la puerta de su habitación.
—¡Jefe! —Golpeó con los nudillos—. ¡Jefe! —insistió.
—¿Qué pasa, pendejo? ¿Qué carajo quieres? —Y emitió un gruñido—. ¿Qué hora es?
—Las ocho, jefe. ¿Qué hacemos? —dijo un tanto desconcertado el muchacho.
—Espérame abajo. Voy a ducharme. —Su voz sonaba a que había recuperado la compostura.
El Mexicano se sentó en la cama y marcó el número de la habitación de Juanma, pero nadie respondió. Se dio cuenta de que estaba encendiéndose por momentos. Su emoción le hizo recordar un episodio ocurrido lejos de allí hacía mucho tiempo. Uno de sus primero trabajos para el cártel en Ciudad Juárez consistió en dar un «aviso» a un moroso que se estaba retrasando en el pago de una mercancía recibida unas semanas antes. Habían visto al tipo aparcar en un motel de carretera, así que le mandaron que entrara en su habitación y le diera una paliza que le recordara la deuda contraída. Cuando llegó allí, vio el todoterreno del tipo a la puerta de una de las habitaciones, que por un lado daba al aparcamiento y por otro a una zona común con piscina, a través de una terraza. Pistola en mano llamó a la puerta, pero nadie respondió. Insistió y llamó más fuerte, con el mismo resultado. Sin embargo, él escuchaba ruidos dentro, así que se decidió a probar suerte por la puerta de la terraza que daba a la piscina. Por suerte, en esos moteles de carretera casi nadie aparece hasta pasadas las cinco de la tarde, así que no tuvo problemas para pasar inadvertido e identificar la habitación del tipo. Se acercó sigilosamente y probó fortuna. La puerta no estaba cerrada con pestillo, ¡bingo!, así que se decidió a entrar y se quedó escuchando entre la puerta y las cortinas. El ruido que salía era inconfundible. Suspiros, jadeos y gemidos de una pareja follando. Al principio pensó que era una porno en la televisión del cuarto, sin embargo, cuando separó la cortina desde uno de sus bordes, observó una escena que todavía hoy se la ponía dura al recordarla.
Una jovencita de no más de dieciocho años cabalgaba encima de un individuo con barriga. La chica tenía la piel tostada, como si fuera mestiza, y unas tetas pequeñas y duras con unos pezones grandes a punto de reventar. Pelo negro hasta la cintura, pómulos altos, labios carnosos y grandes, ojos con largas pestañas… El tatuaje de un dragón le cubría buena parte del cuerpo. La cabeza del bicho empezaba en su hombro izquierdo, tenía la boca abierta y lanzaba llamas sobre su pecho izquierdo. Ella estaba sentada a horcajadas sobre el sexo del hombre, con los dos brazos rectos y hacia atrás, apoyadas las manos sobre las rodillas del tipo. La cola de la bestia mitológica empezaba a la altura de la cadera y se perdía detrás de una nalga. Ella tenía los ojos cerrados y balanceaba su cuerpo con dulzura, como quien cabalga a cámara lenta. La rendija de cortina que había abierto derramaba la luz sobre su piel cobriza.
El Mexicano no quiso interrumpir. Por un lado, estaba extasiado ante la imagen de la chica; por otro, no podía ver la cara del hombre y le asaltaba la duda de si era su objetivo o si se había confundido de habitación. Esperó unos minutos, mientras ella aceleraba sus movimientos —con gemidos cada vez más potentes—, hasta que al fin el tipo se corrió dentro de ella, al tiempo que lanzaba gruñidos que parecían venir del interior de una caverna. Un minuto después de que todo hubiera acabado, ella descabalgó y pudo verla de pie. Tenía unas proporciones perfectas y se movía como una gacela. Los muslos pegados, cerca de su sexo, presentaban un brillo húmedo. Se dirigió al baño. El sujeto se incorporó y por primera vez pudo ver su cara. Era él. «Hijo de puta —pensó—, ¿cómo has conseguido este caramelo?» Aquello había terminado con la pistola del Mexicano en la cabeza del otro, un aviso directo —«Paga. Tienes una semana»— y un culatazo en la sien que lo dejó inconsciente. Aún recordaba el grito que dio la muchacha mientras él subía ya a su coche.
—¿No me estarás jugando una parecida, pendejo? —se dijo ahora en voz alta—. ¿No tendrás una aventura con una gallega y estás haciendo creer a todos que estás trabajando? —Iba a averiguarlo muy pronto.
Salió de la habitación con sus herramientas e hizo una incursión en la 219 antes de bajar a la zona de recepción. Cada vez que abría una puerta de hotel le daba la risa, era como un juego de niños. Las cerraduras con sistema de tarjeta eran las más fáciles. Tan solo necesitaba provocar un minicortocircuito para que la cerradura saltara. Entró, introdujo su propia tarjeta en la ranura que permitía usar las luces de la habitación y miró alrededor.
De pie al lado del armario, una maleta pequeña de viaje sin abrir. La cama, perfectamente hecha, como si ni siquiera la hubiesen usado la noche previa. El cuarto de baño, sin tocar, hasta con el precinto de plástico sobre la taza del váter. Volvió sobre sus pasos y abrió la maleta cuidadosamente sobre un banco puesto allí para tal fin, pero no encontró nada interesante —camisetas, calzoncillos de Calvin Klein, un pantalón—. Después de cerrarla, y antes de dejarla donde la había encontrado, vio sobresalir la esquina de un libro de uno de los bolsillos exteriores. Abrió la cremallera y lo extrajo. Era un libro bastante viejo y al leer el título se le heló la mirada: Así habló Zaratustra, de F. Nietzsche. «Eres un muerto viviente», se dijo el Mexicano.
Cuando se dirigía a la puerta para salir, alguien llamó:
—¿Sí? —dijo solo.
—¡Servicio de habitaciones!
—Ahora no, gracias.
Guardó silencio unos minutos, hasta que dejó de oír a la empleada del hotel, y solo entonces abandonó la habitación.
Bajaba en el ascensor convencido de que encontraría al muchacho aburrido y ojeando una revista en alguno de los muchos sillones que había en el vestíbulo del hotel, sin embargo, al salir lo vio hablando animadamente con una chica que parecía más o menos de su edad.
—Imbécil… —murmuró, dirigiéndose hacia ellos.