No te molesta lo que otros dicen,
sino cómo te tomas lo que dicen.
—Cómo me alegra tenerte en casa de nuevo, hija.
La madre de Nadia estaba encantada desde que la joven le había llamado para decirle que iba a pasar unos días con ella.
—A mí también me gusta estar aquí —respondió mientras dejaba el bolso y la cazadora en su antigua habitación.
—No te habrás peleado con Juanma, ¿verdad?
—Que no, mamá, ya te dije por teléfono que es que se ha ido unos días a Vigo y me ha parecido buena idea. Tenía un poco de morriña de vosotros. ¿Qué ha dicho papá?
—Bueno ya lo conoces. Él te quiere a su manera.
—Vale, pero ¿qué ha dicho?
Para Nadia era importante saber que su padre la acogía sin reservas. Unos años atrás la había echado de casa y ella lo tenía muy presente.
—Pues nada. Me ha mirado y ha seguido con su periódico, y eso es una señal positiva.
—Positiva… —No le gustó oír aquello.
—Positiva, sí. Parece mentira que no lo conozcas. Si no le hubiera gustado la idea, no estarías aquí.
—Pues ya me dejas más tranquila —comentó irónicamente.
De todas formas, pensó que tal y como estaban las cosas no tenía muchas opciones. O se quedaba en casa de sus padres o se buscaba un hotel.
—Venga, no seas boba, ayúdame a preparar la tortilla de patatas que tanto te gusta. Vamos a cenar juntos como en los viejos tiempos. Tu padre estará a punto de llegar…
Antes de unirse a su madre en la cocina, Nadia marcó un par de veces el número de su chico, pero saltaba el contestador. El sonido le resultó raro, parecía como si hubiera un eco en el desvío de llamada. Se empezó a poner nerviosa y volvió a dar rellamada; en esa ocasión, dejó un mensaje:
—Juanma, llámame en cuanto escuches esto. Quiero saber cómo va todo. Ah…, yo estoy en casa de mis padres como hemos acordado. Estoy preocupada.
Luego colgó, salió de su cuarto y durante un rato olvidó todo lo que le estaba pasando. La conversación con su madre mientras preparaban la cena le hizo revivir aquellos momentos en los que con dieciséis años empezaba a tener conversaciones con ella de mujer a mujer. La complicidad y la ternura entre ambas se convirtió entonces en la válvula de escape que ella necesitaba para compensar la mala relación con su padre, quien nunca vio con buenos ojos las amistades que tenía ni, sobre todo, los novios con los que de vez en cuando pasaba los fines de semana.
—¿Estás contenta en el trabajo? —preguntó la madre después de un prolongado silencio.
—Pues sí, mamá. Me gusta mucho.
—Y por lo que veo te pagan bien. No paráis de viajar —dijo con una sonrisa dibujada en la boca, llena de orgullo.
—No me quejo… Bueno, siendo honesta, me considero bien pagada —precisó sobre la marcha: quería hacer un buen uso de su lenguaje—. Juanma me dice lo mismo. —Sintió una punzada de dolor ante la incertidumbre que estaba viviendo en ese momento—. Dice que lo enchufe en mi empresa.
Percibiendo el buen talante que tenía su hija en ese momento, la madre decidió meterse en terreno pantanoso y preguntarle algo que hacía tiempo tenía en la cabeza.
—¿Cuándo pensáis traer familia?
La pregunta pilló desprevenida a Nadia, aunque pensándolo bien ya hacía tiempo que la esperaba.
—No lo sé, mamá. No están las cosas ahora como para meterse en nuevos proyectos —dijo tratando de escabullirse.
—¿Nuevos proyectos? ¿Ahora se le llama así a tener hijos? —replicó la madre en tono irónico.
—No me negarás que es meterse en gastos y en problemas.
—Ay, hija, si yo hubiera pensado así hace treinta años, tú todavía estarías en el limbo.
—Los tiempos han cambiado, mamá.
—Claro que han cambiado, para mejor. Tu padre y yo conocimos las cartillas de racionamiento de la posguerra. Ahora tenéis todas las comodidades del mundo. Y además, si algo sale mal, aquí estamos nosotros para ayudaros.
La conversación estaba adquiriendo unos tintes que a Nadia no le gustaban. No quería dar explicaciones a su madre de la falta de seguridad que estaba viviendo con Juanma. Abrir ese tema podría acabar como el rosario de la aurora. Se oyó la puerta de casa y por una vez se alegró de que su padre apareciera.
—Hola, papá. —Nadia se acercó a besar a su padre con una dulzura fingida.
—Ya era hora de que te viéramos el pelo por aquí —respondió él después de besar a su hija en un tono recriminatorio que ella prefirió pasar por alto.
—Ya sabes. La rutina, la carga de trabajo y los viajes nos comen, pero hablo con mamá todas las semanas.
—Eso es cierto. —Su madre no perdía detalle de la escena—. Venga, cámbiate, que hemos preparado tortilla para cenar.
—Ya voy, ya voy. ¿Ves? —dijo el padre mirando a Nadia—. Cada vez está más mandona. No sabes lo que tengo que aguantar. Y eso que ahora estás tú delante. Imagínate cómo me trata cuando estamos solos.
—No seas gruñón y date prisa, que se enfría.
—Bueno, ahora me contaréis a qué se debe este honor. ¿No será que ya está fijada la fecha de la boda? —dijo socarrón.
—Si no lo dice, revienta. ¡Quieres dejar a la niña en paz con esas bobadas! No me extraña que no le guste venir por aquí.
Nadia no quiso entrar al trapo y se limitó a mirar con ternura a su madre, que siempre había desempeñado el papel de mediadora entre ambos. Al poco de empezar a vivir con su novio, ese comentario hubiera bastado para que ella pegara un portazo y desapareciera una temporada sin siquiera llamar por teléfono. Ahora eso ya no le hacía daño, y se dispuso a ignorarlo.
—Mientras papá se cambia voy a ver si ya ha llegado Juanma. —Miró el móvil con la vana ilusión de encontrar algún mensaje que no hubiera oído, pero no tenía ni mensajes ni llamadas perdidas, nada que le devolviera la tranquilidad.
Volvió a dar rellamada, pero cuando saltó el buzón de voz no dijo nada y cortó. Por un momento se le pasó por la cabeza llamar a Jaime y compartir con él la preocupación, pero a esa hora ya no le pareció adecuado. Seguramente Juanma llamaría o enviaría un mensaje antes de irse a la cama.
La cena discurrió con normalidad y la inquietud de Nadia se diluyó en parte en la charla cotidiana. Aunque su padre siguió tirando de la ironía durante la conversación, ella aceptó los comentarios con deportividad y se metió cariñosamente con sus manías de viejo. «No es lo que los otros dicen, sino cómo te tomas tú lo que dicen», recordaba la cantinela de Jaime.
Una vez en su habitación sintió una mezcla de melancolía y miedo.
Melancolía por su adolescencia. La habitación estaba como ella la había dejado a los veintidós años. La misma cama, el mismo aparador, el mismo espejo, las mismas novelas y hasta los mismos peluches. Incluso conservaba el olor de entonces. En esa habitación había llorado, había estudiado, había soñado y había sentido el amor.
Sin embargo, ahora también sentía miedo por la rapidez con la que pasaba la vida, por lo vulnerables que veía a sus padres, por su futuro, por lo que le podía pasar a Juanma, por lo que les podía pasar a ambos. Por lo que sentía por Jaime. Se quedó dormida con el móvil en la mano.