CAPÍTULO 15

Cada momento es único, no existe un instante vacío.

—¿Nos puede hacer una foto, por favor?

—Claro. Habéis tenido suerte. Soy fotógrafo profesional. —Los dos adolescentes se miraron y sonrieron.

—Vaya. ¿En serio? —dijo con cara de sorpresa una jovencita con el pelo corto y unos ojos que parecían una cascada de color turquesa.

—No, mujer. Estaba bromeando, pero se me da bien, y estos móviles tienen lentes de la misma calidad que las de las cámaras más sofisticadas. ¿De medio cuerpo? —preguntó Jaime sabiendo que a la mayoría de la gente le gustaban las fotos de cuerpo entero que, en su opinión, no dejaban ver bien las expresiones de las caras.

—Como usted vea… —respondió el chico encogiendo los hombros.

«Qué poco me gusta que me llamen de usted. Me hace sentir mayor», pensó Jaime.

—Pues venga. Un poco más a la derecha para que se vea bien el Palacio de Cristal.

Los chicos juntaron las mejillas y sonrieron a la cámara. El Retiro de Madrid estaba radiante. Una agitada muchedumbre llenaba todos los paseos y caminos. Niños gritando y corriendo, corros alrededor de artistas callejeros que se ganaban la vida con espectáculos en vivo haciendo reír a la gente, estatuas humanas en posturas imposibles, echadores de cartas, retratistas, los que hacían gigantescas pompas de jabón con un artilugio formado con dos largos palos y una tira de tela que los unía por un extremo, titiriteros y hasta un encantador de perros.

No era habitual disfrutar de veinte grados en esa época del año. Los últimos coletazos del otoño habían dejado los árboles desnudos de hojas.

Jaime había estado dando clase en una escuela de coaching situada en la calle O’Donnell, y antes de asistir a un acto formal de entrega de acreditaciones, se había regalado un paseo por el Retiro para pensar en los últimos acontecimientos. Muchas cosas habían pasado en su vida en muy poco tiempo. Una nueva oficina, nuevos procesos de coaching, sus hijas, que se hacían mayores muy rápidamente, la muerte de su cliente de Barcelona, el macabro evento del gato, la atracción que sentía por Nadia y, para remate, esa nota que casi había olvidado y que había vuelto a aparecer en la carpeta que se había traído al centro donde había estado dando clase.

Entretanto iba llegando el atardecer, y el mercado se ocultaba en la oscuridad: el pueblo se dispersó entonces, pues hasta la curiosidad y el horror acaban por cansarse. Mas Zaratustra estaba sentado en el suelo junto al muerto, hundido en sus pensamientos: así olvidó el tiempo. Por fin se hizo de noche, y un viento frío sopló sobre el solitario. Zaratustra se levantó entonces y dijo a su corazón:

¡En verdad, una hermosa pesca ha cobrado hoy Zaratustra! No ha pescado ni un solo hombre, pero sí, en cambio, un cadáver.

Siniestra es la existencia humana, y carente aún de sentido: un bufón puede convertirse para ella en la fatalidad.

Yo quiero enseñar a los hombres el sentido de su ser: ese sentido es el superhombre, el rayo que brota de la oscura nube que es el hombre.

Mas todavía estoy muy lejos de ellos, y mi sentido no habla a sus sentidos. Para los hombres yo soy todavía algo intermedio entre un necio y un cadáver.

Oscura es la noche, oscuros son los caminos de Zaratustra. ¡Ven, compañero frío y rígido! Te llevaré adonde voy a enterrarte con mis manos.

En esta ocasión la leyó con otros ojos. El paseo le estaba abriendo los sentidos y los últimos pensamientos le animaban a mantenerse alerta a todo lo que ocurría a su alrededor. «¿Qué significa?», se preguntaba. Había varias frases que le inquietaban:

No ha pescado ni un solo hombre, pero sí, en cambio, un cadáver.

Un bufón puede convertirse para ella en la fatalidad.

Ese sentido es el superhombre, el rayo que brota de la oscura nube que es el hombre.

Te llevaré adonde voy a enterrarte con mis manos.

¿Dónde había escuchado esa expresión, «superhombre»? No era nada habitual, más allá de alguna cita bíblica y los cómics o las películas de Superman y Los cuatro fantásticos. Aunque… «Ahora recuerdo. Fue durante la primera sesión con Carlos. Repasaré las notas, pero creo que fue allí.» Se sentó en un banco y se conectó a internet con la intención de comprobar lo que sospechaba, que el Zaratustra al que hacía referencia la nota era el mismo sobre el que escribió Nietzsche. Y lo encontró: Zoroastro o Zaratustra, profeta persa fundador del mazdeísmo o zoroastrismo, y el libro Así habló Zaratustra. Decidió llamar a su hija Sonia para pedirle ayuda.

—Dime, papá.

—Hola, cariño. ¿Qué haces?

—Estoy con unos amigos, nos vamos a ir a Princesa a dar una vuelta. ¿Tú sigues trabajando?

—No en este momento. Tengo un pequeño descanso y he aprovechado para darme una vuelta por el Retiro. Quería pedirte ayuda con un tema.

—Pues dime.

—¿Tú sabes cómo puedo conseguir un libro antiguo por internet? Quiero decir, comprarlo. Nada de alimentar el pirateo.

—¿Cómo de antiguo?

—Pues creo que tiene más de cien años.

—Entonces se podrá bajar gratis —comentó resuelta Sonia—. ¿Cómo se llama?

Así habló Zaratustra, de Nietzsche.

—Mándame un mensaje para que no se me olvide y cuando llegue a casa miro a ver si lo encuentro.

—Gracias, cariño.

—Hasta luego, comandante.

Nada más colgar recibió una llamada de un número que no conocía, con prefijo 93, y se extrañó. Por lo general un sábado por la tarde solo le llamaban amigos y gente cuyo número ya tenía en la agenda del móvil; aun así decidió responder.

—¿El señor Solva? —contestó una voz de hombre.

—Sí, soy yo, ¿quién es?

—Soy el inspector Gavaldá de la comisaría de Chamartín. Le llamo desde Barcelona, donde estoy colaborando en la investigación del asesinato de uno de los clientes de Telecomunica con los que usted trabajaba.

—¿Ha dicho asesinato? Tenía entendido que había muerto por un accidente doméstico.

—Esa fue la primera hipótesis: muerte por golpe en la cabeza al resbalarse en la bañera. Sin embargo, la autopsia ha revelado que su fluido sanguíneo contenía trazas inusuales de escopolamina, una droga bastante poco frecuente utilizada como antiparkinsoniano y, en muy bajas dosis, contra el mareo y las náuseas. Los análisis patológicos no la suelen identificar porque su uso ha ido decreciendo en los últimos años y habitualmente no se busca, sin embargo el patólogo sospechó de la enorme dilatación de las pupilas del cadáver, uno de los síntomas de la muerte por sobredosis de esta droga y algunos otros alcaloides.

A Jaime se le puso el vello de punta, casi se quedó sin aliento.

—Entonces, ¿el golpe de la cabeza? —preguntó extrañado.

—Simulado. No había restos de tejido humano allí donde se supone que habría impactado.

—Entiendo —susurró no muy convencido—. Pues no sé qué más puedo añadir. Ya dije todo lo que sabía a su compañero de la comisaría del paseo de Gracia que me llamó por teléfono.

—Efectivamente, en ese momento pensamos en llevar a cabo esas pesquisas tan solo desde el punto de vista formal, porque casi teníamos la certeza de que había sido un accidente. Ahora hemos creado un equipo de investigación y yo me voy a hacer cargo de los interrogatorios que haya que realizar en Madrid. Nos gustaría hablar con usted en persona y hacerle algunas preguntas más de las que le hizo mi compañero.

—Está bien. Si puedo ayudar, lo haré.

—¿Puede pasar el martes por la comisaría?

—Supongo que sí, pero ahora no recuerdo qué tengo en la agenda.

—Yo estaré por allí toda la mañana. Si finalmente no va a poder venir, llame a la comisaría y pregunte por mí.

—Eso haré. Adiós.

—Hasta el martes, señor Solva.

Jaime ya no pudo disfrutar más del paseo.