La aceptación de otros como seres legítimos garantiza
las buenas relaciones humanas. La tolerancia
tan solo es un conflicto en diferido.
—Papá, ya te he bajado el libro de internet. Te lo he mandado a la dirección de Gmail, aunque antes lo he estado ojeando y el tío que lo escribió parece bastante friki. No pillo casi nada de lo que dice.
—Para empezar, «el tío que lo escribió» —dijo Jaime marcando las comillas en el aire— fue uno de los pensadores más revolucionarios del siglo XIX. Fue filósofo, músico, poeta y algunas cosas más, y trabajó mucho en la deconstrucción de los comportamientos morales de la época. Hasta el punto de que muchas de sus ideas derrumbaron creencias religiosas y tradicionales que llevaban vivas muchos años. Fue el azote de muchos teólogos y filósofos que incluso todavía hoy discuten algunos de sus conceptos más controvertidos.
—Suena bien —contestó Sonia con la sonrisa de quien se siente cómplice de alguien rebelde.
Pensó en cómo sería percibido en aquella época que una chica de dieciséis años estuviera manteniendo relaciones sexuales fuera del matrimonio y en casa de su padre. Tan solo ese pensamiento le produjo una especie de burbujeo en el bajo vientre.
—Y tú, papá, ¿qué piensas de las conductas morales de ahora?
—Algunas las comparto y otras no —respondió sin hacerle demasiado caso.
—¿Cuáles compartes? —continuó preguntando Sonia.
—¿Es un interrogatorio? —dijo Jaime sonriendo.
Sonia soltó una carcajada y se sintió bien conversando con su padre sobre cuestiones «de adultos».
—No. Solo quiero saber qué piensas…
—Pues comparto las que tienen que ver con el respeto al género humano, es decir, con la libertad religiosa, sexual y de las tradiciones de las diferentes culturas.
—Entonces, ¿te parece bien el rollo del velo islámico o del burka? —Una pregunta que más bien parecía una trampa.
—No se trata de hacer una valoración moral. No quiero decir que me parezca bien ni mal. Si las mujeres que lo llevan lo hacen desde el uso de la propia libertad y el respeto a las tradiciones que comparten desde que nacieron, ¿quién soy yo para juzgarlas? —respondió Jaime a su hija con ojos muy abiertos y mirada serena.
—¿Y si no se sienten libres? —replicó ella. La adolescente seguía tejiendo su tela de araña.
—En ese supuesto caso, les correspondería a ellas hacer la reclamación y solicitar ayuda. No es nuestro deber sobreprotegerlas sin una petición de ayuda expresa. Podríamos socavar su autoestima y nos convertiríamos en «salvadores» no deseados.
Sonia se estaba quedando sin argumentos porque de alguna forma compartía los de su padre. En ese momento miraba a su progenitor más como a alguien a quien respetaba por lo que sabía que como a alguien que tuviera cierta autoridad natural sobre ella. Con ese sentimiento decidió hacerle cómplice de algo que de verdad le importaba.
—¿Sabes, papá?… Estoy saliendo con un chico —le dijo con cierto tono de inocencia.
—Me parece estupendo.
—Hay algo más… —soltó con suspense.
A Jaime le dio un vuelco al corazón. Que su hija estuviera saliendo con un chico formaba parte de lo previsible, pero ese «hay algo más…» sonaba a problemas, y los problemas que se tienen a esa edad en relación con «amigos» tienen que ver con el sexo.
—¿Qué quieres decir? —respondió conteniendo su nerviosismo.
—Que estamos teniendo relaciones —respondió con mucha serenidad y en voz baja.
—Relaciones… ¿sexuales? —Nada más decirlo se sintió un poco tonto. Era obvio, pero necesitaba ganar tiempo para decidir cómo reaccionar.
Ella le dijo que sí, y su voz no mostraba el menor sentimiento de culpa.
—¡Ah! Vale. —Se sentía bloqueado. Tan solo miraba a su hija sin saber muy bien qué decir.
—¿Qué te parece?
—¿Qué quieres decir con qué me parece? —Jaime seguía ganando tiempo. No tenía ningún condicionante moral pero le asustaba que su pequeña hubiera empezado ya a tener relaciones sexuales completas con hombres.
—Que si te parece bien —insistió ella con cierto tono de impaciencia, y a él no le extrañó: su hija no estaba acostumbrada a verle sin palabras, así que se sacudió y tomó la decisión de ser muy sincero en su respuesta.
—Pues no sé muy bien lo que me parece, Sonia —arrancó al fin—. Lo que sí quiero decirte es que agradezco mucho que compartas algo tan importante conmigo. Me confirma lo que estoy observando de un tiempo a esta parte: que ya te has convertido en una mujer. ¿Qué necesitas de mí como padre con respecto a lo que me cuentas?
No pudo evitarlo. Sabía que eso sonaría raro, pero allí estaba su «lado coach», tratando de ahorrarle una sobrerreacción de padre preocupado. Por suerte, estaba claro que a su hija aquella salida no le pillaba de nuevas, sabiendo cómo se comportaba de unos años a esta parte.
—Lo que necesito es que lo comprendas y que me apoyes. Y que comentes conmigo lo que tú creas, si piensas que eso puede ayudarme a ser feliz.
—Está bien. Eso voy a hacer. Comprendo que tienes una edad en la que las hormonas se disparan y necesitas ciertas satisfacciones, y quiero que disfrutes de tu sexualidad con seguridad. Que el resultado de ese disfrute no te lleve a una situación no deseada y dolorosa, y que nunca te arrepientas de lo que haces y con quién lo haces, porque antes has escuchado tus sentimientos y necesidades. Quiero que sepas que yo te voy a querer hagas lo que hagas y que voy a estar a tu lado para ayudarte si te hacen daño.
—Gracias, papá. Es lo que necesitaba oír. —Sonia se abalanzó hacia su padre y le dio un largo y sentido abrazo.
Jaime no recordaba haber recibido un abrazo de su hija con tanta intensidad y se le saltaron las lágrimas.
Un rato después, ya solo pero aún poseído por aquellas emociones tan contradictorias, decidió irse a la habitación que utilizaba como despacho y descargar el libro de Friedrich Nietzsche que le había mandado su hija. Su cabeza estaba con Zaratustra, pero su emoción continuaba con la escena que acababa de vivir. «Mi niña follando con un tío.» Sonaba crudo, pero era así. No sabía si sentirse orgulloso de que se hubiera hecho una mujer, y él hubiera creado el contexto adecuado para que ella le hiciera cómplice de algo tan íntimo, o sentirse muy preocupado por la posibilidad de una enfermedad o un embarazo no deseado, o de que alguien se aprovechara de ella y le hiciera daño.
Su proceso de aprendizaje como coach le había enseñado a utilizar el reencuadre para ser más feliz. «Aquello que no puedas resolver, porque está fuera de tu círculo de influencia, mejor disuélvelo pensando de otra manera», se decía continuamente. En ese momento eligió sentirse orgulloso por la nueva mujer en la familia y por la relación que existía entre ellos.
No muy lejos de allí, Carlos salía precipitadamente del AC Cuzco con una bolsa de viaje y 150.000 euros en efectivo.
Mientras bajaba por la rampa del garaje, oyó que alguien le llamaba:
—¡Oiga! Por favor.
Miró para atrás un tanto temeroso. Aún estaba asustado por la escena vivida dentro de la cafetería del hotel. La figura de un hombre en lo alto de la rampa de entrada se recortaba contra la luz exterior. Levantaba una mano para captar su atención al tiempo que se dirigía rápidamente hacia donde se encontraba Carlos. No sabía qué hacer. No tenía intención de ponerse a hablar con desconocidos llevando tanto dinero encima.
—Por favor. —El hombre se encontraba ya a su altura y la luz artificial del garaje le permitió vislumbrar, no sin cierta dificultad, su cara.
Casi instintivamente Carlos adoptó una postura defensiva y agarró con fuerza las asas del bolso con su mano derecha.
—¿Sí? —contestó temeroso.
—Disculpe, ¿podríamos hablar un momento?
—Lo siento, pero tengo mucha prisa.
—Es acerca de la persona con la que estaba hablando en el hotel.
Todos los sentidos de Carlos se pusieron en guardia.
—¿La persona con la que estaba hablando?
—Sí. ¿Podría decirme qué relación tiene con él?
Carlos se puso en movimiento mientras respondía:
—Lo siento, tengo prisa.
—Por favor, señor, es importante que hablemos —insistió el recién llegado.
Carlos se dirigió rápidamente hacia su coche con la intención de pagar más tarde el tique del aparcamiento.
—Lo siento mucho. Ya le he dicho que tengo mucha prisa.
Acto seguido metió la bolsa en el asiento del copiloto, se sentó él mismo al volante, activó el cierre centralizado, arrancó y se dirigió hacia la salida a una velocidad nada recomendable dentro de un parking. Ni siquiera llegó a ver cómo el desconocido —un tipo joven, alto y de complexión fuerte— anotaba su matrícula en un pequeño bloc que sacó del bolsillo interior de la chaqueta.
Una vez lejos del parking, tras dejar atrás el estadio Santiago Bernabéu y cuando iniciaba la subida por la calle General Perón, decidió echarse a un lado y parar el coche para confirmar que tenía todo el dinero en la bolsa. Comprobó que las ventanillas estaban cerradas y que las puertas del coche seguían bloqueadas. Miró a ambos lados de la calle, en ese momento con poco tránsito de coches y de peatones. Solo pudo ver a lo lejos a una señora que paseaba un perro pequeño atado a una correa. Allí estaba a salvo.
Echó mano de la bolsa y abrió la cremallera. Varios fajos de billetes de quinientos y de doscientos euros con aspecto de usados y en montones unidos por gomas elásticas. Antes de contar el número de fajos, otro vistazo a la calle. «Todo tranquilo.» Se sentía un poco extraño. Como un delincuente que huye de alguien. Al meter la mano tropezó con un sobre del tamaño de un folio y un tanto rígido. «¿Qué es esto?», se preguntó. Cogió el sobre, lo abrió y ante él aparecieron dos grandes fotos a todo color. Las extrajo y se le cortó la respiración. Allí estaban sus hijas, aparentemente dormidas, en pijama y con la manta y las sábanas a sus pies. Parecían tan inocentes y ajenas a lo que estaba pasando que el pánico inicial se fue transformando en ira desbordada.
—¡Hijos de puta! —gritó golpeando el volante, sin poder contenerse.