No encuentro profesionales perfectos,
pero sí he encontrado equipos perfectos.
—¿Qué emoción traéis hoy?
Los miembros del equipo del comité de dirección se miraron unos a otros sin saber muy bien qué decir. Ya conocían a Jaime y sabían el tipo de reflexiones que provocaba. Aun así, no se acostumbraban a hablar sobre sus emociones.
—Bien. Hoy vengo bien —se animó el director de Producción.
—¿Quieres ser más concreto? —preguntó el coach, dispuesto a ponerle en aprietos.
—Expectante. Me gustó mucho la sesión de ayer. Creo que nos ayudará a comunicarnos mejor —respondió satisfecho.
—Gracias. ¿Quién más quiere compartir la emoción con la que empieza el segundo día de nuestro evento?
Durante unos segundos se hizo el silencio. A Jaime le encantaban estas situaciones. Sabía que detrás de largas pausas había grandes reflexiones.
—Ayer me di cuenta —arrancó el financiero— de que buena parte de lo que nos pasa como equipo tiene que ver con conversaciones que no tenemos.
Otros compañeros lo miraban y asentían en señal de acuerdo. Si fueran más asertivos y de tanto en tanto programaran encuentros para clarificar pensamientos y sentimientos, cambiaría mucho la dinámica del equipo.
—Pues gracias también a ti. Precisamente en relación a las conversaciones, quiero proponeros una dinámica que se llama «El cartero». ¿Queréis hacerla?
—Depende… —La responsable de Logística sonreía—. Ayer ya nos sacaste de nuestra zona de confort. No sé qué quieres hacer hoy con nosotros. Te temo más que a un nublao.
—Mi trabajo es ser un catalizador del proceso —quiso clarificar Jaime—. Yo os pongo un espejo para que os veáis, y facilito dinámicas y reflexiones que os proporcionen una mirada diferente. Me hago responsable de que pasen cosas que os aporten valor, y os paso la responsabilidad a vosotros de lo que salga de aquí.
—Adelante, Jaime. Vamos con el cartero. Ayer acordamos que nos íbamos a entregar estos dos días —comentó el director general.
—Pues vamos allá. Quiero que cada uno coja nueve folios, uno por cada compañero vuestro que hay en la sala… Por favor, esperad a que os dé todos los detalles del ejercicio. —Como solía ocurrir, la gente se había lanzado en busca de los folios y había dejado de escuchar lo que seguía diciendo Jaime, pero al oírle todos volvieron a su sitio—. Os voy a dar cuarenta minutos para que, en cada hoja, respondáis a una serie de preguntas con relación a cada uno de vuestros compañeros de comité. Las hojas debéis firmarlas ya que luego se las dejaréis a sus destinatarios y tendréis otros diez minutos para reuniros por parejas, todos con todos.
—¿Diez minutos para todos? —preguntó la responsable de Recursos Humanos inquieta por que el ejercicio sirviera para algo.
—No. Diez minutos por cada pareja. Sois diez, nueve reuniones, así que noventa minutos en total.
Los directivos empezaban a revolverse en su asiento. Algunos de ellos ya empezaban a lamentarse porque el ejercicio iba a ser muy largo.
—¿Y las preguntas? —inquirió alguien impaciente.
—Aquí van. La primera es: ¿qué es lo que me gusta de trabajar contigo?, es decir, en qué aspectos me siento bien trabajando contigo. ¿Entendida? —Tomaron nota y se quedaron en silencio—. La segunda: ¿qué me disgusta de trabajar contigo? Lo que no me gusta de ti, lo que tú dices o haces, qué me hace sentir incómodo. —Jaime observaba las caras de negación que ponían algunos de ellos aventurando lo incómodo que podía resultar decir lo que verdaderamente pensaban unos de otros. Primeras protestas…
—Pero si yo estoy bien trabajando con todos, ¿qué puedo decirles?
—Es a vuestro criterio. Si de verdad le das un diez a todos tus compañeros, adelante, explícales por qué les das ese diez, aunque si hay, como suele ocurrir, algunos aspectos que te disgustan de ellos, este es el contexto para hacerlo. Hemos definido un marco de autoprotección. Este es un ejercicio para regalarnos con asertividad y con el máximo respeto, aquello que pensamos unos de otros. ¡Mojaos, cabrones! —Al oír esto unos se rieron, mientras que otros, un poco molestos, se revolvieron aún más en sus sitios—. Es una oportunidad de oro y tenéis la opción de aprovecharla o de desperdiciarla. Probablemente nunca os habéis visto en otra como esta. Podéis pasar de puntillas diciendo «me gusta todo lo que haces», que nadie os lo va a reprochar. Y si es así, perfecto. Pero si solo estáis evitando un hipotético conflicto, habréis perdido el tiempo.
Jaime hizo un silencio largo, intencionado, hasta que alguien habló:
—¿Y las otras dos preguntas?
—La tercera es: ¿qué necesito para trabajar bien contigo? Y, finalmente, la cuarta, ¿qué te pido para trabajar bien contigo a partir de ahora? ¿Os queda claro el ejercicio?
Todos asintieron y se pusieron a trabajar.
La dinámica obtuvo el resultado habitual. La gente se mojó y dijo lo que nunca se había atrevido a decir a alguno de sus compañeros de comité. Hubo lágrimas en algún caso, y carcajadas en otros. La jornada finalizó con un ejercicio de «caricias positivas», y un «¿para qué os han servido estos dos días?».
La ronda final fue muy emocional y rica en comentarios, y Jaime se despidió de ellos hasta la próxima sesión, con una lectura reflexiva y un abrazo.
Tras recoger, llamó un taxi para dirigirse a su reunión con Moncada. Ya en el coche recordaba la cena y paseo con Nadia dos noches antes. La despedida a las puertas del H10 fue entrañable y cargada de ternura. Sin haberlo hablado, ambos sabían que la situación debía quedarse en ese punto, al menos por el momento, aunque el abrazo con el que se despidieron —tras darse las buenas noches y las gracias por la increíble velada— hablaba de un futuro distinto…
Antes de las siete ya estaba en la avenida Diagonal, donde había quedado con el antiguo jefe de Oriol Sempere. El edificio era una preciosidad de aires renacentistas pero curiosamente rematado con ciertos detalles de estilo gaudiano. El vestíbulo de la entrada era sobrio y venido a menos. Después de pasar los controles de seguridad habituales, accedió a la recepción.
—El señor Moncada le está esperando. Sígame, por favor —le dijo una señorita con buena apariencia y un marcado acento catalán.
Le condujo a través de unos pasillos hasta que alcanzó el despacho.
—Ah, Jaime. Pasa por favor. —Ferran Moncada se levantó a su encuentro y despidió a la señorita—. Nos sentamos mejor aquí. —Señaló una mesa redonda auxiliar con cuatro butacones de cuero—. Ya han pasado cuatro meses desde nuestro encuentro.
—Hola, Ferran. Sí…, así es. Te agradezco que me recibas con tan poca antelación, pero tenía interés en hablar contigo de Oriol.
—Pues tú dirás. Aquí en la oficina todavía no salimos de nuestro asombro. Ha sido una terrible desgracia. —Hablaba con la cabeza gacha al tiempo que movía la cabeza, se le veía apesadumbrado.
—Supongo que te habrá interrogado la Policía —murmuró Jaime.
—Sí, claro. Dos veces.
—Ya conocerás los últimos detalles de la investigación… —Jaime echó su cuerpo un poco hacia delante y habló en voz baja.
—Supongo que te refieres a las novedades que han llevado a la Policía a pensar que se trata de un asesinato —convino Moncada.
—Sí. Así es. No estaba seguro de hasta qué punto estabas informado. ¿Qué piensas sobre eso? —indagó.
Moncada se revolvió en su asiento.
—No sé qué pensar. Supongo que tienen fundamento para creerlo. Pero me resulta tan extraño… Imagino que tú tendrías ocasión de intimar con él. ¿No hubo nada que te dijera que pueda ayudar a la investigación?
—Pues nada que aporte valor, en mi opinión. Nuestras sesiones de coaching fueron muy normales. En todo caso, creo que no falto a la confidencialidad si te cuento que en una ocasión llegó a decir que Telecomunica ya no era como antes, cosa que no me sorprendió por otro lado, porque si hay algo que permanece constante es el cambio continuo.
—¿Y no te dio detalles de a qué se refería? —le preguntó.
A Jaime le extrañó la postura que estaba adoptando Moncada. Parecía que se hubiera puesto el gorro de policía en un interrogatorio.
—No. Pensé que su comentario partía de la ofuscación que sentía en ese momento. Lo mismo que cuando me dijo que había un movimiento oscuro que había que alumbrar. —Notó cómo Moncada abría mucho los ojos y cómo su cuerpo se tensaba—. Exploré lo que quería decir y se limitó a comentar que no era más que lo que pasa en otras empresas, así que no le di importancia.
—¿Se lo has dicho a la Policía? —preguntó con mucho interés y algo de ansiedad.
Jaime, un tanto extrañado, no pasó por alto su reacción.
—No. No me pareció importante. De hecho, es ahora que te veo interesado en estos detalles cuando me da que pensar.
Moncada se echó para atrás y carraspeó antes de intervenir:
—Bueno, en realidad no creo que tenga mayor importancia. Son comentarios que se hacen continuamente en todas las compañías. Supongo que estarás cansado de oírlo…
—Algunas veces —coincidió a medias—. Por cierto, creo que conoces al jefe de otro de los directivos con los que trabajo en Madrid… Carlos Arnedo. Su jefe se llama Javier. Me parece que también tiene responsabilidades en el área de Sistemas, como tú.
—Sí. ¿Por qué? —respondió con una normalidad que a Jaime le resultó afectada.
No sabía qué había detrás, pero al ver el gesto de Moncada, supo que por ahí había pinchado en hueso.
—Por nada en particular. Oriol me lo contó. Parece un hombre muy culto —dijo con toda inocencia.
—Sí, supongo…
—Parece que tiene interés por la filosofía del XIX. Sin querer, me llevé de su despacho una hoja con una cita del libro de Nietzsche Así habló Zaratustra.
Aquel comentario cayó como un jarro de agua fría sobre el directivo y Jaime se dio perfecta cuenta, pero Moncada no era capaz de disimular su desconcierto.
—Pues sinceramente no lo sé, todos tenemos aficiones peculiares —atinó a decir antes de mirar su reloj—. Jaime, me vas a perdonar, pero necesito dejarte para incorporarme a mi última reunión del día.
—Claro. Perdona. Yo también tomo el AVE de vuelta para Madrid en un rato. Muchas gracias por este cambio de impresiones.
—Faltaría más. —Había recuperado un poco la compostura—. Que tengas buen viaje de vuelta.
Se dieron la mano y Jaime salió del edificio camino de la estación de tren. Tenía que reconocer que estaba un tanto extrañado por las reacciones del ejecutivo de Telecomunica.
Nada más quedarse solo, Moncada llamó a Javier para ponerle al corriente de la reunión, aunque no le esperaban palmaditas en la espalda. A su jefe no le gustó nada la manera en que su colega había manejado aquello: se había puesto nervioso innecesariamente. Aún menos le gustó el comentario final de Moncada:
—Este tipo sospecha algo y no me la quiero jugar. Quiero dejarlo.
Javier cogió aire y cuando habló, lo hizo muy despacio, mascando las palabras. Solo una frase. Una, antes de colgar:
—No es fácil salir de esto, Ferran.