El lenguaje nunca es inocente.
Cuando salió del edificio de Morgan & Stanley en la calle Serrano, estaba satisfecho. Había mantenido una reunión para el posible inicio de un nuevo programa de coaching con un directivo.
Tan solo era «posible» porque la reunión en cuestión era una «sesión de química», es decir, un primer encuentro con un directivo que te valoraba entre otras opciones, en un proceso de shopping. En ese tipo de procesos, una vez ha tenido contacto con dos o tres coaches, el directivo toma la decisión de con quién quiere continuar el programa basándose en sus impresiones y en la conexión que siente con ellos. Jaime había sido su segunda reunión, y el propio directivo ya le había confirmado que quería continuar con él, que no tenía intención de entrevistarse con nadie más.
Le resultaba muy fácil «pescar en ese estanque». Conocía los resortes del comportamiento humano que empujaban a alguien a tomar una decisión, así que cuanto más desafiante planteaba estas sesiones de química, cuanto más metía el dedo en el ojo de su potencial cliente, más interés despertaba un acompañamiento por su parte.
Ya en la calle se dirigió al aparcamiento de Serrano 41, para recoger su coche y poner rumbo a Atocha. Con ese estado de ánimo tomó una decisión que le estaba rondando la cabeza desde su charla de aquella mañana con el inspector Gavaldá. Iba a llamar al jefe de Oriol para intercambiar impresiones con él sobre lo ocurrido. Marcó el teléfono de su oficina consciente de cómo las emociones y estados de ánimo condicionan nuestra vida.
—Ana, por favor, localízame el teléfono del jefe de Oriol Sempere, el coachee de Telecomunica que murió el otro día en Barcelona.
—¿Tú no lo tienes? —respondió la secretaria a la defensiva.
—Pues lo debo de tener por alguna parte, pero ahora no caigo en dónde lo he puesto. Hablé con él hace unos meses al inicio de nuestro proceso para concertar la alianza a tres bandas del programa. Llama a su sede central y que te indiquen cómo localizarlo —le pidió—. Procura que me dé hora para el jueves por la tarde, si es posible.
—¿Recuerdas al menos cómo se llamaba?
—Buena pregunta. ¿Ferran no-sé-qué? —Jaime sabía que no se lo estaba poniendo fácil, pero con un poco de voluntad tampoco era un trabajo de ciencia espacial.
A regañadientes, Ana aceptó el encargo y, tras colgar, Jaime decidió llamar a su hija Sonia. A Paula le tocaba estar con su madre, pero Sonia últimamente pasaba más tiempo con él. Desde luego, con dieciséis años y la madurez que había demostrado en varias ocasiones, ya se podía quedar sola en casa, sin embargo se sentía más tranquilo si le daba las últimas recomendaciones y, sobre todo, si avisaba a su ex. Ese tipo de responsabilidad prefería compartirla con Laura.
Marcó su móvil y saltó el contestador.
—Sonia, aquí el comandante. Me voy a Atocha a coger el AVE para Barcelona. Dame un toque, que te quiero decir algo.
Sonia ya sabía que su padre iba a pasar dos noches fuera de casa, y en el momento en que este la llamó, ella estaba hablando con Sandro para planificar una tarde-noche de experimentación y descubrimiento. Le devolvió la llamada casi una hora después.
—¡Qué velocidad! —contestó Jaime mitad irónico, mitad realmente sorprendido. Había veces que su hija tardaba varios días en contestar, sobre todo cuando se quedaba con su madre.
—Hola, ¿qué querías? —le preguntó con cariño e impaciencia al mismo tiempo.
—Solo quedarme tranquilo sabiendo que todo está controlado. ¿Qué vas a hacer?
—Hoy no tengo clase, así que seguramente me tendré que quedar en casa. Mis amigas no terminan hasta tarde —comentó con un fingido tono victimista, como si quisiera transmitir a su padre el aburrido plan que le esperaba.
—¿Tendrás que quedarte…? —dijo Jaime esperando que su hija se diera cuenta del detalle.
—Bueno, quiero quedarme o me quedaré en casa —respondió un poco molesta.
—Eso está mejor. Podrías ir al cine, de compras, a un museo…, aunque decides quedarte en casa.
Su padre era un poco maniático con la utilización del lenguaje. «El lenguaje nunca es inocente», solía decir: genera una forma de ser en función de cómo se utiliza, así que estaba decidido a que su hija utilizara un lenguaje donde asumiera toda la responsabilidad de sus actos.
—Eso sí, si te quedas, no me montes ninguna gorda.
Sabía por qué lo decía: en una ocasión volvió por sorpresa y la pilló en medio de una fiesta que había organizado en casa, con más de veinte amigos, sin su consentimiento.
—Bueno, de todos modos, a lo mejor viene Sandro un rato —dijo ella como no dándole importancia.
—¿Sandro? ¿Quién es Sandro? —Saltó la alarma.
—¿No te acuerdas, papá? El chico con el que estoy saliendo. —Se sentía incómoda diciéndole eso a su padre, pero se quedaba más tranquila si él sabía la verdad.
—¡Ah! Vaya. Sí, es cierto. —No tuvo más remedio que reconocerlo—. ¿Y qué vais a hacer? —El comentario le salió casi espontáneamente. Sin pensarlo.
—Papááááá… —respondió recriminándolo por hacer una pregunta tan delicada con una respuesta bastante obvia.
—Ten cuidado, Sonia —dijo con resignación—. Disfruta de la vida pero no te metas en problemas. Tienes muchos años por delante.
—No te preocupes, comandante. Que tengas éxito con tu trabajo en Barcelona. —Sonia sintió desahogo al ver que su padre lo aceptaba y lo expresó con el tono jovial de su respuesta.
Casi al tiempo, el superhombre de los Zetas para Europa descolgaba su teléfono. Con cuatro horas menos que en España, estaba a punto de coger el avión de LAN que le llevaría hasta Santiago de Chile, para después enlazar con el definitivo para Madrid.
—¿Qué pasa? —respondió sin saludos previos—. Ya sabes que prefiero que me llames a mi teléfono privado.
—Lo sé. Lo he hecho un par de veces pero me salta el contestador. He preferido llamarte a este otro número porque el tema es urgente —se defendió el jefe de Oriol Sempere.
La palabra urgente alertó a Javier, que se puso en tensión. Aunque la reunión con el Landa y el resto de superhombres había ido lo suficientemente bien, todavía recordaba la advertencia del patrón.
—¿Qué pasa? —repitió impaciente. Se había parado en el vestíbulo del aeropuerto, con los ojos muy abiertos y la respiración agitada.
—El coach de Madrid ha pedido verme. —Su voz trataba de transmitir más seguridad de la que tenía su dueño.
—¿Te ha dicho para qué?
—Ni una palabra. Me ha llamado su secretaria. Dice que el tipo va a estar por Barcelona y que le gustaría reunirse el jueves por la tarde conmigo. ¿Le digo que tengo la agenda muy complicada y que no puedo verlo?
—Acepta la cita —dijo Javier muy seguro del consejo que le daba.
—Pero… —Ferran Moncada se resistía a verse las caras con Jaime. Era un riesgo fingir que no entendía nada de lo que había ocurrido. Representar emociones como la tristeza supone un desafío incluso para los mejores actores y, hasta donde él sabía, los coaches tenían una sólida formación para interpretar respuestas corporales y eran capaces de identificar cuándo se miente.
—Acepta la cita, Ferran —repitió Javier en un tono que dejaba claro que no iba a permitir un «no» por respuesta—. No nos podemos arriesgar a que sospeche que ocultas algo.
Atocha estaba rebosante en todos los sentidos. Gente por todas partes. Jubilados sentados en los bancos interiores. Estudiantes camino de sus casas por Navidad. Turistas con sus cámaras de un lado para otro. Curiosos contando tortugas en el estanque. El ambiente transmitía vida y dinamismo.
Jaime estaba contento y se disponía a un cómodo viaje de menos de tres horas hasta alcanzar la Ciudad Condal. Mientras se dirigía al vestíbulo donde esperar el embarque, dejó vagar su mente. Se sentía satisfecho y excitado con su futuro. Hace unos años nunca hubiera pensado que, casi en la cincuentena, iba a disfrutar de los momentos más intensos de su vida.
En estos tres últimos años había reenfocado su carrera profesional y se le aventuraba un exitoso porvenir. Había mejorado la relación con su ex y llevado casi a la excelencia el trato con, al menos, sus dos hijas. Había hecho el Camino de Santiago, había aprendido a bucear y hasta había conseguido la licencia de piloto privado. Observaba la vida con la serenidad de la madurez y como un campo de infinitas oportunidades.
Tal vez porque no sabía todo lo que se le venía encima.