CAPÍTULO 13

Es el contexto lo que da sentido al texto.

El AVE llegó puntual. A los cinco minutos de que anunciaran su llegada en las pantallas, Jaime salía por la puerta. Nadia lo localizó enseguida, pero él casi pasa de largo.

—Estoy aquí —tuvo que decir para atraer su atención.

—¡Ah! Hola, Nadia —susurró mientras la abrazaba con el sentir y el detenimiento de siempre.

Ella precipitó el final del abrazo porque se sentía un poco extraña al hacerlo en ese contexto y al parecer Jaime se dio cuenta, porque se apartó enseguida.

—¿Te sientes incómoda al abrazarme aquí?

«Joder, este Jaime no se calla una. Ya podía disimular», se dijo Nadia.

—No sé qué pensará la gente —respondió sin siquiera mirarle.

—Tienes razón. Estamos en un contexto diferente y corremos el riesgo de ser malinterpretados. El abrazo es «el texto» y la estación de Atocha con toda esta gente es «el contexto». Es el contexto lo que da sentido al texto, por lo tanto el significado de nuestro abrazo en la oficina seguramente será entendido de una manera muy diferente a como puede ser entendido aquí. ¿Qué efecto tiene esto para ti?

—¿Es esto una sesión de coaching?

—Tocado. Me he visto igual que al principio de certificarme como coach. Haciendo coaching a cualquier hora y con todo el que se ponía a tiro.

Nadia se sonrió.

—Entonces, con la experiencia que tienes ahora, ¿para qué lo haces?

—Oye. Ahora eres tú la que me está haciendo coaching a mí —comentó Jaime riéndose y dándole un abrazo de medio lado mientras la empujaba delicadamente para animarla a caminar y dirigirse hacia la salida—. Sin embargo, quiero contestarte. Creo que la transparencia y la honestidad son valores que debemos practicar no solo cuando hacemos coaching, sino en todas las relaciones que nos importan, y la tuya me importa mucho. Creo que lo he hecho, no sé, ¿para impresionarte? Puede ser. O quizá solo para volver a ver la expresión de tu cara cuando te descubro algo en lo que tú antes no habías reparado. O tan solo para alimentar mi ego al demostrar todo lo que sé.

Mientras Jaime hablaba, a Nadia la invadía una sensación de ternura y el cosquilleo de las últimas dos sesiones volvía a aparecer en el estómago.

—Bueno, no quiero ponerme profundo ahora. Gracias por darme la oportunidad de hablar con el señor Fiestas. ¿Cómo has venido hasta aquí?

—En metro. He estado visitando a algunos clientes por el centro y luego he tirado directamente para la estación. Si paso por la oficina, seguro que me encuentro algún marrón.

—¿Algún qué?

—Algún contratiempo —dijo mirando hacia arriba en signo de desesperación.

—Mucho mejor. Cuida el lenguaje —respondió Jaime esbozando una sonrisa.

—Y tú deja el coaching para las sesiones —sonrió también ella, y ambos se miraron a los ojos un segundo.

—Yo tengo el coche en el aparcamiento dos —dijo él al fin—, el que está cerca de la parte nueva. Aunque vine muy temprano, el que está al lado de donde se ponen los taxis ya estaba lleno.

—¿Qué tal te ha ido en Zaragoza?

—Muy bien. He ido a hacer una sesión de coaching con un directivo de una empresa que tiene la sede nacional allí y estoy contento. Es un proceso bastante desafiante porque implica varios cambios de comportamiento, pero él mismo percibe que está haciendo avances.

—¿No te cansas de tu profesión?

—Algunas veces. Aunque es más un cansancio físico que mental. Confieso que cuando acepto una agenda muy intensa de sesiones, al final ya me empiezan a fallar las pilas, pero reconozco que me apasiona mi trabajo. Puedo decir que me gano la vida haciendo lo que más me gusta.

Saliendo del parking Jaime redujo la velocidad.

—¿Hacia dónde tiro?

—Sal hacia la glorieta de Atocha y coge el paseo del Prado, luego torcemos en Cibeles para la Puerta de Alcalá y allí, un poco más adelante, llegamos a Velázquez.

—Allí hay un parking, ¿verdad?

—Sí. No te preocupes.

El Toyota Land Cruiser plateado de Jaime giró a la derecha en busca de la glorieta de Atocha.

—Pasad por aquí. —Ainhoa había salido a recibirlos.

Aquel era un mundo desconocido para Jaime, que no recordaba la última vez que había estado en una peluquería solo para mujeres. Un olor a laca, tintes, perfume y acetona al mismo tiempo inundaba el ambiente. Era una hora de máxima actividad. Seguramente la mayoría de las clientas que estaban allí acababan de salir de la oficina. Tenían pinta de ser abogadas y consultoras, casi todas con buena figura. Conforme avanzaba por la sala, percibió alguna mirada insinuante. El equipo de Albert lo componían chicos y chicas que no pasaban de los treinta y vestían el llamativo uniforme de la firma. Estaba claro que la función del jefe se limitaba a hacer sugerencias antes de empezar y luego dar los retoques finales. El trabajo más pesado lo hacían los demás empleados.

—Tu visita —dijo Ainhoa abriendo una puerta que daba a un pequeño consultorio, donde Fiestas recibía habitualmente a los representantes.

—¡Ah! Pasad, por favor. —Albert se levantó sonriente para recibirlos.

Nadia le dio dos besos y le presentó a Jaime.

—Bienvenido a territorio comanche —comentó en tono sarcástico—. No sabes lo que es trabajar rodeado de mujeres el día entero… y a veces también por la noche —susurró en voz baja acercándose a Jaime y mirando de reojo a Nadia.

Jaime se rio por cortesía, pero nada más oírlo hablar se dijo que dudaba mucho que fuese compañía femenina la que buscara al caer el día.

—Gracias por recibirnos, Albert.

—Dale las gracias a Nadia. No me puedo negar a nada de lo que ella me pida. ¿Qué puedo hacer por ti?

Nadia permanecía en silencio observando la escena, la habilidad de Jaime para conectar empáticamente con la gente. Cuerpo hacia delante expresando interés y cercanía, realizando una escucha activa y un contacto visual con una mirada serena.

—No sé si Nadia te habrá contado algo. Tengo cuarenta y ocho años y noto que se me está cayendo el pelo más que nunca. Supongo que si no me he quedado calvo a estas alturas, ya no me quedaré nunca, aunque me está preocupando un poco. Por eso he decidido ocuparme.

—Así, a bocajarro, no te puedo decir nada concreto sobre las causas, aunque, para empezar, el que tú creas que estás perdiendo pelo no quiere decir que de verdad haya una pérdida patológica del cabello.

A aquello siguió una disertación de varios minutos sobre las causas más comunes de la pérdida de cabello en hombres y en mujeres —Albert les habló de dietas, tiroides, infecciones, estrés, anemia; les habló de la testosterona y la dihidrotesterona y muchas otras cosas—, mientras Jaime y Nadia escuchaban con mucho interés.

—Entonces, ¿qué me recomiendas? —preguntó al fin el coach.

—Si quieres, te puedo tomar una muestra de pelo y mandarla a analizar. Eso nos puede despejar algunas dudas. ¿Cómo vas de estrés?

Antes de contestar, Jaime miró furtivamente a Nadia sabiendo que al responder la iba a hacer cómplice de algunos detalles de su vida.

—No lo siento especialmente. Es cierto que tengo mucho trabajo, pero percibo sensación de control y disfruto haciendo lo que hago.

—Eso no me vale —zanjó Albert—. A veces no nos damos ni cuenta, pero estamos estresados hasta el último pelo.

Jaime entendía bien lo que le estaban diciendo: en ocasiones nos vemos sometidos a un desgaste extraordinario como consecuencia de una sobrecarga de trabajo. No hace falta sentir angustia, peso en la nuca y pérdida de control para estar cerca, o dentro, de un cuadro de estrés. Asintió hacia el peluquero.

—Te recomiendo que te pares a pensar sobre tus hábitos y rutinas, a ver si de verdad estás descansando en condiciones, y que visites a un nutricionista para revisar el equilibrio de tu dieta.

—Me vendrá bien. —Era cierto que últimamente tenía un pequeño descontrol de comidas.

Nadia y Jaime abandonaron la peluquería de Albert después de agradecerle su opinión experta y de que este le tomara una muestra de cabello.

—Un personaje muy peculiar este Albert. No sé por qué me esperaba alguien más superficial. Me ha resultado muy profesional. ¿De dónde me dijiste que era?

—De Colombia, pero a estas alturas parece madrileño.

—¿Es…? —Jaime no acabó la frase—. Perdóname. ¿Qué importancia tiene?

—Para mí ninguna, desde luego. En cualquier caso, creo que poca gente lo conoce bien…

—Bueno, ¿qué más da? ¿Quieres un café? —preguntó Jaime después de consultar su reloj y ver que tan solo eran las siete y media.

—¡Genial! ¿Vamos a Mallorca? —propuso Nadia con cara de niña ilusionada.

Nada más entrar, buscaron una mesa un tanto apartada de las varias opciones que había. Estaba claro que ya había pasado la hora de la merienda. Jaime pidió café con leche con un tocino de cielo, mientras Nadia optó por su pecado favorito: la palmera de chocolate. Nada más pedirla se acordó de Juanma y de sus comentarios al respecto.

Fue el coach quién inició la conversación:

—¿Qué haces cuando no trabajas?

—Nada original. Leo, veo la tele y quedo o hablo por teléfono con mis amigas.

—¿Y tu chico?

—¿Juanma? O no está en casa o está enganchado con el ordenador.

—No quiero hacerte coaching, pero revisa la emocionalidad con la que has respondido sobre Juanma.

—Sí. No es nada nuevo. ¿Y tú qué haces? —se defendió Nadia para cambiar de conversación.

—Cuando no estoy haciendo coaching, leo libros. Me encanta la novela histórica y todo lo relacionado con mi mundo profesional. También me encanta hablar y pasear con mi hija pequeña, Paula, cuando está conmigo.

—¿Cuando está contigo?

—Sí. Yo estoy separado, y aunque mis dos hijos mayores ya hacen lo que quieren y están con quien quieren, Paula suele cambiar de casa cada dos semanas.

—¿Cuántos años tienen?

—El mayor tiene veinte y vive por su cuenta con dos amigos. Sabe buscarse la vida. Sonia, la mediana, tiene dieciséis y sigue en el instituto. Y Paula, la peque, once: es con la que más disfruto ahora.

—¿Cómo te llevas con ellos?

—Cada vez mejor. Antes tenía problemas con casi todos. Ahora puedo decir que he aprendido a aceptarlos tal y como son. A entender cuáles son sus dificultades y sus ilusiones. Cuanto más descabellado es lo que me dicen, más esfuerzo hago por entenderlos y mejor me siento cuando lo consigo. —A esas alturas, Jaime no trataba de ser un coach cuando estaba con ellos: quería ser un padre, pero no uno cualquiera, sino el que él mismo quiso tener cuando era niño.

—Entonces, libros y niños —observó Nadia.

—Bueno, no solo eso, también vuelo.

—¿Vuelas?

—Sí. Soy piloto.

—¿De aviones?

—Sí, de aviones. Desde hace poco. Hace un par de años me saqué la licencia de piloto para hacer realidad un viejo sueño. Me costó mucho esfuerzo, fue muy desafiante para mí. Mucho estudiar por las noches con los ojos casi pegados de sueño, y muchas horas de vuelo con instructores aprovechando cualquier hueco.

—¿Y adónde vas? —preguntó dándole un pellizco a su palmera.

—A cualquier lado. Alquilo las avionetas en el club donde me saqué la licencia y hago escapadas, solo o con amigos, a cualquier aeropuerto en función de la meteorología. Cuando estoy arriba solo pienso en volar y en lo privilegiado que soy por la vida que llevo. Tengo una familia extraordinaria, y un trabajo que me apasiona y me permite conocer a gente como tú.

—Qué bien suena. Me encantaría probar la experiencia.

—Pues ahora lo tienes fácil. Estás hablando con tu comandante —dijo Jaime entre risas.

Nadia también explotó en una carcajada sincera e inclinó el cuerpo hacia Jaime, momento que él aprovechó para rodearla con el brazo. De repente ambos callaron y se quedaron mirándose en silencio unos segundos hasta que Jaime decidió hablar:

—Creo que va siendo hora de tirar para casa. Supongo que Sonia estará esperándome para cenar.

—Sí, mejor vámonos. Mañana hay que madrugar.

—Nadia… —Jaime estaba serio y la miraba con dulzura.

—Sí, dime. —Nadia lo miró con tristeza.

—No, nada. Tenemos nuestra nueva cita en la agenda, ¿verdad?

—Sí, creo que la semana que viene

—Okey. ¿Te dejo en algún sitio?

—No te preocupes, prefiero coger el metro. Así puedo ir pensando en mis cosas.

—Pues hasta la próxima semana.

Ya fuera de la cafetería se abrazaron largamente y Nadia creyó notar el leve beso de Jaime en su cuello. Ella tan solo se dejó hacer y se despidió con una mirada melancólica mientras pensaba en Juanma y en las mentiras que sin duda la aguardaban al volver a casa, porque no podría confesar la verdad. No podría decirle a su pareja que había disfrutado de una velada distinta por excitante; distinta por ilusionante; distinta por ocurrente; distinta por la sensibilidad que percibía en Jaime; distinta por la creatividad de las personas con las que había compartido la tarde; distinta por el cosquilleo que todavía notaba en el estómago… Tan distinta… que no podría confesárselo.