CAPÍTULO 10

La asertividad es la llave que abre la puerta de una relación sana.

Ya habían pasado cuatro días desde que su hija Marta se había presentado a las once y media de la noche en el salón de la casa y los había dejado mudos al soltar con toda parsimonia que había visto a un hombre en su dormitorio. Carlos tenía viva en su memoria toda la escena y no paraba de darle vueltas a la cabeza preguntándose qué había significado aquello.

Dos coches patrulla con las luces azules encendidas se detuvieron aquel día en doble fila a la altura del portal de la calle Hernani donde desde hacía siete años vivía con su familia. La acera estaba más iluminada desde que recientemente habían montado una tienda de cocinas de la marca alsaciana Schmidt, aun así las luces parpadeantes llamaban la atención y varios vecinos se apostaron en sus ventanas con el objetivo de saciar su curiosidad.

Marta nunca había sido una niña miedosa ni fantasiosa, por eso lo primero que pensaron es que con el primer sueño había tenido una pesadilla.

Los detalles y diálogos permanecían dolorosamente vivos en su memoria.

—No puede ser, cariño. ¿Has estado soñando?

—Papá, no estaba soñando, me ha dado frío y me he despertado y he visto que un hombre salía por la ventana. —El tono de la niña expresaba indignación, ¿por qué dudaban de ella?

—Vale, vamos a comprobarlo.

Carlos y Carmen se levantaron al unísono, una vez pasada la primera impresión de la declaración de su hija y con la tranquilidad que les daba verla en perfectas condiciones. Solo podía haber sido un sueño o un efecto óptico.

—¿Lo ves? —dijo Marta mirando a su padre en el momento en que entraban en la habitación. Una de las hojas de la ventana estaba abierta de par en par; la luz de la mesita, encendida, y Adriana, en su cama, destapada.

—Eso no significa nada, hija. Tu hermana la dejaría abierta.

—Te digo que he visto salir a un tío por ahí —dijo en voz alta y con descaro.

—Marta, cuida tu lenguaje —le advirtió inmediatamente su madre.

Carlos se dirigió a la ventana con la intención de cerrarla y dar el asunto por zanjado, pero se quedó de piedra al comprobar que esta había sido forzada.

El inspector Gavaldá había llevado el caso desde el principio. Pertenecía a la comisaría de Chamartín y estaba de guardia aquella noche en la que él llamó angustiado dando aviso de que un individuo había irrumpido en su domicilio familiar.

En media hora, los estaba interrogando.

—¿Están seguros de que no se han llevado nada? —preguntó el inspector.

—Totalmente seguros.

—¿Sospechan de alguien que quiera asustarlos?

—Ni idea —dijeron al unísono.

Parece que el inspector no quedó satisfecho con la respuesta porque insistió:

—¿Está seguro de que no se le ocurre nadie? —repitió mirándole a él.

—No. No tengo ni idea —dijo en un tono convincente.

Por un instante, se le pasó por la cabeza el final de la conversación con Parra en Nueva Delhi, pero no podía ser. Ni siquiera había recibido el dinero todavía.

—Tomaremos las huellas y haremos algunas averiguaciones entre los vecinos. Ustedes viven en un segundo y quizá alguien haya podido ver al individuo en cuestión escalando.

El inspector Gavaldá se marchó dejándoles una tarjeta con sus datos de contacto.

—Carlos. ¿Carlos? ¡Carlos!

Le llevó un rato salir de su ensimismamiento.

—Sí. Perdona, Eva. Estaba distraído.

—No te preocupes. Me acaban de avisar de recepción que Jaime Solva está aquí.

—Gracias. Habla con la secretaria de Javier para ver en qué sala vamos a tener la reunión. El jefe también va a asistir.

—Ya lo he hecho, lo vi anotado en tu agenda: dice que recojas a tu coach y vayáis para su despacho. Nadie había reservado sala y ahora mismo están todas ocupadas.

—Perfecto. Pues avisa que en cinco minutos estamos por allí.

Carlos fue hasta la zona de recepción de sus modernas oficinas y, tras saludar a Jaime, ambos se dirigieron hacia el despacho de Javier. Su secretaria los recibió y los hizo esperar unos segundos.

—Ya podéis pasar. ¿Agua, café?

—Agua, por favor —pidió Jaime.

—Yo otra dosis de café como la que me has puesto esta mañana, Maribel —dijo Carlos sonriendo.

—Enseguida os lo traigo. Javier, ¿tú quieres algo?

—No, para mí nada. Pasad, sentaos aquí —dijo señalando una mesita redonda auxiliar que tenía en un amplio y desordenado despacho, al tiempo que le tendía la mano a Jaime—: Encantado de conocerte.

—Yo también estoy encantado de empezar a conocerte —respondió Jaime—. Nunca terminamos de conocernos del todo.

—Tienes toda la razón.

—Me gusta resaltar esto para que la gente tome consciencia de cuántas cosas decimos con el piloto automático activado, a veces incluso con cierta frivolidad, sin reparar en ello.

«Un tipo raro este coach», pensó Carlos. Mientras se sentaban, y con la autorización de su jefe, apartó algunos papeles que tenía desperdigados por la mesa, aunque la limpieza tan solo fue parcial.

—Este comienzo promete —dijo Javier, para después añadir—: Vosotros diréis cómo conducir esta reunión.

Jaime asumió su rol. Sacó su cuaderno de notas y un bolígrafo, los depositó sobre la mesa y, tras agradecer a Javier su compromiso con el proceso de coaching de Carlos e insistir en la confidencialidad de cuanto dijesen durante la siguiente hora y media, comenzó a explicar en qué consistía una sesión de esas características.

—Mi papel durante esta reunión va a ser la de facilitador, es decir, voy a sentar las bases, os daré la palabra y tomaré notas. En ningún caso expresaré mi opinión sobre lo que vosotros habléis.

—Okey —respondieron ambos.

—En ese caso, empezaremos contigo, Javier. Te voy a pedir primero a ti que le digas a Carlos cuáles piensas que son sus áreas o competencias profesionales más fuertes.

—¿Las más débiles, quieres decir, para trabajar con el coaching?

—No. Primero las más fuertes, luego llegaremos a las competencias que a tu criterio debería desarrollar.

—Ah, vale. Yo diría que el compromiso que demuestra con su trabajo. Jamás le ves dudar a la hora de ponerse a la acción.

—¿Quién jamás le ve dudar? ¿Tú o yo? —dijo Jaime.

Javier puso cara de no comprender a cuento de qué venía el comentario.

—Quiero decir yo.

—¡Ah! En ese caso te pido por favor que al expresar tus opiniones sobre él le mires a la cara y le hables a él. Es una conversación entre vosotros aunque yo os esté ayudando.

Javier miró a Carlos, enarcó las cejas e hizo un mohín con la boca al tiempo que cambiaba su postura y realizaba una respiración profunda.

—Creo que esto me va a resultar difícil.

Javier no estaba acostumbrado a que nadie lo corrigiera. No es que respondiera mal ante ese tipo de situaciones, simplemente creía que la gente no se atrevía por el alto cargo jerárquico que tenía dentro de Telecomunica. Como decía su mujer: «Estás tocando el cielo, cariño».

—Si es difícil, significa que es posible. ¿Quieres hacerlo? —insistió Jaime.

—Okey. Lo voy a intentar.

Carlos miró a Jaime con cara de «déjaselo pasar». «Tengamos la fiesta en paz», a sabiendas de lo riguroso que su coach era con el lenguaje.

Cada vez que alguien pronunciaba la palabra intentar, a Jaime le salía sarpullido. Las personas que utilizan el «lo voy a intentar» continuamente no se dan cuenta de que con ese lenguaje están dejando una puerta trasera abierta para no hacer lo que se proponen. Había captado la mirada suplicante de Carlos y decidió continuar.

En ese momento llamaron a la puerta y, sin esperar respuesta, alguien la abrió. Era Maribel, la secretaria de Javier, que venía con una pequeña bandeja.

—Con permiso. —Se acercó a la mesa y depositó lo que traía: una botella de agua, un expreso doble sin azúcar y una servilleta de papel para cada uno.

—Muchas gracias, Maribel —dijo Javier.

—Entonces —continuó Jaime una vez la secretaria cerró la puerta tras de sí—, retoma por favor lo último que habías dicho y sigue con las áreas profesionales en las que Carlos es fuerte a tu criterio.

—A ver si me acuerdo después de esta interrupción. Me gusta mucho el compromiso que demuestras con tu trabajo —afirmó Javier meneando la cabeza de forma sobreactuada por las circunstancias.

Carlos, que se sabía la lección, solo miraba a los ojos de su jefe y respondió con un «Gracias».

—Creo que eres muy responsable, tienes un alto conocimiento técnico de tu trabajo y todo tu equipo te respeta.

Se hizo un silencio y Jaime decidió intervenir.

—¿Qué más? —Era evidente que quería ayudarle a encontrar más puntos fuertes sobre su colaborador. Sabía que si la pregunta era «¿Quieres añadir algo más?», esta se convertiría en una pregunta cerrada y corría el riesgo de que la respuesta fuera «No». Pretendía aprovechar una de las pocas ocasiones que Javier iba a tener de dar «una caricia positiva» a Carlos.

—¿Que qué más? —preguntó Javier—. Lo que también me gusta de ti es tu habilidad para fijar objetivos a tu equipo de manera consensuada. Igual que con otros colaboradores que responden ante mí, a veces, me encuentro que alguien se salta a su jefe y viene a plantearme alguna queja, esto nunca me ha pasado con gente de tu equipo. Además, creo que dedicas bastante tiempo a hacer el seguimiento de estos objetivos.

—Gracias —respondió Carlos.

Jaime dejó un margen para que Javier continuara; después de tres segundos en silencio volvió a intervenir:

—Ahora dile, por favor, cuáles crees que son sus ejes de progreso para ayudarle a enfocar su proceso de coaching.

—Yo creo que lo que debería trabajar contigo es cómo desarrollar tu visión estratégica.

La corporalidad de Carlos lo decía todo: mirada al cielo y caída de hombros. Resultaba obvio que ya contaba con ese comentario de su jefe.

—Creo —continuó Javier— que debe mirar más desde arriba.

—Díselo a él, por favor —insistió Jaime.

—Okey. Creo que debes mirar más desde arriba. No hacer tanto micromanagement. Eres un alto directivo de la empresa y debes tomar distancia de ciertos aspectos técnicos y centrarte en el desarrollo estratégico de tu área. Te pido además que emplees tiempo en desarrollar a tu gente. Aunque están contentos de tenerte como jefe, no estoy seguro de que estén «creciendo» para que el día de mañana puedan ocupar posiciones como la tuya.

—¿Qué más? —intervino Jaime con la intención de equilibrar sus comentarios en ambos platos de la balanza.

—Esto no sé cómo decírselo, pero lo voy a intentar…

«Otra vez, ¡horror!, intentar…»

—Me gustaría que fueras más asertivo conmigo.

Carlos puso cara de extrañeza y, ante esa reacción, Jaime intervino en el acto.

—¿Quieres explicarle lo que quieres decir?

—Lo que me gustaría es que fuera más transparente conmigo cuando le pido algo con lo que él no está de acuerdo —respondió mirando a Jaime, quien inmediatamente le pidió que se lo dijera a él—. Quiero que me digas con lo que no estás de acuerdo. No me gustan los colaboradores «siseñor». Observo que eres muy obediente, muy bien «mandao», y me gustaría que me debatieras las cosas. Necesito contrapoderes que me ayuden a afinar mis decisiones.

La cara de Carlos no dejaba lugar a dudas: «Serás mamón… Si cuando me das una orden no admites peros…». Jaime decidió intervenir.

—Quiero clarificar lo que para mí es asertividad. Asertividad es decir lo que estoy pensando a otra persona o personas, en el momento y el contexto adecuados, con el máximo respeto de cómo y a quién se lo digo, haciéndome cargo de las consecuencias de lo que estoy diciendo y sin sentimiento de culpa.

—¡Uf! —dijo Carlos—. ¿No es un poco arriesgado según con quién estés hablando?

—Lo que es arriesgado es el «sincericidio» —dijo Jaime. Javier soltó una carcajada y Carlos también sonrió—. Es decir, suicidarse de sinceridad. Si verdaderamente expresamos lo que sentimos y pensamos teniendo en cuenta la definición de asertividad, el riesgo es muy pequeño.

—En ese caso —dijo Javier—, lo que quiero es que seas asertivo sin «sincericidarte». ¡Vaya palabrita!

—De acuerdo —respondió Carlos sonriendo de nuevo.

Parece que el juego de palabras que con tanta habilidad utilizaba Jaime en determinadas circunstancias ayudaba a relajar la tensión que a veces se respiraba en esas reuniones.

—Entonces, por favor, Javier, ¿quieres hacer un resumen de lo que te gustaría que Carlos trabajara en su proceso de coaching?

—Sí, por supuesto. Te pido que trabajes en el desarrollo de la visión estratégica. Tomar distancia de los aspectos técnicos. Ayudar al desarrollo de tus colaboradores para su crecimiento dentro de la empresa y que seas más asertivo conmigo.

—Estupendo. Gracias, Javier —dijo el coach. Y continuó—: Carlos, ¿qué quieres añadir, matizar, quitar o clarificar?

—No. Estoy de acuerdo.

—Si estás de acuerdo, ¿por qué pones el «no» delante?

Jaime sabía de sobra que ese «no» por lo general significaba duda o disconformidad no manifiesta.

—Bueno, quizá me gustaría añadir a nuestra lista de áreas por trabajar mis dificultades a la hora de comunicarme con los medios.

Carlos sabía que pedir esto delante de su jefe podía hacerle vulnerable en tanto que descubría una debilidad que nunca había compartido con Javier, pero también era una forma de alimentar una atmósfera de confianza y lanzar el guante para alguna formación más específica en este tema, que no era obstáculo para su promoción dentro de la compañía.

—Me parece bien —dijo su jefe.

—De acuerdo. Lo anotaré en el listado de cosas para trabajar —comentó Jaime al tiempo que empujaba algún papel que le estorbaba encima de la mesa para pasar la hoja de su cuaderno y escribir algunas anotaciones. Consultó su reloj y se dispuso a ir cerrando la reunión—: ¿Qué más queréis añadir? —preguntó mirando a ambos hombres a la cara.

Los dos cruzaron una mirada e hicieron un gesto claro: no se les quedaba nada en el tintero, de modo que, tras recordar a ambos bajo qué pautas se desarrollarían las siguientes sesiones e insistir en la confidencialidad que seguiría el proceso, Jaime empezó a recoger sus cosas y a meterlas en la cartera.

Ya de pie, Javier abrió la puerta y les estrechó la mano a ambos. Carlos parecía satisfecho, como liberado de una tarea no muy agradable.

Ya de regreso en la oficina, Jaime se disponía a ordenar sus notas cuando se sorprendió al ver que se había llevado consigo, del despacho de Javier, alguna de las hojas que había encima de la mesa. No se extrañó, visto el desorden que había. La sorpresa surgió cuando, esperando papeles impresos con informes económicos —que desde luego iba a devolver—, se topó con una nota con un mensaje críptico:

Entretanto iba llegando el atardecer, y el mercado se ocultaba en la oscuridad: el pueblo se dispersó entonces, pues hasta la curiosidad y el horror acaban por cansarse. Mas Zaratustra estaba sentado en el suelo junto al muerto, hundido en sus pensamientos: así olvidó el tiempo. Por fin se hizo de noche, y un viento frío sopló sobre el solitario. Zaratustra se levantó entonces y dijo a su corazón:

¡En verdad, una hermosa pesca ha cobrado hoy Zaratustra! No ha pescado ni un solo hombre, pero sí, en cambio, un cadáver.

Siniestra es la existencia humana, y carente aún de sentido: un bufón puede convertirse para ella en la fatalidad.

Yo quiero enseñar a los hombres el sentido de su ser: ese sentido es el superhombre, el rayo que brota de la oscura nube que es el hombre.

Mas todavía estoy muy lejos de ellos, y mi sentido no habla a sus sentidos. Para los hombres yo soy todavía algo intermedio entre un necio y un cadáver.

Oscura es la noche, oscuros son los caminos de Zaratustra. ¡Ven, compañero frío y rígido! Te llevaré adonde voy a enterrarte con mis manos.[4]