CAPÍTULO 23

Solo aprendemos cuando salimos de nuestra zona de comodidad

y rompemos nuestras rutinas.

—¿Qué cosas? —preguntó Carlos con fastidio.

Juanma se resistía a dejar la investigación, pero por otro lado estaba acojonado. Pensaba que el asunto le quedaba grande y que solo merecería la pena continuar si conseguía involucrar al otro.

—¿Puedes hablar ahora? —preguntó temeroso de que dijera que no.

—Sí. Dime. —Su tono seguía expresando fastidio aunque no quiso ser descortés—. Tengo una reunión en unos minutos, pero podemos hablar.

—¿Has tenido tiempo de echarle un vistazo a todo lo que te pasé?

—Solo por encima —respondió—. Te dije que te llamaría en cuanto tuviera algo.

—Ya, pero han pasado cosas —insistió Juanma—, y no quería esperar.

—¿Cosas? Es la segunda vez que me lo dices. ¿Qué cosas?

—Anteanoche recibí un mensaje de un número desconocido que me decía que me olvidara del tema. Que Zaratustra tan solo era un profeta, y la verdad es que me asusté bastante.

Carlos se quedó pensativo un rato hasta el punto de que Juanma pensó que se había cortado la comunicación y que estaba hablando solo.

—¿Carlos? ¿Me oyes?

—Sí, sí. Estoy aquí. Es que estaba pensando. ¿Y dices que no sabes quién te lo ha mandado?

—Ni idea, pero no me gusta nada. Aparte de Nadia, solo tú sabes que estoy investigando este tema.

—¿Has vuelto a entrar en la base de datos?

—¡No! ¡Qué va! —contestó rápidamente, como un chiquillo que se defiende de una acusación.

—Vale, vale. Te creo. En ese caso no te preocupes. —Carlos trató de quitarle importancia al asunto. Ni él mismo se lo creía—. Alguien te ha querido gastar una broma. Yo lo olvidaría.

—¿Me vas a ayudar? —Juanma necesitaba un compromiso en firme de Carlos—. Solo seguiré adelante con el asunto si tú me ayudas.

—Te voy a ayudar, pero tienes que darme tiempo. Me has pillado en una época un tanto complicada con el trabajo.

Mientras hablaban, Juanma caminaba por la calle muy centrado en la conversación y ajeno a que dos hombres le seguían a cierta distancia.

—Okey. Yo seguiré investigando y te tengo al corriente. Hasta luego.

—Hasta luego —respondió Carlos, y cortaron.

Nadia estaba en Barcelona y él no tenía mucho trabajo, así que decidió dedicar el día a hacer algunas compras navideñas y a seguir investigando.

Con mejor humor, se dirigió a la cafetería donde solía desayunar cuando estaba un poco más ocioso. Nada más entrar en ella vio a la camarera que habitualmente le atendía y que le había llamado la atención desde el primer día: alta, morena, con el pelo largo y liso, formas redondeadas y unos ojos que cortaban el hipo. Como en otras ocasiones, al verla tuvo la sensación de que la falda y la blusa que usaba como uniforme eran de una talla menor de la que necesitaba. Probablemente eso era algo que resaltaba su sensualidad, pero no era lo único, cuando sonreía era como si el sol apareciera detrás de una nube en un día otoñal.

—Buenos días. ¿Qué quieres tomar? —le preguntó ella con su sonrisa habitual.

—Hola. ¿Cómo estás? Hoy tomaré un café con leche y tostada campera con tomate y aceite. —La camarera se apoyó la bandeja en el costado izquierdo y tomó nota sin abandonar la sonrisa.

—Hacía tiempo que no venías —comentó antes de levantar los ojos de su cuadernillo.

—Sí. He tenido varios viajes por trabajo —respondió en un tono agradecido por la atención que demostraba con él al tenerle en cuenta—. Veo que por aquí todo sigue igual. —Quería darle conversación y así mantenerla cerca un rato más.

—Más o menos. Aunque se notan las fechas navideñas. La gente anda cargada de bolsas y se entretiene más con los desayunos —dijo haciendo un gesto con la cabeza y mirando alrededor como queriendo atraer la atención de Juanma hacia lo que ella observaba.

—¿Y tú?, ¿dónde las vas a pasar? —preguntó Juanma.

—En casa de mis padres. Este año no tengo planes especiales.

—¿Este año? —Era un parafraseo a la vez que pregunta con varios significados—. ¿Y los anteriores qué hacías? ¿Qué pasa este año?

—Normalmente las pasaba con mi novio y hacíamos algún viaje. No éramos de pasarlas en familia.

—¿Y qué ha ocurrido este año? —se arriesgó a preguntar a sabiendas de que se estaba metiendo donde no le llamaban.

—Hace seis meses que lo dejamos. Vivía con él y me he vuelto a casa de mis padres —dijo encogiendo los hombros en un gesto de impotencia—. Mi sueldo no da para ser independiente.

—Vaya, lo siento. —Juanma chasqueó la lengua. ¿De verdad lo sentía?

—Gracias, pero creo que ya lo he superado. La vida sigue. Te traeré lo tuyo. —Y sin esperar el posible comentario de su cliente, se dio la vuelta y se dirigió hacia la barra.

Juanma pensó que era una pena que una chica así estuviera sola. Se sorprendió un poco de su pensamiento, aunque lo justificó por la situación que estaba viviendo con Nadia.

Mientras esperaba el desayuno se dedicó a observar a la gente sentada en otras mesas: algunos eran clientes habituales y tenían pinta de estar echando el rato después de haber acabado su café; sin embargo, también había varias parejas de mujeres con bolsas charlando animadamente. Solo había una mesa cuyos clientes desentonaban un poco. Dos hombres sentados cerca de la puerta.

Nada más fijarse en ellos tuvo la sensación de que ya los había visto antes. Uno era bastante gordo y el otro, muy flaco, con grandes entradas y mucho más joven, hasta el punto de que habrían hecho una pareja bastante cómica, de no ser por la seriedad de sus caras y una mirada nerviosa y siniestra. No tenían pinta de estar de compras, ni de ser compañeros de trabajo, ni siquiera parecían amigos.

—Tu desayuno —dijo la chica mientras ponía la taza con el café y el plato con las tostadas, y el resto de cosas para poder prepararlas—. Leche caliente, ¿verdad?

—Sí. Gracias. ¿Conoces a aquellos dos? —dijo señalando con la cabeza a la extraña pareja.

—No, es la primera vez que los veo. ¿Por? —preguntó enarcando las cejas.

—No sé. Me resultaban familiares. —Al contestar utilizó un tono de complicidad. Como si fueran dos amigos compartiendo confidencias.

—Puede que sí —dijo ella mirándolos con cierto disimulo—. Para mí que no son de aquí. Cuando me han hecho el pedido tenían un acento extraño, pero no sabría decir de dónde. Bueno, te dejo. El deber me llama. —Esbozó una bonita sonrisa y se dirigió a la barra.

Juanma empezó con su rutina como cada vez que pedía ese desayuno. Era algo mecánico y lo hacía casi de modo automático. Primero ponía medio sobre de azúcar en la taza y lo removía con la cucharilla haciendo diez círculos en el sentido contrario a las agujas del reloj. Después ponía dos cucharillas de tomate batido encima de la primera rebanada de pan y lo extendía con el lado convexo de la cuchara. Luego, cuatro cortes con la punta del cuchillo sobre el pan, como arañazos, para permitir que el pan embebiera bien el aceite, y solo entonces empezaba a comérselo. Tras cada bocado, se limpiaba con la servilleta y daba un sorbito de café con leche caliente.

Mientras hacía todo eso, reflexionaba sobre cuáles iban a ser sus próximos pasos en el Proyecto Zaratustra. «Vaya, ya lo he bautizado…», pensó. Le venía como anillo al dedo, y para él los nombres eran importantes. Le resultaban inspiradores. También pensó que ya era hora de compartir la información con alguien más, y tenía claro quién iba a ser. Su amigo Exe.

Terminó de desayunar, pagó, se despidió de la camarera y salió de la cafetería con la intención de coger su coche. A donde se dirigía no llegaba el metro.

Antes de cruzar la calle miró para ambos lados y con el rabillo del ojo, casi inconscientemente, vio como los dos tipos extraños salían también del establecimiento, y eso le puso en guardia. Una vez hubo cruzado, hizo tiempo delante de un escaparate observando en el reflejo de cristal lo que pasaba a su espalda. Había mucha gente en la calle y no temía que ocurriera nada a plena luz del día, sin embargo sus pulsaciones se habían disparado y respiraba con la boca abierta y jadeando como si hubiera estado realizando alguna actividad física exigente.

Los tipos también cruzaron y pasaron de largo. Eso le tranquilizó. Quizá tan solo fueran imaginaciones suyas. Los siguió con la mirada hasta que se fundieron en la lejanía con la multitud que llenaba la calle en ese momento.

Más tranquilo, se fue en busca de su coche y salió en dirección a la zona sur de Madrid. A la suficiente distancia para no ser visto, un Ford Mondeo negro fue tomando uno a uno sus mismos desvíos.

Aparcó en la calle Regil de Orcasitas, un barrio obrero del primer cinturón periférico de Madrid, construido en un tiempo récord por el antiguo Ministerio de la Vivienda con el ánimo de proporcionar una vivienda digna asequible para familias con pocos recursos. También el bloque de pisos al que se dirigía era muy modesto.

Juanma localizó el número que buscaba y llamó al telefonillo. No se escuchaba nada. Siguió pulsándolo un rato hasta que decidió que seguramente estaba estropeado. El portal se encontraba abierto, así que entró en el edificio donde dos adolescentes jugaban pegando balonazos contra la escalera. Ni siquiera le miraron. Se dirigió al único ascensor que había y decidió cogerlo, aunque la puerta estaba llena de pintadas y no inspiraba demasiada confianza. Tenía que ir al quinto y no le apetecía llegar con la lengua fuera.

—No funciona. —Oyó una voz infantil a su espalda, nada más abrir la puerta. Los dos chicos con cara de pillos habían dejado de jugar con el balón y lo observaban atentos.

—¿Conocéis a un tal Exe? —preguntó Juanma para asegurarse antes de darse la paliza subiendo escaleras.

—En el quinto derecha —dijeron a coro los dos muchachos.

—Pues tendré que subir andando. Gracias, chicos.

Les sonrió y se dirigió a la escalera.

Exe era un amigo de la infancia con el que todavía seguía en contacto, aunque se veían muy de tarde en tarde. Desde niño, a Exe le había interesado todo lo relacionado con la informática. Fue un mal estudiante, pero finalmente acabó la carrera en la Complutense al mismo tiempo que Juanma. Con veinte años fue uno de los hackers más buscados por la Unidad de Delitos Informáticos de la Policía de Madrid, hasta que lo pillaron: dos multas y tres noches en dependencias de la comisaría le sirvieron de lección para andarse con más cuidado. Ya estaba fichado. A primera vista, ahora se ganaba la vida diseñando páginas web y configurando redes. Juanma había usado sus servicios en un par de ocasiones y, aunque le tenía mucho aprecio, no dejaba de reconocer que era un tipo muy raro. Su especialidad inconfesa: programar ejecutables —de ahí el mote de «Exe»— para encontrar «puertas» a diferentes bases de datos.

Llegó al quinto resoplando y pulsó al timbre de la puerta derecha. No funcionaba, pero no le sorprendió. Llamó con los nudillos. Nada, ni un ruido. Volvió a llamar, ahora con más insistencia, y creyó escuchar a alguien en la puerta de la izquierda, seguramente espiando por la mirilla. Llamó aún con más fuerza.

—Abre, Exe. Soy Juanma.

Ahora sí, creyó oír pasos que venían de dentro del apartamento adonde estaba llamando. Oyó trastear tras la mirilla y sonrió.

—Soy yo —insistió.

Descorrieron un cerrojo, dieron dos vueltas de llave y la puerta se fue entornando muy despacio hasta descubrir una cara conocida.

Mientras tanto, en el portal, un tipo con un billete de diez preguntaba a los niños por el destino del hombre que acababa de pasar. Sin vacilar, uno de los niños cogió el billete y dijo:

—A casa de Exe. En el quinto derecha.

Ya dentro y con la puerta cerrada, Juanma le dio un abrazo a Exe.

—¿Qué pasa, tío? Me alegro de verte.

—Yo también, chaval. Pasa, vente conmigo.

Siguió sus pasos hacia el interior de la vivienda. La casa de Exe era un desastre. Suelo de moqueta que en origen había sido gris y que ahora exhibía un color indefinido adornado con varias condecoraciones oleosas de diferentes colores. Cedés por todas partes, cables, un trozo de pizza reseca y ropa se disputaban el espacio del pasillo hacia el salón donde, con todas las persianas cerradas, la única luz la proporcionaban una lámpara de pie y un flexo que iluminaba una amplia mesa hecha de un tablero de madera, y donde, entre libros, aparatos electrónicos desconocidos para Juanma y cables por todas partes, se elevaban dos enormes pantallas.

Exe apartó lo que parecía un router de encima de una silla e invitó a Juanma a sentarse al lado de la mesa.

—¿Cómo va todo? —le preguntó Exe con los ojos muy abiertos y esbozando una sonrisa.

—No me puedo quejar —respondió Juanma haciendo un mohín con los labios que alimentaba muchas dudas respecto a la respuesta—. Necesito tu ayuda. —Lo dijo con un tono bajito y mirando a los lados.

—¿Qué pasa, tío?

—Antes me tienes que prometer que de esto no se entera ni Dios —pidió con un tono enérgico—, puede ser peligroso.

—Lo peligroso es lo que más me pone. Hacer páginas web para comerciantes fracasados pensando que con eso su negocio irá mejor es un coñazo que solo hago para sobrevivir. ¿Qué pasa? —repitió acercándose más a Juanma, con los ojos muy abiertos.

Decidió dedicar unos minutos a poner al corriente a Exe de lo que había encontrado antes de sacar el pendrive de su bolsillo.

En ese momento alguien llamó a la puerta.

—Qué raro. Dos semanas sin recibir ninguna visita y en un cuarto de hora tengo dos —comentó extrañado Exe—. Voy a ver quién es. —Y comenzó a levantarse.

A Juanma le dio un vuelco al corazón.

—¡Espera! —gritó—. ¡No abras!