La mejor forma de persuadir a otros es escuchar.
Después de un reflexivo y agradable paseo, Jaime y Nadia llegaron al restaurante quince minutos antes de su hora de reserva. Decidieron entrar y los condujeron a su mesa, donde pidieron para compartir de primero un tartar de salmón con higos y una ensalada caliente; de segundo, Nadia pidió el atún a la parrilla con setas enoki, mientras que Jaime se decantó por el filete de ciervo con calabaza, avellanas y trufa. El sumiller, un tipo curioso de origen sueco, les recomendó un Pinot Noir del «nuevo mundo» que maridaba bien con carne y pescado.
—Está bien este lugar —afirmó Nadia cuando se fue el maître—. ¿De qué lo conocías?
A Jaime aquel sitio le traía buenos recuerdos.
—Eso es casi entrar en intimidades.
—Usted perdone, no pretendía conocer secretos de Estado —respondió ella en tono sarcástico.
—Está bien. Creo que a ti te lo puedo contar. —Le lanzó una mirada cómplice—. La primera vez me trajo una novia de la adolescencia con la que llevaba casi veinte años sin verme.
—¿Ya estabas separado? —preguntó Nadia con curiosidad.
—No. Aún estaba casado. Ya había tenido las primeras conversaciones con Laura, mi ex, para separarme, aunque seguíamos viviendo juntos. Un buen día recibo un mail de una chica con la que estuve saliendo cuando tenía dieciocho años. Me había localizado por Facebook. El milagro de las redes sociales…
—¿Vivíais los dos en Madrid?
—No. Era yo el que de vez en cuando venía a Barcelona con mi familia. La conocí en la playa de la Barceloneta, mucho antes de que hicieran toda la remodelación de las olimpiadas.
—¿Y? —preguntó con mirada traviesa.
—Y nada. Bueno, o todo. Ya sabes, un amor de verano, pasión, promesas de amor eterno, lágrimas de despedida y algunas llamadas telefónicas hasta que se esfumó la ilusión.
—¿Cómo fue el reencuentro? —Nadia escuchaba con mucha atención.
—Muy bonito. Aproveché un viaje de trabajo para quedar con ella. Físicamente había cambiado mucho, pero su mirada era la misma. No necesitamos más para reconocernos. Me propuso venir a este restaurante y yo acepté.
—¿Y qué pasó? —insistió ella.
—Nada —continuó mientras soltaba una carcajada—. No pasó nada. Nos contamos la vida. Ella llevaba ya unos cuantos años separada. Hablamos de nuestros hijos, me acompañó hasta el hotel, nos abrazamos y hasta hoy.
—¿Qué quería? —Nadia frunció el ceño.
—Es una buena pregunta con una respuesta concreta, si bien alguien podría pensar que se trataba de un capricho.
—¿A qué esperas para contármelo? ¿Quieres que te lo suplique?
La curiosidad que sentía Nadia era más fuerte que su habitual discreción. Le interesaba todo lo que tenía que ver con Jaime, especialmente con las partes de su vida en las que la pasión hacía acto de presencia.
—No será necesario, aunque te confieso que no se lo he contado a nadie.
—Pues dispara ya —contestó impaciente.
El camarero interrumpió la conversación para darles a probar el vino, y Jaime cedió a Nadia el visto bueno.
—Extraordinario. Gracias. —Miró al camarero como urgiéndole a que se marchara; de inmediato pasó su mirada a Jaime—. Sigue —ordenó.
—Violant, que es como se llama, me contó que nunca entendió la razón por la que dejé de llamarla…
—¿Fuiste tú quien cortó?
—Quizá. De alguna manera. Es cierto que ella insistió por teléfono y me dejó unos cuantos recados en casa, pero yo tenía en aquel momento una vida social muy intensa. Estaba en la escuela de Ingeniería y contaba con muchos amigos, así que no puse interés en continuar nuestra relación, pero reconozco que el verano que estuvimos juntos me quedé muy colgado de ella.
—Bueno, sigue.
—Seguiré cuando dejes de interrumpirme —susurró Jaime esbozando una sonrisa.
—Vale. Ya me callo. —Lanzó al cielo una mirada de impaciencia.
—Pues eso, me decía que nunca entendió por qué no le devolví las llamadas, y tampoco pude darle grandes razones. Ella me contó que, aunque con el tiempo logró olvidarme, de vez en cuando se acordaba de lo nuestro, en esos ratos de bajón emocional. Le pasó sobre todo durante su desenamoramiento y el posterior calvario de la separación. De hecho, participó en alguno de los eventos que Bert Hellinger hizo en España.
—¿Bert qué?
—Sí. Bert Hellinger, el creador de las constelaciones familiares. ¿Sabes lo que es?
—Ni idea —respondió Nadia con sinceridad.
—Las constelaciones familiares son una disciplina que, en manos de un experto, se convierte en una herramienta poderosa para que la gente entienda muchas de las cosas que le han pasado en la vida. Se trata de tener en cuenta a todas las personas y circunstancias que afectan a tu sistema.
—Nunca había oído hablar de ello.
—Este señor ha escrito varios libros, entre otros, Los órdenes del amor, donde da algunas claves de qué cosas influyen en nuestra vida. Con respecto a roturas sentimentales, Hellinger dice que la única manera de pasar página de verdad, ante una situación de resentimiento o de resignación como consecuencia de una separación, es reconocer y verbalizar, ante la persona con la que has roto, que ha sido alguien muy importante en tu vida, que la has querido mucho y que ahora debes seguir tu camino.
El camarero interrumpió para servir los primeros: el tartar y la ensalada tenían una presentación extraordinaria, aunque la atención de Nadia estaba lejos de los entrantes.
—Pero ¿eso no es muy fuerte? —preguntó incrédula.
—Más fuerte es seguir enganchado a un vínculo emocional negativo, a veces, de por vida.
—Ya. Visto así.
—Lo que Violant quería decirme era justo eso, y se atrevió a hacerlo a los postres. Fue un momento intenso y emocionante. Ella lloró mientras lo decía y yo me dejé contagiar. Estuvimos el resto de la velada con las manos entrelazadas y contándonos detalles íntimos de nuestras vidas. Fue precioso.
Nadia miraba a Jaime entre ausente e hipnotizada.
—Sí que es una historia bonita —dijo al fin. Señaló con la cabeza su plato—. No estás comiendo nada.
—Contándote la historia me he transportado a la Barcelona de hace un montón de años.
Nadia se quedó callada.
—¿Qué piensas? —preguntó curioso.
—En cómo pequeñas decisiones que tomamos en determinados momentos afectan al resto de nuestras vidas —dijo sin mirarle a la cara.
—¿Qué decisiones estás pendiente de tomar ahora? —apareció su lado coach.
—La más importante es la que se refiere a mi situación de pareja. Juanma es un buen chico y lo quiero, pero ahora mismo no me siento ni realizada ni feliz con él.
—¿Qué te lo impide?
—Solo mis propios pensamientos y limitaciones. Quizá va siendo hora de un cambio, ¿la metamorfosis?
—¿Cómo te puedo ayudar yo? —preguntó.
—Jaime —Nadia le miró con tristeza a los ojos—, ya lo haces. Me ayudas cuando me escuchas, me ayudas cuando sé que estás ahí, me estás ayudando hoy al salir a cenar conmigo.
—¿Sabes que esto que estamos haciendo tú y yo hoy no es nada habitual en una relación entre coach y cliente?
—No estaba segura, pero podía intuirlo —respondió muy seria—. En cualquier caso, yo no te miro solo como mi coach, te miro también como hombre y amigo.
A Jaime le subieron las pulsaciones. Era consciente de que la conversación estaba entrando en terreno pantanoso. Por un lado, eso le gustaba, pero por otro sabía que ponía en riesgo su integridad profesional. En ese instante el camarero acudió a su rescate para cambiar los platos de los entrantes por el principal.
—Mmm… Qué buena pinta tiene esto —susurró él.
—Ya lo creo —dijo Nadia—, pero no te escaquees: no me has dicho qué piensas de lo último que te he comentado.
Él pensó que era momento de sincerarse. No quería convertir aquello en una conversación de adolescentes. Jaime estiró el brazo por encima de la mesa y cogió la mano de la chica. Ella se dejó hacer.
—Nadia, contigo vivo una situación con la que me siento incómodo. Eres mi cliente, y por un lado me comporto y te ayudo como un coach, pero por otro lado me siento muy atraído hacia ti, hacia la Nadia mujer, hasta el punto de que en varias ocasiones he estado tentado de interrumpir el proceso contigo.
—¿Y…? —dijo ella, sin poder esconder una sonrisa que se empezaba a dibujar en la comisura de sus labios.
Jaime, que adivinó esa sonrisa, se dejó contagiar y se le escapó una carcajada.
—¿Cómo que «y…»? —dijo acercándose a ella—. Que estamos en riesgo.
Ambos quedaron mirándose en silencio. El verde profundo de sus ojos lo atraía. Era un color tranquilizador que lo transportaba a su más tierna juventud. No era la primera vez que le pasaba, pero esta vez la sensación era más intensa. Escenas veraniegas de su adolescencia invadían sus recuerdos.
—¿No te ha pasado nunca? —rompió el silencio ella.
—Sinceramente no. Por eso me siento mal. No sé cómo gestionarlo.
El resto de la cena transcurrió entre insinuaciones veladas y anécdotas. A los postres, compartieron un coulant de chocolate, pagaron a medias y decidieron regresar caminando de nuevo hasta el hotel de Nadia.
El frío que caía sobre Barcelona los invitó a abrigarse bien. Casi instintivamente, Jaime rodeó con un brazo los hombros de Nadia y ella aprovechó para acurrucarse. Caminaron sin intercambiar palabra hasta llegar al hotel.