El diseño de conversaciones aumenta exponencialmente
las posibilidades de conseguir lo que quieres.
—Hola, Marga.
—¿Qué hay, Nadia?
—Gracias por bloquear la agenda para charlar este rato conmigo.
—Está bien. Es algo que deberíamos hacer más a menudo.
Su jefa estaba un poco inquieta y ella podía entender los motivos. Nunca antes le había pedido una reunión formal cara a cara. Su relación era espontánea y las únicas reuniones organizadas por agenda eran las propias de cada mes cuando se juntaba todo el equipo, o cuando tenían que discutir sobre el presupuesto del siguiente ejercicio. Además, le había pedido que no fuera en su despacho, así que reservó una sala.
—Llevo unos meses un tanto insatisfecha en el trabajo y no quiero alargar la situación —empezó diciendo Nadia.
Ya estaba metiendo la pata, Jaime le había enseñado que el lenguaje efectivo se debe utilizar en sentido positivo. Hablar de lo que se quiere conseguir, en lugar de lo que se quiere evitar: «Nadie va a la compra con la lista de cosas que no va a comprar, sino con la lista de lo que sí quiere», le había explicado.
—Mejor dicho, y poniéndolo en positivo —rectificó aprisa—, lo que quiero es resolver esta situación y garantizar que trabajo con el mismo compromiso e ilusión que había puesto hasta ahora.
—La verdad es que sí te notaba un poco más apagada, pero pensé que era algún mal rollo que tenías con Juanma.
Nadia acusó el golpe.
—A nivel personal tampoco me va de maravilla, pero no es lo que más me preocupa en este momento.
—Pues ya empiezo a sentirme responsable de lo que te pasa. No me asustes —dijo su jefa.
—No es lo que tú haces, Marga, es cómo me lo tomo yo.
Durante sus sesiones de coaching había aprendido que las cosas que ocurren a nuestro alrededor, lo que vemos, cómo se comportan otros y lo que nos dicen, tan solo son el estímulo de lo que nos pasa. La verdadera causa de nuestras emociones es cómo nos tomamos nosotros eso que percibimos. «No es lo que sucede —había dicho su coach—, es cómo tú te tomas lo que sucede.»
—¿Y qué puedo hacer para ayudarte?
Marga también había participado en alguno de los programas de liderazgo que regularmente organizaba la firma y este era el momento de utilizar lo que había aprendido. Era obvio que sabía hasta qué punto en ese momento una pregunta adecuada que enfrentara a Nadia con su responsabilidad de resolver lo que pasaba era mejor que cualquier disculpa o respuesta a la defensiva.
—Puedes cambiar la forma en que te relacionas conmigo. Quiero decir, algunos comportamientos, cuando necesitas algo de mí o cuando me dices lo que piensas de lo que he hecho.
—Dame un ejemplo.
—Pues la semana pasada, cuando la cagué con lo del campeón de Fórmula Uno, me sentí como una idiota cuando te lo dije. Es cierto que fue una metedura de pata, pero por causas ajenas a mi trabajo. Yo lo tenía todo atado y en el último momento se descuelgan con la cláusula de no competencia.
—Entonces, ¿cómo te habría gustado que reaccionara?
—Me habría gustado que revisáramos juntas el proceso que yo había seguido para conseguir este acuerdo, y que me ayudaras a no cometer errores. Cuando yo te cuento lo que ha pasado y tú me respondes «¡Joder, Nadia! ¡Ya has vuelto a meter la pata!», yo me siento mal porque pienso que descalificas todo mi trabajo, así que te pido por favor que en la próxima ocasión me ayudes a identificar qué ha pasado y a mejorar en mi gestión.
Estaba orgullosa de sí misma, de cómo había utilizado las cuatro fases de una conversación efectiva y el temple que había demostrado cuando lo decía. Aunque desde que lo comentó con Jaime tenía algunas dudas de cómo se lo iba a tomar Marga, se diría que lo estaba encajando bien.
—Quiero que midas mi progreso y que me des feedback —continuó—. No solo de mejora o constructivo —o negativo, como ella misma decía antes de iniciar su proceso de coaching—, sino también positivo cuando crees que he hecho un buen trabajo. Tengo la sensación de que en esta empresa se practica poco el feedback de reconocimiento. Es como si se diera por descontado que las cosas siempre tienen que salir bien.
«El feedback positivo va a la cuenta de explotación de la compañía a través del compromiso y el buen ambiente que se genera», le había comentado Jaime. Marga escuchaba un tanto atónita y Nadia sabía que era porque nunca le había hablado así. Aunque lo estaba haciendo bien, ¿no? Su tono era sereno y su exposición, respetuosa. Se fijó en su jefa: no parecía enfadada, aunque no le extrañaría que hubiese pinchado su orgullo de mánager al decirle abiertamente que no había estado muy acertada con esos comportamientos.
—Mensaje recibido, Nadia. Y lo que yo te pido a ti —replicó Marga— es que me pidas ayuda cada vez que tengas la sensación de que no controlas determinadas gestiones por falta de experiencia.
—Así lo voy a hacer a partir de hoy. Hasta ahora tenía la sensación de que siempre estabas muy ocupada. Que ibas corriendo de un lugar para otro. Cuando me decías algo, casi siempre era porque nos encontrábamos por los pasillos, o por teléfono para que hiciera algo urgente, así que no quería molestarte. Sin embargo, esto que ha ocurrido hoy me demuestra que sí estás disponible cuando te lo pido. Solo tengo que coordinar contigo un espacio en la agenda y un lugar tranquilo para conversar, y te quiero dar las gracias por ello.
Marga se levantó y le dio un sentido abrazo. Después de tanto tiempo juntas, le había tomado cariño. Sabía que era una persona muy responsable.
—Bien, pues ahora a trabajar —dijo la jefa. Y con una sonrisa se despidieron ya fuera de la sala.
Esa misma tarde Nadia iba a ver a Albert Fiestas, a la peluquería más importante que su marca tenía en Madrid, en concreto en la calle Velázquez, donde además estaban sus oficinas, pero antes pasaría por la cafetería Mallorca a comprarse una palmera de chocolate. Eran su debilidad y las racionaba. Tenía la sensación de que los gramos de palmera se instalaban directamente en sus caderas, como si tuvieran un código, una instrucción, de dónde tenían que depositarse. Juanma le animaba a comerlas: decía que él sabía que no iban a las caderas sino a las tetas y que a él le parecía estupendo. Se depositaran donde se depositaran, solo las tomaba cuando se quería dar un homenaje o felicitarse por algo. Una buena costumbre que seguía poniendo en práctica desde que comenzó el programa de coaching. «Hay que celebrar los éxitos», decía Jaime.
Salía de Mallorca, deleitándose con el manjar recién adquirido, cuando vio en la acera de enfrente, entre dos coches aparcados en doble fila, al hombre de confianza de Albert: un mexicano bastante joven y bien parecido. Albert se lo había presentado en una de las pocas veces en que se habían encontrado en las oficinas. Por lo general se veían de pie en la peluquería, en una salita privada que tenía al lado una kitchenette, o bien se iban a desayunar al Embassy, en la calle Ayala esquina con Castellana. En aquella ocasión le dijeron que el jefe la esperaba en su despacho, y cuando llegó, el mexicano salía. Albert torció el gesto al verse obligado a presentarlos. Ahora Nadia no recordaba su nombre, pero sí lo elegante, bien vestido y guapo que era, y que Albert lo presentó como su mano derecha. El otro se limitó a sonreír aceptando el elogio y a darle la mano con un protocolario «encantado, señorita».
Enfrente de Mallorca, el Mexicano cogió lo que parecía una bolsa de viaje de manos de un tipo calvo vestido muy informal. Se miraron a la cara, intercambiaron unas palabras y, sin darse la mano, cada uno se introdujo en su coche. El Mexicano cerraba la puerta de su deportivo cuando vio a Nadia y por un momento sus miradas se cruzaron, aunque apartó la vista al segundo y puso el motor en marcha. El coche ronroneó antes de enfilar la calle Velázquez.
«No me habrá reconocido», pensó Nadia.
No le dio mayor importancia. Ella, a lo suyo: quería ver a Albert y proponerle la visita que le había prometido a Jaime.