Coherencia es hacer lo que se espera de mí.
Congruencia es hacer lo que necesito
para darle sentido a mi vida.
Las Navidades para Carlos habían sido un calvario. Acostumbrado a escabullirse de los encuentros familiares con la excusa de que era una de las pocas oportunidades que tenían de esquiar juntos, ese año se había dejado convencer por su mujer para pasarlas en familia. La tesorería doméstica estaba bajo mínimos y prefería ser prudente con los gastos. Carmen tenía dos hermanos que competían en pedantería. Hasta la fecha, él se había defendido bien frente a ellos, habida cuenta de la buena y visible posición directiva que ocupaba en Telecomunica y de su desahogada situación económica, sin embargo, las dos veces que habían coincidido las pasadas fiestas en casa de sus suegros, le costó Dios y ayuda gestionar las arremetidas de sus cuñados cuando alardeaban de sus últimas adquisiciones: coches, aparatos tecnológicos de última generación, viajes recientes y nuevos restaurantes se convertían en el centro de la conversación familiar.
Mediado el mes de enero, tocaba centrarse en cómo levantar cabeza en el plano económico. Las cosas iban de mal en peor. Las hipotecas caían como una losa cada final de mes, no había posibilidad de ventas y todos los indicadores del país estaban tocando mínimos históricos. Lo pensaba mientras metía el coche en el aparcamiento de la sede de Telecomunica en Madrid.
—Carlos, tienes un recado de un tal Álvarez en tu mesa —disparó su secretaria en cuanto le vio aparecer por la puerta.
—¿Quién es? No me suena.
—No tengo ni idea. Le he preguntado qué quería y me ha dicho que era una llamada personal. En la nota tienes su teléfono por si le quieres llamar.
—Está bien. Gracias. —Se dirigió a su despacho.
La nota era escueta: «Llamar urgente al señor Álvarez» y un número de móvil. Desde que pidió dinero prestado, Carlos se mostraba muy inquieto cuando recibía una llamada de alguien que no tuviera identificado. Sin poder evitarlo, esas circunstancias le conectaban con las fotos de sus hijas que había recibido con el dinero. Para salir de dudas decidió llamar antes de sumergirse en su intensa agenda del día.
—Sargento Álvarez, ¿dígame?
Carlos no sabía si había escuchado bien…
—¿Oiga? ¿El señor Álvarez?
—Sí. Soy yo. ¿Quién llama? —preguntó el guardia civil con tono marcial.
—Soy Carlos Arnedo, de Telecomunica. Tengo una nota suya para que le llame. No sé si nos conocemos.
—Ah, señor Arnedo. Gracias por devolver la llamada. Soy Rafael Álvarez, sargento de la Unidad de Delitos Fiscales de la Guardia Civil. Nos hemos visto en una ocasión, hace unas semanas, antes de las fiestas, aunque probablemente no me recuerde.
Carlos trató de hacer memoria y en unos segundos revisó posibles temas pendientes que tuviera con la Guardia Civil: multas de tráfico, denuncias en algún cuartel y hasta con Hacienda, por aquello de la «Unidad de Delitos Fiscales»… Nada.
—Pues perdóneme, pero no le recuerdo —dijo convencido de que se trataba de un error.
—Nos vimos en el aparcamiento que hay en la plaza de Cuzco, después de que usted se viera con un individuo en la cafetería del hotel AC. Me temo que las circunstancias no nos permitieron presentarnos formalmente.
El comentario provocó que Carlos se revolviera incómodo en el asiento. Solo podía tratarse del hombre que intentó hablar con él cuando se dirigía, con el dinero todavía en la bolsa, a recoger su coche.
—Pues no recuerdo —mintió, tratando de ganar tiempo.
—Usted estaba entrando en el parking —continuó el sargento—, y yo le pedí hablar unos minutos, pero me dijo que tenía mucha prisa y se metió inmediatamente en el coche.
—Ah, creo que sí, que ahora me acuerdo —dijo mostrándose sorprendido—. ¿Cómo me ha localizado? —preguntó extrañado.
—Es posible extraer muchos datos a partir de una matrícula de coche.
«Y más ahora —pensó Carlos—, con lo solícitas que se muestran las empresas cuando se les pregunta por los conductores habituales de su flota. No quieren cargar con las multas de sus empleados.»
—Entiendo —dijo—. Pues lo siento, en aquel momento no pensé que fuera usted guardia civil. —La verdad, no entendía a qué vino entonces tanto secretismo, pero daba gracias al cielo por que el sargento no hubiera sacado la placa desde el principio: eso le habría puesto entre la espada y la pared. Por suerte para él, en algunos casos, en según qué momento de la investigación, prima más la discreción que los resultados inmediatos—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el directivo con tranquilidad a sabiendas de que era muy difícil que nadie demostrara que había recibido aquel dinero.
—Señor Arnedo —dijo muy serio el sargento—, le hemos estado siguiendo…
—¿A mí? ¿Por qué? —interrumpió Carlos sobresaltado por la noticia.
—Prefiero hablarlo con usted en persona, pero no se preocupe, tan solo necesitamos su colaboración.
—No sé cómo puedo ayudarles.
—Insisto, señor Arnedo. Prefiero no seguir hablando por teléfono. ¿Tiene inconveniente en que vaya a visitarle a su oficina esta tarde?
—Hombre, no sé cómo se pueden tomar aquí que venga a interrogarme la Guardia Civil. No me parece adecuado.
—No se preocupe. No vamos de uniforme. Aun así, la otra opción es que usted venga a la Dirección General, en Guzmán el Bueno. Yo le estaré esperando.
—Sí lo prefiero. ¿A qué hora?
—¿Le viene bien a las cuatro?
Carlos tenía una reunión interna a esa hora, pero quitarse de en medio a la Guardia Civil era una prioridad. Asintió, resignado.
Pasó el resto de la mañana deambulando por la oficina. Atendió varias reuniones que tenía concertadas, pero se comportó como si estuviera ausente. Su cabeza no paraba de dar vueltas a las consecuencias que podría reportarle el haber aceptado ese préstamo tan atípico. Nadie lo sabía, aunque alguno podía imaginárselo. Los directores de los dos bancos con los que operaba podrían sospechar operaciones oscuras desde el momento en que él apareció con grandes cantidades de dinero en metálico, pero la discreción de estos había evitado cualquier pregunta incómoda. Finalmente decidió que, en el peor escenario, su responsabilidad era mínima y se quedó un poco más tranquilo.
Lo pensaba al pasar el control de seguridad de la Dirección General de la Guardia Civil, que se le antojó más molesto que el striptease habitual en los controles de los aeropuertos. Antes de que le recogieran para conducirlo hasta las dependencias de la Unidad de Delitos Fiscales, se dio cuenta de que le sudaban las manos, así que las hundió en los bolsillos del pantalón. Era algo que le ocurría cuando se encontraba muy tenso y no le gustaba nada. En esas circunstancias, se secaba su mano derecha en la pernera antes de estrecharla, y era algo que él repudiaba al identificarlo en otras personas. Lo vivía como un signo de debilidad.
—¿El señor Arnedo? —dijo el sargento al salir a su encuentro—. Gracias por venir. —Y le tendió la mano.
—¿Qué tal, sargento? Buenas tardes —correspondió al saludo.
Le seguía sudando la mano y supo que Álvarez también lo había notado. «Una señal de nerviosismo —se dijo, aún más nervioso—, por aquí se empieza».
—Siéntese, por favor. Espero que no haya tenido dificultades para entrar —comentó el sargento para romper el hielo.
—Bueno, no muchas. Supongo que las habituales de todos los centros oficiales —respondió por decir algo.
—Quizá un poco más. Sentirnos objetivo de bandas terroristas nos anima a ser rigurosos con todos los aspectos relativos a la seguridad. —Un silencio siguió a sus palabras y fue Carlos quien lo rompió al poco.
—Pues usted dirá —dijo—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Voy a ser muy directo, señor Arnedo. Creemos que está usted en peligro.
El ejecutivo contuvo la respiración cuando oyó aquello. Lo que estaba pasando tan solo era la confirmación de lo que él ya sabía, pero que esta confirmación viniera de la Guardia Civil hacía que sonara aún más peligroso de lo que probablemente él había imaginado.
—No entiendo. ¿Qué pasa? —respondió con su mejor cara de ingenuo.
En ese momento se abrió la puerta del despacho y entró un hombre vestido de uniforme.
—Ah, capitán, adelante. —El guardia civil se puso de pie, en posición de firmes, y Carlos, al verlo, también se levantó en señal de respeto—. Capitán Rueda, Carlos Arnedo —los presentó mientras arrimaba una silla para su superior.
—Buenas tardes, señor Arnedo. —El recién llegado tomó asiento—. Supongo que mi segundo ya le habrá puesto al corriente de por qué le hemos llamado…
El capitán era un hombre de estatura media, cercano a los cincuenta y cinco, con el pelo muy canoso y complexión atlética. Su rostro bronceado contrastaba con el blanco de su cabello. Su tono al hablar sonó autoritario. Carlos pensó que era un hombre acostumbrado a mandar.
—Todavía no, mi capitán —intervino el sargento—. Estábamos empezando la reunión.
A Carlos le sonó bien la palabra reunión. Hasta ese momento estaba convencido de que aquello iba a ser un interrogatorio.
—Muy bien. Pues entonces se lo contaré yo —contestó el capitán sin dejar espacio para réplica—. Llevamos tiempo detrás de una banda de maleantes venidos de Latinoamérica que opera en España desde hace unos años. En propiedad, debería llamarlos «miembros de un cártel», pero no dejan de ser indeseables que se nos han colado en el país con fines delictivos. —Su cara de desprecio al hacer referencia a los delincuentes hablaba por sí misma—. Sabemos que usted tiene tratos con ellos, y si le hemos llamado es porque estamos convencidos de que usted es una víctima. Queremos ayudarle y queremos que usted nos ayude.
—Se lo agradezco mucho, señor Rueda…
—Capitán, por favor —le interrumpió el oficial.
—Capitán… Pero no sé a qué se refieren —volvió a mentir.
—Señor Arnedo, no sabemos exactamente qué tratos tiene usted con ellos. Podemos sospechar que usted necesitaba dinero y ha acudido a ellos aconsejado por algún conocido. —Carlos no pudo evitar desviar la mirada y el detalle no pasó inadvertido para los guardias civiles—. En cualquier caso, demostrar una financiación sospechosa y al margen de la fiscalidad vigente sería tan sencillo como solicitar una orden judicial para conocer sus movimientos bancarios, y acompañarlos de unas fotos de aquella reunión que mantuvo usted con nuestros amigos. Eso no le dejaría en muy buen lugar, señor Arnedo…, pero digamos que eso ahora no es lo que más nos importa.
El directivo se sintió totalmente vulnerable, aunque, en un reflejo de habilidad, prefirió no negarlo abiertamente para evitar complicaciones posteriores.
—¿De qué tipo de gente me está hablando? —hizo la pregunta abierta.
—Maleantes que pertenecen a cárteles de la droga y que operan a nivel internacional —respondió el capitán—. Últimamente, ante el control y la presión fiscal de algunos países, están ampliando la oferta —continuó diciendo—. El dinero que ganan en sus operaciones delictivas, entre otras cosas introduciendo droga en Estados Unidos por la frontera mexicana o en Europa a través del Estrecho, necesitan blanquearlo, y lo hacen de diferentes maneras. ¿Cómo?
Carlos creía saber la respuesta, aunque no dijo nada y Rueda siguió hablando:
—Lo prestan en metálico y luego lo recuperan con intereses, de forma legal con facturas que hacen referencia a servicios de asesoramiento y consultoría difícilmente comprobables —le confirmó sus sospechas con seguridad y simpleza militar.
A Carlos se le puso la carne de gallina al confirmar lo peligrosas que eran las personas con las que estaba tratando.
—Llevamos tiempo tras los pasos del hombre con quien usted se reunió en el AC y tenemos pruebas de que pertenece al cártel de los Zetas.
—¿Los Zetas? —repitió Carlos casi de forma automática.
—Así es —asintió con convencimiento el capitán—. Y no es el único cártel que opera en estos momentos en nuestro país.
—¿Ah, no?
—No, efectivamente —intervino el sargento Álvarez, en busca de un poco de protagonismo—. Mi capitán, quizá el señor Arnedo esté más dispuesto a colaborar si le ponemos al corriente de cómo funciona este mundo en México y de qué modo nos salpica hasta aquí… —Miró a su superior pidiéndole autorización para seguir hablando.
—Adelante, sargento —respondió Rueda.
—La guerra entre los cárteles es uno de los temas más tocados en México —comenzó de nuevo el guardia civil—, sin embargo, el común de los mexicanos no conoce esta guerra a fondo, pues los bandos no están claros. Las dos organizaciones criminales más fuertes del país son el cártel de Sinaloa y el de los Zetas. El de Sinaloa está aliado con el cártel del Golfo, mientras que los Zetas están aliados con el cártel de Juárez.
»Por un lado, el cártel del Golfo se ha mantenido con el control de Matamoros, aunque pelea la ciudad contra sus antiguos aliados, los Zetas. Por su parte, los Zetas, mientras mantienen su pelea principal con el cártel del Golfo y asumen las correspondientes bajas, se preocupan por entrenar y ayudar a sus aliados, los cárteles de Juárez, de Tijuana y el Independiente de Acapulco. Ni que decir tiene que la situación es cambiante y se producen nuevas incorporaciones sin cesar. En los últimos tiempos está sonando con fuerza el cártel de los Caballeros Templarios…
—Francamente, es difícil de entender —interrumpió Carlos un tanto abrumado por tanta información.
—No crea —dijo el sargento mirando a su capitán por si este hacía algún gesto de que parara—, al menos para nosotros que manejamos estos temas a diario. En cualquier caso la situación en Europa, incluida España desde luego, es mucho más simple.
—¿Qué quiere decir? —se interesó el directivo.
—Que tan solo operan dos de los grandes: los Zetas y los Golfos. —Y sonrió como si le hiciera gracia cómo sonaba—. Al hombre que se reunió con usted en el hotel le llaman el Mexicano, y trabaja para una red empresarial muy visible en nuestro país.
—¿Y qué quieren de mí exactamente?
El capitán tomó la palabra.
—Lo que necesitamos es que nos diga en qué consisten exactamente sus negocios con él (los importes que manejan, los intereses, las vías de comunicación…) y que nos ayude a acumular pruebas para poder presentar cargos.
—Tan solo es un conocido de un amigo común —dijo tratando de confundirlos—. Quedamos para ver si él me presentaba a gente de cierto nivel en Latinoamérica, de interés para los negocios de Telecomunica allí.
Las caras de ambos guardias civiles expresaban escepticismo; aun así, no querían forzar, al menos de momento, la situación con el directivo.
—No sé cómo ayudarles —continuó Carlos.
—¿Cuándo han quedado en volver a verse? —preguntó el oficial.
—No hemos quedado en ninguna fecha en concreto. Me dijo que pensaría qué contactos podrían ser de mi interés y me llamaría para volver a reunirnos —mintió.
—Está bien —accedió el capitán, con la certeza de que Carlos no estaba diciendo la verdad—. Si quiere ayudarnos, en su próximo encuentro usted llevará una grabadora, y prepararemos el diálogo que nos interesa que mantengan.
Carlos se asustó al oír aquello. Lo había visto en muchas películas y los infiltrados casi nunca terminaban bien.
—Me suena muy peligroso. No pueden obligarme a hacer eso —se defendió.
—No. Claro que no —dijo el oficial—. Si lo hace, será por voluntad propia.
—Pues, entonces… —Carlos se puso en pie—, prefiero centrarme en mi trabajo. Ahora debo dejarles para continuar con mi agenda.
Los guardias civiles se levantaron un tanto serios ante la actitud que había adoptado su invitado.
—Está bien, señor Arnedo. Usted verá… Le sugiero que tenga cuidado cuando se mueva entre esa gente. Llámeme si cambia de opinión.
Mientras salía de las dependencias policiales de Guzmán el Bueno acompañado por el sargento Álvarez, la tarjeta que le había entregado el capitán Rueda le iba quemando en el bolsillo de la pechera. Volvían a sudarle las manos.