¿Y si un día despertamos y nos damos cuenta
de que no hemos sido capaces de estar
a la altura de nuestros sueños?
—¿Auriculares?
—No, gracias.
La azafata del AVE caminaba con rapidez y despreocupación ofreciendo a los pasajeros la típica bolsita de Renfe con lo necesario para poder escuchar la película del viaje. La mayoría de los que realizan este trabajo están perfectamente entrenados para mostrar una sonrisa, tan solo esbozada, y no pararse más de unas décimas de segundo con cada pasajero.
El tren había partido a las dos de la estación de Sants en Barcelona y tenía prevista su llegada a la madrileña estación de Atocha antes de las cinco de la tarde. Era increíble la comodidad que suponía este medio de transporte comparado con el avión, y Jaime se había convertido en un usuario habitual. Cada vez que tenía algún proyecto en la Ciudad Condal o en Zaragoza, prefería tomar el AVE. Hacía poco más de un mes que la compañía de ferrocarriles había anunciado que incrementaba la velocidad de su «buque insignia» a más de trescientos kilómetros por hora en algunos tramos.
Además, y aunque se pudiera utilizar ordenador y teléfono nada más sentarse el pasajero en la cómoda butaca, Jaime aprovechaba los viajes para cerrar los ojos y relajarse, o bien compraba una revista de aviones y se ponía al corriente de las últimas novedades de su afición favorita.
Es curioso ver como ya la gente no suele hablar con los compañeros de viaje. Conforme la tecnología permite estar más conectado con el mundo desde cualquier parte, se va perdiendo la comunicación cara a cara, y esa situación y el resto de comportamientos visibles de las personas que tenía a su alrededor se convertían en elemento de estudio para él, un apasionado de la conducta humana.
Jaime aún sentía cierta inquietud por los acontecimientos acaecidos en los últimos días. El misterioso paquete que había recibido en su casa le había puesto muy nervioso.
Su hija Sonia había desobedecido su orden, se había acercado, y al ver a su padre con una bolsa abierta —y en su interior una cabeza de gato, todavía ensangrentada—, casi se desmayó. De inmediato ambos pensaron que se trataba de la cabeza de Felipe. Por suerte, después del shock inicial y cuando ya empezaban a dudar del color del pelaje bajo los rastros de sangre, la incógnita quedó despejada al oírle maullar junto a la gatera de la terraza.
La Policía se limitó a tomarles declaración y a sugerirles que tomasen precauciones, aunque no descartaban que se tratase de una broma de mal gusto. No obstante, Jaime sabía que aquello no había sido fortuito. Era un aviso de alguien que, evidentemente, había querido asustarlos. Sonia y él decidieron ocultar el incidente a Paula y a Laura.
En todo caso, hoy iba a pasar una tarde diferente. Nadia le estaría esperando a las cinco de la tarde en la estación de tren de Madrid para dirigirse ambos al encuentro de Albert Fiestas, en su centro de la calle Velázquez. En los últimos días, habían intercambiado numerosos mensajes de texto para coordinar agendas de cara a la visita. El tono de cercanía y complicidad entre ambos disparaba su imaginación. Tenía un sentimiento ambiguo. Por un lado, cada vez era más consciente de que se sentía físicamente atraído por su coachee. Por otro, intentaba sin éxito alejar ciertos pensamientos desde su sentido ético de la relación. El código deontológico de su profesión dejaba bien clara la prohibición de mantener relaciones afectivas entre coach y cliente, más allá de la amistad emergente que se producía en una relación tan cómplice e íntima mantenida en el tiempo a lo largo de unas cuantas sesiones.
Nadia, que había estado viendo a un cliente por los alrededores, decidió no pasar por la oficina y dirigirse directamente a la estación de Atocha, donde llegó en torno a las cuatro con la intención de sentarse a tomar un café mientras respondía mails en su smartphone.
No sabía con exactitud qué le pasaba, pero en las últimas dos sesiones con Jaime había notado cierto grado de nerviosismo inusual en ella. Sentía cierta atracción por él, pero no se lo quería permitir. Era su coach y con toda probabilidad su atracción tenía más que ver con un sentimiento de admiración personal que otra cosa.
—Un café con leche, por favor.
—¿La leche la quiere fría o caliente, señorita? —le preguntó un amable chico de piel oscura, tal vez peruano o ecuatoriano.
—Caliente.
«¡Cuánta gente de viaje!» Siempre le habían gustado las estaciones. De pequeña, cada vez que iba con su padre a buscar o a llevar a alguien, quería montarse en un tren. De hecho, su padre le había subido en alguno de los que estaban parados en la vía llenándose de pasajeros antes de partir y ella nunca se quería bajar. Quería verlo todo: los diferentes compartimentos de ocho pasajeros, las literas, los coches cama, los cuartos de baño. En uno de los viajes que realizó a Cádiz en un tren expreso que viajaba de noche cuando ella tenía siete años, su padre la había acostado en el espacio reservado para baúles que tenían los compartimentos de segunda clase.
Mucha gente iba corriendo. Caras de alegría, de ilusión, de expectación, de estar perdidos mirando con atención todos los carteles. Gente viva que seguiría viva mientras se moviera.
—Aquí tiene. Un café con leche caliente.
—Muchas gracias —respondió esbozando una sonrisa.
En las dos últimas noches se había sorprendido pensando en Jaime como hombre, y al momento recordaba que ella tenía pareja y era prudentemente feliz.
«¿Prudentemente? Qué horror de palabra. ¿Qué me pasa? ¿Ya no quiero a Juanma? ¿Ya no soy feliz? Rutina, aburrimiento, falta de sorpresa, conversaciones bobas sin fondo. ¿Qué me está pasando? ¿Es esto lo que quiero para el futuro? Si me quedara embarazada…» Aunque sabía que era una locura, como una huida hacia delante. Necesitaba un coach que la ayudase a ver con claridad todo lo que estaba ocurriendo, pero ¿a quién acudir? Ya tenía un coach. «Tiene gracia, necesito buscar un coach para que me ayude a resolver la relación con mi coach. Si ya lo dicen: cuando vas a un psiquiatra para que te ayude a resolver un problema, vuelves con tres: el tuyo y otros dos que no tenías antes. ¿Y si se lo digo?» El «y si» era una técnica que le había enseñado Jaime: valorar escenarios diversos por muy peregrinos que parezcan. ¿Qué pensaría? Quizá que se había vuelto loca, o tal vez que se estaba produciendo transferencia, como ellos lo llamaban. Le daría una explicación técnica de libro, con la brillantez con la que él solía hacer esas cosas, y la mandaría a paseo. Ni siquiera sabía si estaba casado… Casi las cinco. Hora de irse a la zona de llegadas.
Bebió el último sorbo de café, pagó en la barra y se dirigió hacia allá con calma mientras se miraba con disimulo en los escaparates para ver cómo estaba. Había elegido especialmente para la ocasión una falda negra bien ceñida, que sin ser una minifalda, por la perfecta adaptación a sus caderas y longitud, resultaba muy insinuante. Zapatos de tacón, medias de fantasía y un apretado suéter color teja que resaltaba su generoso pecho. Se dio el visto bueno.