CAPÍTULO 20

No son las cosas en sí las que nos preocupan,

sino la opinión que tenemos de ellas.

Ya habían pasado dos días desde que Juanma recibiera aquel mensaje intimidatorio en su móvil. Esa noche durmió realmente mal. Nadia también, pero por otras razones que él desconocía.

Cansado de no poder conciliar el sueño, decidió levantarse, se vistió y salió a la calle. Todo su cuerpo continuaba en estado de alerta. Detenía su mirada en las caras de los extraños, pensando que alguna de ellas podía corresponder a quien le había mandado ese mensaje amenazador. Su caminar era nervioso e inconstante. Prestaba atención a aspectos del entorno que, en circunstancias normales, le habrían pasado desapercibidos. La noche anterior, después de unas cuantas horas en vela y un poco más tranquilo, había decidido olvidarse del asunto. No merecía la pena poner su vida en riesgo por un tema cuyo alcance no conocía exactamente y que en realidad podía decirse que ni le iba ni le venía.

Sin embargo, pasado el pánico inicial, por un lado su curiosidad y por otro su espíritu rebelde, que le animaba a rebelarse contra circunstancias que él consideraba injustas o de difícil justificación ética, le llevaron a seguir su particular cruzada para averiguar qué era lo que de verdad estaba pasando.

Todavía había un archivo en formato Excel que no había podido abrir. El nombre era bastante críptico —«HSD.xls»—, y en ese momento, un programa para desencriptar que le había pasado uno de sus amigos estaba tratando de identificar la contraseña que le franqueara el acceso.

Llevaba tratando de localizar a Carlos desde la noche de marras para contarle lo del mensaje, pero hasta ese momento no había dado señales de vida. Se decidió a hacer otra intentona. Sacó su Nokia recién adquirido —un capricho que se dio después de los sinsabores de los últimos días— y marcó el número. Después del sexto tono saltó el buzón de voz. Decidió dejarle un nuevo mensaje:

—Carlos, soy otra vez Juanma. Ha habido cambios con respecto al tema que comentamos el otro día. Llámame urgentemente. Necesito hablar contigo.

En el ático de un bloque de viviendas en Chamartín, dos hombres habían escuchado el mensaje de Juanma. Contar con equipos sofisticados y acceso a determinadas aplicaciones de una gran compañía telefónica facilitaba mucho las cosas a la hora de pinchar líneas privadas.

—No se acojona —dijo el más joven.

—Necesita que alguien le diga con más fuerza que no meta las narices aquí —comentó el otro, algo mayor y con aspecto y acento de los países de Europa del Este—. Habrá que decírselo al jefe en cuanto vuelva.

—Mejor no esperes para contárselo. —Estaba preocupado: ambos conocían las consecuencias de no abordar el tema de la manera adecuada.

El otro no dijo nada pero asintió. Ya estaba marcando.

Juanma tenía la mirada fija en la pantalla del ordenador: seguía las evoluciones del desencriptador mientras trabajaba. En la ventana que el programa había abierto aparecían cuatro letras fijas —«drag»—, y la aplicación seguía buscando caracteres que encajaran con el quinto dígito. De repente se paró, como si se hubiese colgado. Se escuchó una alarma y saltó un mensaje: «No se ha podido encontrar la clave de HSD.xls. Inténtelo con otro programa». Juanma puso cara de fastidio, y justo en ese momento sonó su Nokia. Miró quién llamaba. «¡Por fin!», pensó, pero al descolgar, la voz de Carlos sonaba enfadada.

—¿A qué viene tanta urgencia? —protestó—. Ya te dije que me ocuparía de tu tema cuando pudiera.

Juanma tomó aire.

—Sí, pero han pasado cosas —dijo—. Cosas importantes. Creo que hay algo que deberías saber…