CAPÍTULO 34

La vida es aquello que nos va sucediendo

mientras nos empeñamos en hacer otros planes.

La reunión en el piso franco de Chamartín había sido convocada con urgencia. Disponer de un espacio de encuentro como aquel era una ventaja a la hora de juntarse para definir estrategias y preparar planes de acción. La zona en la que estaba situado el piso, junto a los apartamentos Centro Norte, no llamaba la atención y la frecuentaban personajes de lo más variopinto. Hombres de negocios, emprendedores que habían fijado allí los domicilios sociales de sus proyectos y también centro de operaciones de alguna que otra prostituta y algún proxeneta.

El apartamento era bastante amplio. Tenía tres dormitorios, uno de los cuales estaba dotado de abundante tecnología: pantallas planas, ordenadores, sistemas de comunicación por radio, equipos para las escuchas y grabadoras de alta capacidad. Los otros dos parecían leoneras y se utilizaban como puestos de guardia permanente. La cocina, amueblada, apenas contaba con un pequeño frigorífico y un microondas como electrodomésticos y se diría que nadie la había usado nunca. La reunión tendría lugar en el salón, en torno a una larga mesa rectangular, con ocho sillas a su alrededor.

Javier fue el último en llegar. El Calvo le abrió la puerta.

—Buenas tardes, señores. ¿Qué tenemos? —dijo mirando al Mexicano, que habitualmente hacía las veces de secretario.

Este ordenó unos cuantos papeles que tenía sobre la mesa, carraspeó y se dispuso a hablar:

—Señor Cerrato —dijo mirando humildemente a Javier—, nos ha parecido urgente celebrar esta reunión extraordinaria habida cuenta de los últimos acontecimientos. —Miró hacia Albert Fiestas, su jefe directo, pidiendo algún gesto de aprobación—. En las últimas horas, una operación para asustar a un intruso que había accedido a la intranet de la organización se nos ha salido de madre…

—¿Qué ha pasado? —preguntó Javier en el acto.

—Mandamos a uno de nuestros hombres para hacer el trabajito, pero cuando llegó a la casa, alguien se había adelantado y le habían descerrajado dos tiros.

—Joder, Mexicano, ¿dónde ficháis a esa gente últimamente? —Miró de soslayo a Albert haciéndolo también responsable—. ¿Cómo sabes que no ha sido el que habéis mandado? Seguro que se le ha ido la mano.

—No, jefe. Él no ha sido. Es un tipo de fiar —respondió el Mexicano convencido.

—¿Quién ha sido entonces? —preguntó inquieto.

—No tenemos ni idea —intervino ahora Fiestas—. Creemos que ha podido ser un ajuste de cuentas con delincuentes locales. Alguien nos ha hecho un favor.

—Yo no estaría tan seguro. Es mucha casualidad…

Albert no respondió para no contradecir a su jefe, y el Mexicano decidió seguir relatando los acontecimientos.

—El güey que entró en la base de datos de Zaratustra había acudido al difunto, que era un viejo conocido en el mundo de los hackers locales. No ha sido difícil encontrarlo por el rastro que ha ido dejando. Todos los hackers tienen un modus operandi que los caracteriza. Pero la historia no acaba ahí… —El Mexicano sabía que lo que venía a continuación iba a cabrear al mandamás.

—Sigue —exigió Javier.

—El güey que acudió a él lo ha encontrado tieso esta mañana, unos minutos después de que se lo encontrara nuestro hombre.

—¿Cómo lo sabéis?

—Ha llamado a su chava y hemos interceptado la llamada —explicó mirando al jefe—. El pendejo está cagao y no quiere cuentas con la Policía. —Esto último lo comentó con ánimo de desdramatizar la situación.

—Hay que darle un susto de verdad. Me está tocando las pelotas ese don nadie —replicó Javier—. Id a hacerle una visita y tened unas palabritas con él. Ni se os ocurra mandar al mismo tipo…, por si acaso.

—No hay cuidado. Me ocuparé personalmente.

—Y a su niñata —continuó diciendo Javier— dadle también un susto.

—Javier —interrumpió Fiestas—, a esa la conozco yo…

—¿Tú? ¿De qué?

—Trabaja para una firma cosmética, es proveedora mía —susurró en su descargo—. No dará problemas.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó en tono desafiante. Era obvio que sentía por ese peluquero el mismo desprecio que dispensaba a todos los homosexuales.

Albert tardó en contestar:

—Es una buena chica. No quiero que le pase nada. —Su tono era más de súplica que de exigencia.

—Está bien —contestó el superhombre—. Intervenid su teléfono y seguidla de cerca.

Javier se cuidaba de Albert. Sabía que últimamente se había mostrado incómodo con algunas de las duras decisiones que él había tomado. Sin embargo, era un hombre importante y muy respetado en los ámbitos de poder de la organización, a pesar de su imagen de gay en un mundo machista.

Los dos mercenarios serbios, contratados a través del Calvo, ya formaban parte del círculo de confianza del superhombre. Javier sabía que eran profesionales sin escrúpulos que seguirían a su lado mientras estuvieran bien pagados. El Calvo, que tenía el contacto habitual con ellos, no había abierto la boca durante toda la reunión. Sabía que él no estaba para tomar decisiones ni opinar sino para seguir instrucciones, aunque por sus gestos era evidente que le habría gustado que le pidieran dar un escarmiento a la putita de ese tipo.

Los asistentes a la reunión decidieron salir por separado, dejando diferentes intervalos de tiempo entre uno y otro. Javier era el primero, pero antes de salir se dirigió al peluquero, a sabiendas de que todos estaban oyendo:

—Te hago responsable de «tu amiguita». No la cagues. ¡Ah! —continuó diciendo—, investigad quién ha podido cargarse a ese tipo.

Albert le miró y luego apartó la vista en señal de sometimiento.

Cuando salió a la calle —y al igual que les ocurrió a todos los demás integrantes de aquella reunión clandestina—, Fiestas pasó por delante de un Ford Mondeo negro aparcado en Agustín de Foxá, pero no reparó en los dos hombres que parecían tener una conversación intrascendente en las inmediaciones del vehículo.

Se dirigió hacia la peluquería de Velázquez, donde tenía sus oficinas. Había quedado con Jaime para darle los resultados del análisis capilar, aunque aún le resonaban las palabras de Javier antes de despedirse. No le molestaba que le hubieran tratado así delante del resto de los asistentes a la reunión, pero sentía miedo por Nadia. Cuando unos días atrás el Mexicano le puso al corriente de que su amiga estaba involucrada, no lo podía creer. «¿Qué pinta ella en un tema que tiene que ver con los Zetas?», se dijo. Le parecía que ella pertenecía a un mundo muy diferente al suyo, aunque las apariencias fueran otras. Tuvo el impulso de llamarla para ponerla sobre aviso, y solo su sentido común lo retuvo. No podía descubrirle cómo había conseguido él esa información.

Cuando llegó a su oficina, Jaime ya lo estaba esperando y tenía cara de preocupación.

—Hola, Jaime —saludó al coach efusivamente dándole ambas manos—. Has llegado antes de la hora.

—Hola, Albert. Gracias por recibirme tan pronto. —El coach le devolvió la sonrisa.

—Espero que te hayas entretenido viendo la bella clientela de la que disfrutamos —le dijo en tono cómplice.

—Desde luego. Estoy impresionado. ¿Hacéis selección estética antes de aceptar clientas? —preguntó siguiendo la broma.

—Creo que es una selección natural. Belleza llama a belleza. —E hizo un gesto simpático señalándose a sí mismo—. Pasa, por favor.

Le cedió el paso en la puerta de su despacho mientras cruzaba una mirada con el Mexicano, que había llegado tan solo unos minutos antes que su jefe y estaba cambiando impresiones con la responsable del centro sobre los acontecimientos de las últimas tres horas. Su subordinado observaba la escena de lejos con cierto recelo, consciente de quién era aquel tipo y la relación que mantenía con Nadia. Le hizo un gesto de barbilla y cerró la puerta detrás de él.

—Estoy un tanto preocupado, Albert —le decía Jaime—. Nadia me ha metido un poco de prisa para que me viera contigo. ¿Qué pasa? —preguntó sin rodeos.

—Verás, voy a ser muy franco contigo. Hace tiempo que recibí el resultado de tu análisis y no me gustó mucho, así que preferí pedir una confirmación utilizando parte de la muestra que yo me suelo quedar para casos como este.

—¿Qué no te gustó?

La habitual calma de Jaime para conversar se había esfumado. Su preocupación reclamaba urgencia.

—Parece que se está produciendo una destrucción masiva de células capilares y eso, por lo general, no obedece a causas que podemos considerar… naturales. —Le costó encontrar la palabra.

—¿Entonces? —La inquietud de Jaime iba en aumento.

—Entonces…, no sabemos. Puede ser cualquier cosa. —El peluquero había adoptado una expresión profesional, lejos del anterior tono informal.

—Dame algunas opciones. —El coach quería conocer posibles causas y no se conformaba tan solo con interrogantes.

—Pueden ser muchas cosas, pero la urgencia viene por la posibilidad de que sea un cáncer. Un linfoma —soltó como una bomba.

Vio como el rostro de Jaime perdía color.

—¿Un linfoma? —atinó a decir—. No me gusta cómo suena.

—No te asustes, simplemente visita a un oncólogo para descartarlo. Si al final no es eso, el resto de posibilidades son menos preocupantes. —Hizo un mohín con la boca.

—¿Qué otras posibilidades? —El coach quería saber más.

—Anemia, alimentación, genética… Yo qué sé. Pero podríamos buscarlo con más calma.

—¿Qué le has contado a Nadia?

—Bueno, ella es la que me ha ido preguntando cada vez que nos veíamos. No sé qué grado de confianza tenéis, pero casualmente estaba aquí cuando recibí los resultados del análisis, así que le comenté que no me gustaba nada lo que veía y que te dijera que pasaras por aquí cuanto antes. Solo eso.

—Ah, vale. No te preocupes, tiene toda mi confianza.

En ese momento el Mexicano entró al despacho sin llamar, de una manera un tanto brusca.

—Albert, tienes una llamada urgente.

—¿Quién es? —contestó algo molesto.

—Con quien acabamos de estar —dijo crípticamente su colaborador.