Es más fácil obedecer a otro
que gobernarse a uno mismo.
La cafetería del AC Cuzco estaba tan animada como cada tarde. Una mesa con cuatro señoras entradas en años merendando, unas cuantas más con hombres trajeados en reuniones de negocios. Dos camareros, de los de toda la vida, atendiendo a los clientes con seriedad, sin permitirse confianzas, con una profesionalidad que en servicios de hostelería cada vez era más infrecuente. El Mexicano había llegado con bastante antelación para conseguir una mesa en un sitio discreto y tener una buena vista de todo el escenario.
—Tú quédate por aquí —le dijo al chico nuevo de la peluquería de Las Rozas que se había llevado, señalando una mesa pequeña que estaba a la entrada de la cafetería del hotel, para tener controlada la vía de escape por si fuera necesario.
—¿Y qué hago, jefe? —preguntó el muchacho con mirada interrogante.
—Nada. Pide lo que quieras, que luego lo pagaré yo. Puedes pedir la prensa, si quieres.
—Yo nunca leo el periódico —contestó el chico encogiendo los hombros y alzando las palmas de las manos.
—¡Joder! Pues ponte a contar la gente que hay, yo qué sé…
El Mexicano se dijo que el chico era más tonto de lo que parecía, aunque para lo que lo necesitaba, ya estaba bien. Era fuerte y no hacía preguntas.
—Okey —respondió el muchacho, encogiéndose de nuevo de hombros.
—Yo me pondré en aquella mesa de allí —dijo señalando con un gesto una en el fondo de la cafetería— y esperaré al tipo. Lo único que tienes que hacer es estar atento a quién entra y quién sale por si ves algo sospechoso.
—¿Sospechoso, como qué? —insistió el muchacho. No sabía muy bien cuál era su cometido y no quería defraudar a su jefe.
—Alguien que entra corriendo, gente que no nos quita ojo… Si ves algo así, te acercas a mi mesa y me dices que nos tenemos que ir. ¿De acuerdo?
El chico no lo tenía del todo claro, pero aun así asintió y el Mexicano se dirigió a la mesa que había elegido y esperó a que lo atendieran.
Carlos estaba muy asustado. Ya se había arrepentido unas cuantas veces del paso que había dado en Nueva Delhi al pedir ese préstamo. La situación le parecía tan anómala que, incluso cuando el amigo que le había sugerido esa posibilidad le preguntó si había hecho algo, le dijo que no, que se lo había pensado mejor. No quería que se enterara. Sin embargo, allí estaba. Aparcando su coche en el parking detrás del hotel y en un estado de nervios inusual en él. No sabía con quién se iba a encontrar, solo el lugar y la hora y que cuando llegara, alguien le reconocería y completaría la entrega.
Nada más entrar en la cafetería del hotel se impregnó del ambiente de negocios, aunque sus sentidos no estaban para mucho detalle. Enseguida alguien levantó un brazo desde el fondo y le hizo señas de que se acercara.
—El señor Arnedo, ¿verdad?
Sonaba más a afirmación que a pregunta.
—Sí —dijo con firmeza al tiempo que daba la mano con un apretón decidido: quería transmitir una seguridad que estaba lejos de sentir.
—Siéntese, por favor. ¿Qué quiere tomar? —preguntó el Mexicano al tiempo que le hacía una seña al camarero.
Carlos miró su reloj.
—Creo que a esta hora todavía un café. Sí, un café con leche muy caliente, por favor —pidió mirando al camarero que ya estaba a su lado listo para tomar nota—. ¿Su nombre es…? —preguntó.
—Digamos que me llamo «El que le va a dar la pasta».
—¡Ah! —respondió Carlos, tratando de disimular su contrariedad.
—Señor Arnedo, en esta bolsa de viaje tiene sus 150.000 euros. Si quiere, puede cogerla, meterse en el cuarto de baño y comprobar que está todo…
—No será necesario. Yo tampoco firmé nada. Hay una relación de confianza… —Lo que dijo sonó más a pregunta que a afirmación.
—Una relación de confianza —repitió el Mexicano—. Para nosotros es muy importante la discreción y que cumpla con el plazo de devolución acordado.
—Entiendo —comentó Carlos—. Un año como máximo.
—Un año como máximo —volvió a repetir el Mexicano—. Un año desde hoy, y usted devuelve 180.000 euros. —Mientras su interlocutor decía esto, Carlos vio en los espejos del salón cómo un chaval con pinta de estar fuera de lugar y sentado solo en una mesa dirigía hacia ellos una seña con el puño cerrado y el pulgar en alto. No notó cómo, frente a él, el Mexicano disimulaba su fastidio por la incompetencia de su ayudante.
—¿Cómo contactaré con usted si surge algún inconveniente? —preguntó Carlos sin darle importancia a lo que estaba sucediendo.
—No va a surgir ningún inconveniente —dijo con firmeza y tono desafiante el Mexicano—. Por lo demás, nosotros contactaremos con usted.
Carlos apenas había empezado a tomarse el café, pero la conversación parecía que ya había terminado. Antes de que se levantara, apareció el chico del pulgar en alto, mirando al Mexicano, y dijo:
—Nos tenemos que ir, jefe.
En cuanto el chico abrió la boca, el Mexicano le miró con ojos como espadas de fuego y pensó que el niñato se había vuelto loco. Él no veía nada anormal en la operación y tenía delante a un tipo con pinta de llevar el corazón a mil revoluciones. Le tranquilizó:
—No pasa nada. Puede irse. —Sonó a una orden.
Carlos le miraba un tanto desorientado, sin saber muy bien qué hacer, aunque había empezado a levantarse.
—¡Coja la bolsa y márchese! —insistió en tono imperativo.
—¿Quién paga esto? —preguntó.
—Le he dicho que se marche, ¡coño! —gritó el Mexicano, y solo entonces Carlos cogió la bolsa y salió disparado abandonando el edificio—. ¿Te has vuelto loco? —le preguntó al muchacho. O le daba una buena explicación, o iba a pagar la torpeza.
—Es por esos dos de allá —dijo bajando la voz y mirando discretamente hacia una mesa no demasiado lejos de la suya—. Hace un rato vi como miraban hacia aquí y comentaban algo. He estado observándolos y no les quitaban la vista de encima.
Al instante constataron que, una vez Carlos hubo cruzado la puerta de la cafetería, uno de ellos se levantó y salió tras él.
—Mira a ver qué pasa. Tira detrás de ellos —le ordenó el Mexicano al muchacho. Y el chaval salió a paso ligero de la cafetería, sin importarle las miradas indiscretas que se estaban produciendo desde el inicio de la escena.