Resolver un problema tiene que ver
con hacer algo diferente.
Disolver un problema tiene que ver con
pensar algo diferente.
El viaje en el AVE fue tan confortable como siempre. Jaime se puso a trabajar nada más salir de Atocha. Tenía intención de relajarse, pero en vista del cambio de planes, esa noche no podría preparar las dos jornadas siguientes de coaching de equipo. Su compañero de asiento era un señor con traje y aspecto circunspecto; le dijo «buenas tardes» sin esperar respuesta, se sentó, sacó las últimas notas que tenía de haber trabajado con ese equipo y se puso a organizar una serie de actividades para el día siguiente.
Nada más llegar a Sants se dirigió dando un paseo al hotel y subió a su habitación. Una vez instalado cogió el móvil para llamar a Nadia.
—¿Ya estás aquí? —le preguntó ella.
—Sí, he llegado hace un rato. ¿Tú también has terminado?
—Sí. Acabo de darme una ducha. Ha sido un día muy intenso.
Esa palabra, intenso, había salido de los aprendizajes de las sesiones de coaching. Jaime estaba casi seguro de que con otras personas habría utilizado otro término. Quizá pesado, difícil, insoportable, largo…
—Pues en una hora te recojo. Tomaré un taxi hasta tu hotel, pero luego podemos ir andando hasta el restaurante. No está demasiado lejos. Un paseo de veinte minutos, creo.
—La verdad es que da gusto esta temperatura comparada con la de Madrid. ¿A qué restaurante vamos a ir? —preguntó Nadia expectante.
—Ya lo verás. Es una sorpresa. Solo te diré que es un sitio especial para los amantes del chocolate —comentó con cierta ironía a sabiendas de lo mucho que le gustaba a Nadia.
Sin pillar la indirecta, Nadia respondió de manera espontánea.
—A mí me encanta.
—¡Ah! Qué casualidad. No lo sabía. —Y se echó a reír.
—No me había dado cuenta de que ibas con segundas.
—Te percibo descentrada —comentó él para pincharla—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —continuó con la broma.
—Vaaaaale… Ya me espabilo.
A esa llamada siguió la de Ana, su secretaria, que algo raro debió de ver en el buen ánimo de su jefe, porque le soltó sin más:
—¿Has vendido algo nuevo?
—¿Por qué lo dices? —respondió extrañado.
—Te noto muy alegre. No como esta mañana, que andabas con prisas.
«Ana siempre tan sutil», pensó Jaime.
—Bueno, estoy vivo. Tengo salud, trabajo y una familia maravillosa. ¿Qué más puedo pedirle a la vida?
—Enhorabuena, querido. No todos podemos decir lo mismo. —Y sin esperar a que Jaime replicara, le dijo—: Ha llamado la secretaria de Ferran Moncada, el jefe de Oriol Sempere.
—¡Ah! Eso era: Moncada, es cierto, no recordaba su apellido ¿Qué dice? —Apretó el móvil contra su oreja, la cobertura iba y venía.
—Que arregla su agenda y te recibe en su oficina de la avenida Diagonal el jueves por la tarde, a las siete.
Tras agradecerle la gestión y colgar con su secretaria, Jaime se dedicó a arreglarse: pantalones vaqueros, calzado cómodo, jersey negro de cuello vuelto y cazadora de piloto, por si a la salida del restaurante refrescaba. Cogió un taxi a la puerta del hotel.
—Buenas tardes. Al H10 de plaza Cataluña.
—¿Quiere que vaya por Aragó o por Gran Vía? —preguntó el taxista, un hombre bajito que, según parecía, iba sentado sobre un abultado cojín para tener una visibilidad adecuada.
A Jaime le fastidiaban ese tipo de preguntas. Nunca sabía si iban con segundas, para saber si conocía la ciudad y así poder darle un largo paseo hasta el destino, o de verdad querían compartir la responsabilidad de la ruta elegida.
—Aunque vengo con frecuencia a Barcelona, estoy seguro de que usted tiene un mejor criterio que yo para elegir el camino más adecuado —respondió confiando en la buena voluntad del conductor.
—Entonces vamos por Aragó y bajamos por La Rambla de Cataluña —contestó el taxista resuelto.
La circulación a esa hora era bastante espesa, aunque más fluida que lo que se solía encontrar en Madrid. A Jaime le gustaba lo organizado que era el tráfico en la Ciudad Condal y el gran número de motos que circulaban por las calles, lo que sin duda aliviaba bastante las calzadas.
Llegó al H10 y preguntó por Nadia.
—La señorita Ferreras está en la 325 —dijo el recepcionista alargándole un teléfono—. La puede llamar desde aquí. Marque el número de habitación directamente —dijo sonriendo con amabilidad.
—Gracias —respondió Jaime también con una sonrisa sincera.
Marcó el número y Nadia descolgó al segundo tono.
—¿Hola?
—Estoy abajo.
—Dos minutos —dijo sin más, y colgó.
Jaime se sentó en el sofá de la recepción y empezó a hojear uno de los ejemplares de La Vanguardia, propiedad del hotel, donde ya se especulaba con los primeros pactos entre CIU y el nuevo gobierno.
Nadia apareció diez minutos más tarde, y cuando Jaime la vio, se le congeló el aliento. Vestía un pantalón negro muy ajustado que revelaba su buena figura, unas zapatillas Munich rojas de doble cordón con un aspa blanca en los laterales, y un suéter blanco que parecía una segunda piel y contrastaba con su media melena negra y sus ojos verdes. En el brazo llevaba una cazadora de cuero negra y de la otra mano colgaba un bolso Amazonas de Loewe rojo.
El resto de personas —empleados y clientes— que estaban en la recepción también la siguieron con la mirada mientras ella y Jaime se fundían en un cálido abrazo. A la vista de los otros, seguro que pasaría por el saludo de dos que son más que amigos y llevan tiempo sin verse.
—Estás radiante —le dijo él sujetando sus manos y tomando un poco de distancia para observarla con descaro de arriba abajo. Trató de identificar el perfume que se había puesto—. ¿Elizabeth Arden? —preguntó directamente.
—Bingo. Fifth Avenue —contestó tímida, abrumada por la inesperada galantería de Jaime—. Gracias.
—Tengo buen olfato —afirmó rozándose la nariz con la punta del índice de su mano derecha—. Señorita, póngase en mis manos para el resto de la noche. —Y le ofreció su brazo.
—¿Para todo el resto de la noche? —replicó con tono y sonrisa pícara.
—A los postres lo decidiremos —contestó Jaime sin amilanarse, mientras se dirigía a la puerta del hotel.
—Pues a los postres lo decidiremos. Como sabía que me ibas a hacer andar, he tomado mis precauciones y me he puesto zapatillas, como habrás comprobado.
—Creo que es uno de los detalles que te hacen estar especialmente…, ¿cómo diría…?, ¿interesante? —Y enarcó las cejas como si hubiera hecho un descubrimiento con la palabra.
—¿Interesante? ¿Es todo lo que se te ocurre? —Nadia puso una cara de enfado fingido.
Jaime soltó una carcajada.
—Bueno quizá debería decir…
—¿Debería? Querido coach, me decepciona usted.
—Quiero decir que es uno de los muchos detalles que realzan tu belleza juvenil. —Al decirlo, se puso serio y la miró directamente a los ojos.
—Gracias. Eso está mucho mejor. —Y sonrió.
Nada más salir del hotel ambos decidieron ponerse las cazadoras porque, aunque la temperatura no era muy baja, la humedad calaba la ropa. Caminaban del brazo a un paso bastante animado, pero que les permitía mantener sus cuerpos en contacto.
—Me dejaste un tanto inquieto esta mañana por teléfono. Decías que no me preocupara, pero que necesitabas hablar conmigo.
—Sí, es cierto. Quiero que me ayudes a pensar sobre mi futuro. En las dos últimas semanas casi he tocado fondo y llevo varios días un poco triste —comentó apesadumbrada—. Pero prefiero que nuestra conversación sea más la de dos amigos. No me gustaría que esto se convirtiera en una sesión de coaching.
—¿Quieres que lo hablemos ahora, o prefieres esperar a que estemos cenando?
—Pues casi mejor ahora, aunque el tema se las trae y es probable que ni siquiera acabemos hoy —respondió Nadia.
—¿El foco de tu tristeza es de tipo personal o profesional? —le preguntó con la casi total certeza de su respuesta.
—De ambos tipos. Ando un tanto perdida.
En ese momento Jaime la atrajo decididamente hacia sí con el brazo.
—Hoy no. Yo te dirijo. —Lo hizo como broma para desdramatizar la situación y le regaló una abierta sonrisa, pero Nadia apenas si la esbozó, devolviéndole una mirada triste—. La metamorfosis es dolorosa —dijo el coach con aire solemne.
—¿Qué quieres decir? —preguntó extrañada y con el ceño fruncido. No entendía el alcance de aquellas palabras.
—Antes de indagar sobre las causas profundas de lo que te pasa, y teniendo en cuenta que me has pedido que no haga coaching contigo esta noche, quiero darte mi opinión de lo que yo percibo al respecto. Estás en una edad…, ¿treinta años? —preguntó.
—Treinta y dos —respondió Nadia de manera automática.
—Pues treinta y dos. Te decía que estás en un momento vital de transformación. No tiene que ver exclusivamente con la edad, aunque también juega un papel importante como factor psicológico. Suele ocurrir cada vez que cambiamos de dígito. Es como si en la década que comienza nos gustara reflexionar sobre todo lo que hemos hecho y consolidado en la década anterior, y necesitáramos sentirnos satisfechos por ello. Cuando se da este fenómeno, al margen de cómo percibamos que nos ha ido, se produce una metamorfosis. En la década anterior nos comportamos como gusanos que caminan mientras siguen una senda ya marcada. En los dos o tres primeros años de la nueva década, somos crisálida: estamos encerrados dentro de un capullo que se mimetiza con el entorno para defenderse de los depredadores. No nos gusta, pero nos enquistamos en una forma de vida que no nos satisface, y solo cuando la transformación, dolorosa casi siempre, se produce, rompemos el capullo, salimos de la crisálida y extendemos nuestras alas para recorrer otros mundos.
Mientras hablaba, Jaime parecía revivir momentos propios no muy lejanos.
—Me estás llamando capullo —bromeó Nadia.
—Más bien capulla —replicó Jaime sarcásticamente—. Estás en una etapa de ruptura con tu anterior vida. Unas veces, cuando la mariposa sale, se queda por la zona en la que se desarrolló cuando tan solo era una oruga. Mantiene el entorno y las relaciones. Otras, decide emigrar y rompe con todo. Lo más importante en estos momentos es vivirlo sin dramatismo, con naturalidad. Aceptarlo como viene y no resistirse.
—¿Tú lo has pasado? —preguntó Nadia.
—Por supuesto. La última vez, cuando pasé la década de los treinta y tantos a los cuarenta y tantos. El cambio más doloroso. Deshice mi matrimonio y cambié de trabajo. Sin embargo, los últimos años de mi vida están siendo los más prolíficos desde el punto de vista intelectual, y los más intensos, también a nivel personal. Pero dolió mucho…
—Ya —se limitó a decir Nadia y siguió caminando en silencio.
La cercanía de la Navidad se notaba en las calles de Barcelona. Mucha gente iba y venía cargada con bolsas de regalo. Ya estaban a poco más de diez minutos del restaurante, según calculó Jaime.
Nadia lo miró y le preguntó:
—¿Conoces algún analgésico?
Él sonrió al darse cuenta de que Nadia quería seguir jugando con la protección que le proporcionaba la metáfora.
—Ninguno que sea efectivo al cien por cien. De hecho, el que le va bien a una persona a otra no le hace nada. Si quieres, puedo ayudarte a que tú encuentres el más adecuado.
—Por favor. —Y le hizo una caída de ojos a Jaime.
—A veces, el analgésico es tan solo un cambio de casa, o de departamento dentro de una empresa. A veces es algo más drástico, como un cambio de ciudad o de país, o de pareja, o de trabajo. A veces es un cambio de foco. No hay que hacer nada, solo pensar diferente. Aunque no cambia nada, en esos casos, el analgésico puede funcionar y mitiga el dolor.
—No entiendo esto último que dices —dijo extrañada.
—Te lo explicaré —comentó solícito el coach—. Es la distinción entre resolver y disolver. Cuando algo de lo que pasa en mi vida no me gusta, yo tengo, si lo simplifico un poco, dos opciones. La primera es hacer cosas diferentes para que el resultado que obtenga también sea distinto. Como decía Einstein: «Locura es hacer siempre lo mismo y esperar un resultado diferente». Al hacer cosas distintas, o al actuar diferente, o al tener otras conversaciones, etcétera, el resultado va a ser diferente… Seguro. No sabemos si mejor o peor, pero sí sabemos que va a ser otro. Cuando juzgo que al hacer estos cambios el resultado es mejor, estoy «resolviendo». A esto en coaching le llamamos un aprendizaje de primer orden. Pero, a veces, lo que está produciendo esa insatisfacción en nuestra vida no depende de nosotros, no está en nuestro círculo de influencia. O aunque lo esté, la segunda opción es pensar diferente. Observar distinto. En definitiva, cambiar de mirada. A esto le llamamos un aprendizaje de segundo orden, y es mucho más desafiante. Lo que estoy haciendo es «disolver» el problema.
»Por ejemplo, si me despiden de un trabajo, lo habitual es que eso me haga sentir mal y que quisiera resolverlo, es decir, dar marcha atrás y volver al trabajo del que me han echado. O bien, encontrar otro trabajo inmediatamente. Pero la primera posibilidad es casi imposible y la segunda, aunque puedo influir mucho para que pase, conlleva otros factores como el mercado de oportunidades laborales que condicionan el resultado. Ante esta situación que me produce insatisfacción, y sobre la que yo solo puedo influir parcialmente, casi la única manera de sentirme mejor es pensando diferente. Vivirlo como una oportunidad excitante de un nuevo futuro que se me abre. De una nueva situación en la que, superados los miedos al vacío, podré olvidarme de cosas que no me gustaban de mi anterior ocupación, y abriré los brazos a un nuevo proyecto del que me enamoraré. Este es un cambio de foco desafiante, pero que depende en exclusiva de nosotros. Dejar de ver el problema para ver la oportunidad. La situación no cambia. Cambia la forma en la que la observo.
Nadia escuchaba con enorme atención, y mientras Jaime hablaba, solo le miraba de vez en cuando con el rabillo del ojo y asentía con la cabeza. Al ver que él se quedaba en silencio, se decidió a intervenir.
—¿Y puede darse una mezcla de ambos? Es decir, ¿resuelvo una parte y disuelvo otra?
—¡Bingo! —gritó Jaime de manera expresiva—. La respuesta es ¡sí!