CAPÍTULO 4

La gente sufre más por lo que no tiene

de lo que goza por lo que tiene.

En Nueva Delhi, Carlos se instaló en el mismo lugar de siempre: el Marriott, un enorme hotel situado en Mercantile House, una de las zonas más céntricas de la gran urbe. En este tipo de ciudades solo puedes garantizar un sitio limpio y atendido si eliges un cinco estrellas. Por suerte, Telecomunica siempre había sido muy espléndida en lo que a alojamientos y dietas de desplazamiento se refería.

Era la tercera vez que viajaba a la India ese año y, además de mantener la reunión regional que realizaba con carácter trimestral con los cinco responsables de país de su área, aprovecharía para afinar los detalles de un acuerdo que Telecomunica estaba a punto de firmar con un operador local de telefonía móvil, que abarataría los costes operativos de utilización de roaming en la India y Pakistán. Además, trataría de conseguir un préstamo en dólares para salvar sus inversiones inmobiliarias. En España ya lo había intentado todo y los bancos en ese momento tenían cerradas todas las vías de crédito.

Good morning. Room number? —se dirigió a él en un inglés británico un camarero con la piel oscura y los dientes muy blancos.

Six eight four —respondió Carlos con un marcado acento español.

Thank you, sir. Enjoy your breakfast.[1]

Le encantaba el desayuno bufé de ese sitio. Combinaba a la perfección la cocina internacional con especialidades locales, la mayoría un poco fuertes para un estómago europeo, aunque los dulces especiados eran extraordinarios. Entre cruasanes y donuts se podían encontrar deliciosos jalebis, una especie de pretzel hecho de harina de arroz frito y empapado en un sirope de azúcar y agua de rosas. También los burfi, con una base de requesón y sabor a pistacho.

Decidió tomar unos huevos revueltos con bacon y un jalebi para no pasarse. Aquello dio el pistoletazo de salida para una mañana cargada de reuniones hasta que al fin al mediodía, después de una provechosa reunión con el señor Singh, presidente de Indiphone, y a la que desde luego asistió con el responsable de Telecomunica para la zona, se deshizo de su colaborador argumentando una cita personal y se dispuso a afrontar la parte más delicada de su viaje.

Movimiento, ruido, tumulto, olores fuertes a podredumbre y a guisos especiados. Todo eso era Nueva Delhi. Entre los transeúntes nunca faltaban los charlatanes y los pedigüeños y Carlos sabía muy bien hasta qué punto debía estar alerta. Como extranjero, era el centro de todas las miradas y en cualquier momento podrían intentar robarle o timarle.

La oficina a la que se dirigía se encontraba en una zona poco frecuentada por turistas: el barrio de Mahipalpur, un distrito relativamente próximo al aeropuerto internacional, con vecinos de difícil calificación. Aun así, apenas podía apreciarlo. La cabeza de Carlos era un hervidero a punto de estallar, y la angustia y el miedo hacían titubear sus pasos.

«He tenido muy mala suerte —se lamentaba—, precisamente me lanzo a las inversiones inmobiliarias justo antes de que empiece a caer el precio de la vivienda. Yo que siempre he sido el mejor ejemplo de asalariado.»

Razón no le faltaba: siempre había planeado sobre él el miedo a perder su puesto de trabajo, se había mostrado prudente con cada paso que había dado y siempre había criticado —lo mismo para sí que en reuniones de amigos— a la gente de su entorno que se arriesgaba con la Bolsa. Lo más arriesgado que había hecho durante los últimos tiempos había sido jugar unas cuantas veces a la Primitiva y comentarle a su jefe que deseaba una carrera internacional… Lo que pasa es que resulta duro ver cómo tus amigos compran y venden pisos obteniendo plusvalías de más del veinte por ciento en un año, y a veces sin escriturar, mientras tú sigues viviendo de un sueldo y tu mujer no para de pedir. Carmen no dejaba de reprocharle que no les dedicase tiempo a sus dos niñas. Entre viajes —al menos uno a la semana con noches fuera— y los fines de semana atado a su smartphone, sentía que no estaba desempeñando un buen papel como padre. Pero ¿qué otra salida le quedaba? Solo la que estaba siguiendo, la que le llevaba por Mahipalpur sin levantar la vista del suelo.

Ahora maldecía el día que le dijo a su amigo que le presentara a su agente inmobiliario. «¿Por fin te has decidido?», le había preguntado al tiempo que dejaba vislumbrar una mueca irónica que Carlos interpretó como «pero mira que has sido tonto». Después todo fueron facilidades para firmar papeles y soltar pasta y hoy se veía con tres hipotecas, además de la de su casa, de propiedades que no se había decidido a vender pensando que iba a conseguir mejores condiciones. «Hasta que todo empezó a caer en picado.» Fue entonces cuando un amigo le aconsejó que siguiera este camino, que le conducía ante la puerta de un latino residente en Delhi…

Con el portal identificado, entró en lo que parecía un edificio de oficinas un tanto envejecido y con gente que entraba y salía sin siquiera mirarle a la cara.

Dentro, un personaje con pinta de portero le cortó el paso.

Good morning. I have a meeting with Mister Parra —dijo nervioso.

Second floor. Office number 13.

Thank you.[2]

Llegó a la segunda planta en un ascensor un tanto desvencijado, y salió a un pasillo con suelo de sintasol levantado por algunas esquinas y con zonas que exhibían visibles quemaduras de cigarrillos. Las paredes estaban desnudas de cualquier tipo de adorno, más allá de apliques de los años sesenta, y cubiertas de un papel ajado y oscuro con motivos orientales. Al otro lado de los tabiques se oía a alguien manteniendo una conversación telefónica un tanto acalorada. Acentos cerrados. Toses insistentes.

Mientras recorría el pasillo en busca del número trece, con cuidado de no pisar dos cucarachas ya aplastadas con anterioridad y una tercera que correteaba nerviosa de un lado a otro, se sintió desubicado y su mente quiso tirar de él para que diese media vuelta y saliera corriendo. El contexto le era totalmente ajeno. Le sacaba de su zona de confort, como habría dicho su coach. Aun así, pensó en la encrucijada financiera en la que se encontraba y las consecuencias familiares que tendría si no lograba resolverlo. Era capaz de prever las notas de embargo que le amenazarían en los próximos meses en caso de no disponer de efectivo inmediato para tranquilizar a los dos bancos que le perseguían, desde hacía un tiempo, para cobrar sus deudas.

En los dos últimos meses había vencido su resistencia a vender por debajo del precio de adquisición, pero con el escenario de pánico generalizado que vivían los mercados, ni por esas recibía ofertas en firme. Carmen no tenía ni idea de la situación límite en la que se encontraban. «La muy ingenua, solo es consciente de una de ellas y piensa que, aunque con dificultades, estamos atendiendo a los pagos. Lo que no sabe es que debo más de diez mensualidades de cada una de las inversiones y que he probado en tres bancos pidiendo un dinero que no me prestan.» Las finanzas domésticas era algo que su esposa había delegado en él hacía tiempo, y su relación con el dinero familiar se reducía a sacar de cien en cien euros del cajero cuando necesitaba dinero de bolsillo. El resto de los pagos los hacía con tarjeta, sin preocuparse nunca del estado de los fondos.

De uno de los despachos salió un tipo con los hombros hundidos y una cara más propia de alguien que acaba de dar varias vueltas de campana con el coche. Pasó junto a él sin siquiera percatarse de su presencia y enfiló el pasillo con aire desconcertado, mirando a los lados y con la cabeza baja.

Ese era el número 13.

La puerta había quedado entreabierta y aunque llamó con los nudillos, no recibió respuesta. Empujó la hoja y ante él se abrió un espacio reducido lleno de papeles, cajas descolocadas y un único cuadro donde se podía adivinar una lámina un tanto descolorida del Taj Mahal.

El ambiente era irrespirable. Un olor a cigarro puro mezclado con efluvios rancios provenientes de papel mojado y suciedad. En ese momento escuchó el ruido de una cisterna de váter y por una puerta lateral salió un hombre de mediana edad, bastante delgado, con la tez oscura, un aspecto desaliñado y mirada desconfiada.

Can I help you?[3] —dijo aquel personaje en un inglés casi perfecto.

—¿El señor Parra? —preguntó Carlos.

—¡Ah!, ¿habla español?

—Sí, soy Carlos Arnedo, vengo de parte de un amigo de Madrid. Me dijo que usted me estaría esperando.

—Sí… Claro. Pase y siéntese. Perdón por el desorden, pero estoy buscando una secretaria y aún no he encontrado ninguna de fiar. Aquí tratamos asuntos muy confidenciales y lo que menos necesito es una chismosa.

—Ya. Lo comprendo.

Parra apartó un montón de expedientes de una silla y se la arrimó al tiempo que él acercaba otra a la mesa.

—¿Qué es lo que quería? Su amigo solo me dijo que lo recibiera pero no me dio más datos. —Su mirada era escrutadora. Resultaba evidente que era latinoamericano, pero Carlos no lograba adivinar su procedencia por el acento.

—Él me dijo que usted conseguía préstamos de capital sin demasiada burocracia.

—Así es, pero ya le adelanto que tienen un interés por encima del mercado.

—Lo comprendo. ¿De qué interés hablamos? —preguntó Carlos un tanto más relajado, una vez hubo comprobado que estaba en el sitio adecuado.

—Depende de la cantidad y del plazo de devolución. ¿Cuánto necesita?

—Creo que bastará con 150.000 euros.

—¡Guau! —Parra soltó un silbido y se recostó contra el respaldo de la silla—. Mano, eso es mucha plata.

Sin pedir permiso sacó un Montecristo número tres de un bolsillo interior. Un puro no muy gordo y alargado que Carlos calculó que le duraría al menos media hora. Con absoluta parsimonia, abrió un cajón y sacó un cortapuros, capó su embocadura y comenzó a encenderlo con un mechero Bic rojo. Al español, aquel silencio le soltó la lengua.

—Creo que lo podré devolver muy pronto —dijo.

—¿Cuándo?

—En menos de un año.

Pensaba que el tema lo tendría resuelto mucho antes, pero prefería curarse en salud. Al fin y al cabo, lo único que le podría pasar es que tuviera que malvender alguno de los pisos.

—Se lo puedo conseguir. Si lo recoge aquí en dólares, le costará el quince por ciento a un año. Si lo quiere en Madrid y en euros, un veinte.

—¿Tanto? —respondió con espontaneidad.

Los intereses eran muy altos, pero no eran el único problema. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de llevarse el dinero en metálico. Suponía que eso sería muy arriesgado. Y si conseguía pasarlo, pensaba, ¿qué hacía luego con los dólares en Madrid? Se empezó a poner nervioso. El tipo ni siquiera le había pedido garantías.

—¿Lo toma o lo deja?

—Si me lo pone en Madrid, ¿cómo lo recogeré?

El cuerpo le pedía salir corriendo, solo dos razones le mantenían pegado al cochambroso asiento: por un lado, la necesidad de demostrarle a este sujeto que estaba entero y no tenía miedo; por otro, la vergüenza y la bronca familiar que se avecinaban si no resolvía eso pronto y por sus propios medios.

—Alguien se lo entregará en un lugar y hora que fijaríamos.

—¿Y para devolverlo?

—Fácil. En el máximo de un año exacto deberá usted hacer un pago contra factura por servicios de consultoría.

—¿Y si no puedo devolverlo? —Su cuerpo le traicionó. A fin de cuentas y aunque lejano, era un riesgo que existía y le rondaba por la cabeza desde que decidió acudir a esa vía para resolver su problema, pero su intuición le decía que no había sido buena idea preguntarlo.

Parra volvió a echarse para atrás al tiempo que negaba con la cabeza lentamente, miraba al suelo y emitía un chasquido. El lenguaje corporal no dejaba lugar a dudas: esa no era una opción.

—Mal asunto, mano. Eso no tiene que ocurrir.

—Y no ocurrirá —se adelantó a decir muy rápidamente para despejar dudas.

—¿Entonces qué? —metió prisa Parra.

—Okey. ¿Para cuándo puede estar?

—Necesito tres semanas para reunir el dinero y buscar un enlace.

—Vale. ¿Cuándo hacemos los papeles? ¿Dónde tengo que firmar?

—No hay problema, mano.

—¿Cómo que no hay problema?

—No hay que firmar nada. Yo le presto 150.000 euros en tres semanas y usted me devuelve 180.000 al cabo de un año. Así de fácil.

A Carlos le dio un vuelco el corazón. Aunque a esas alturas ya no tenía dudas de cómo funcionaba el acuerdo, el último comentario de Parra le dejaba claro que la garantía era su propia vida.