No estamos influenciados por los hechos,
sino por las interpretaciones que hacemos de ellos.
—Buenos días, mi amor.
—¿Ya es la hora? —preguntó Nadia restregándose los ojos con las manos.
—Desde hace un rato.
—Pero si no se ve luz fuera…
—¿Qué luz quieres que se vea? Ya hace tiempo que se acabaron las vacaciones y el verano.
Nadia apenas recordaba aquellas tres fantásticas semanas de playa. Bueno, sí, pero parecían tan lejanas… Un año más había disfrutado del mar en el paraíso almeriense. Fondos claros, agua templada y la naturalidad con la que la gente se desnuda sin pudor. Fue esa sensación de libertad la que la atrapó.
Con treinta y dos años todavía conservaba las carnes duras. La celulitis no se había cebado con ella y tenía unos pechos generosos decididos a desafiar la ley de la gravedad. Ella no se consideraba guapa, pero tenía una cara con personalidad, de rasgos bien definidos, que la hacían atractiva. Aparte de su cuerpo, se sentía orgullosa de sus ojos, de un tono verde profundo que combinaba con casi todo. En cualquier caso, en su trabajo los compañeros no se detenían mirándola a la cara mucho tiempo al pasar a su lado. Más bien miraban con descaro sus turgentes formas.
Era lunes y como siempre fue Juanma quien oyó primero la alarma. Cuando pasaba la noche sola en casa, tenía que poner el volumen de su móvil a tope, incluido el modo vibración, para no quedarse dormida.
Después de varios bostezos y algún que otro estiramiento contorsionista, Nadia se levantó de la cama con la lentitud de un oso panda.
Al pie del armario, donde estaba eligiendo la ropa que iba a ponerse, su novio la miraba con disimulo. Sabía de sobra que a él se le caía la baba al verla con esas braguitas brasileñas con las que dormía cada noche y que más que insinuar lo enseñaban todo, pero si estaba pensando en sexo, ya podía olvidarse: Nadia se levantaba de muy malas pulgas y no tendría ni una sola oportunidad de conseguir lo que su entrepierna andaba deseando.
—¿Vas hoy para la oficina? —le preguntó Juanma.
Ella llevaba cuatro años trabajando en L’Oréal, y si algo había aprendido allí era a sacarle partido a su imagen. Utilizaba productos de la firma para llevar un maquillaje discreto e impecable y había realizado más de un curso para combinar ropa y colores.
—Sí. ¿Me acercas? —le respondió desde dentro del baño. Su pregunta surgía mezclada con el agua de la ducha.
Desde que cambiaron la oficina a la calle Josefa Valcárcel, llegar al trabajo se había convertido en una tarea ingrata para ella. Antes tenía varias opciones de transporte público pero ahora, o iba en coche, o tenía que hacer malabares con los autobuses.
—Vale, aunque nos chuparemos el atasco de la M-40.
Mientras se arreglaba, Nadia empezó a tomar consciencia de la realidad. Se había acostado preocupada y le había costado mucho conciliar el sueño. La conversación pendiente con su jefa para aclarar los presupuestos de las campañas de marketing de las que ella era responsable podía ser el principio del fin. «¿Cómo he podido ser tan torpe?», se dijo.
Como cada vez que Juanma la llevaba al trabajo, la conversación brilló por su ausencia. Primero pusieron las noticias para escuchar más de lo mismo: las peleas entre Gobierno y oposición, las desavenencias entre los socios de la Eurozona y las desgracias naturales que siempre se ceban en los más pobres. Al rato decidieron sintonizar una emisora de entretenimiento, al menos escuchaban buena música y había algunos espacios bastante entretenidos a esa hora de la mañana.
Juanma detuvo el coche a la entrada del edificio mientras Nadia, en un gesto automático, le daba un beso en los labios y se despedía de él.
—Nos vemos esta noche.
—Cuídate.
Hasta llegar a la altura de los tornos, no recordó que se había dejado en casa la tarjeta de empleada. Le echó una mirada lastimera a la joven que controlaba la entrada.
—¿Me abres, por favor? Me he vuelto a dejar la tarjeta en el otro bolso.
Después de las advertencias de rigor —«Mira que os tenemos dicho que a los de arriba no les gusta nada que vayamos abriendo sin identificación»—, oyó el zumbido del torno y agradeció con un gesto mientras se internaba en el vestíbulo de entrada. A esa hora la planta era un hervidero de chicos y chicas bien arreglados y perfumados que esperaban para tomar el ascensor y dirigirse a sus respectivos departamentos.
—Joder, es que no me aclaro. ¿Cuál es el mío? —preguntó a nadie en concreto. Hasta que se mudaron a las nuevas oficinas, nunca había visto ascensores sin botones dentro.
Nadia solía llegar de las últimas, para cuando ya había varias compañeras en sus puestos de trabajo, con la mirada fija en las pantallas del ordenador. Esa mañana algunas aún se estaban poniendo al día con el fin de semana y charlaban animadamente.
—Buenos días, chicas.
—¡Nadia! —gritó su secretaria—, dice la jefa que vayas a su despacho con los presupuestos promocionales.
Nadia llegó a su mesa y recogió la carpeta para la temida conversación. Menos mal que lo dejó todo preparado el pasado viernes; si no, le habría tocado trabajar el fin de semana como tantas otras veces.
—Hola, jefa, ¿qué tal el finde?
—Los he tenido mejores. El sábado a las tres de la madrugada todavía estaba en la clínica San Rafael con la pequeña, que no bajaba de treinta y nueve y medio.
—¿Y qué era?
—Lo que siempre te dicen cuando no saben lo que es: un virus. Apiretal, baños de agua templada si no le bajaba la fiebre, y que volviéramos si seguía igual el domingo. Menos mal que al día siguiente amaneció más espabilada. ¿Y tú? —le devolvió la pregunta por cortesía.
Nadia y Marga llevaban tiempo trabajando juntas y mantenían una relación personal muy cercana. No podían decir que fueran íntimas, pero existía una sincera preocupación de la una por la otra.
—Un aburrimiento. Cena con amigos el sábado y tarde de sofá y televisión el domingo.
—Pues yo echo de menos esas «tardes de aburrimiento». Con la peque ahora no puedo parar. En fin, ¿tienes eso preparado?
—Sí, pero hay un problema.
—¿Qué pasa? No me asustes.
—Al final no podemos contar con el piloto. Cuando parecía que todo estaba cerrado, su mánager se descuelga con que tienen un acuerdo cerrado con Shiseido y hay una cláusula de incompatibilidad.
—No me jodas, Nadia. No me puedes hacer esto. Ya te pasó el año pasado con la oscarizada de Hollywood y la vuelves a cagar. Sabes que, aunque el tema no estaba cerrado, tenía a todo el comité de dirección con los ojos como platos porque habíamos llegado al preacuerdo con el campeón mundial de Fórmula Uno.
—Lo sé, Marga, pero ha sido una contingencia totalmente inesperada.
El resto de la reunión transcurrió a cara de perro y Nadia no sabía hasta cuándo iba a durar. Menos mal que esa tarde tenía sesión de coaching con Jaime. Le vendría bien. Cada vez que llegaba con el ánimo caído, él sabía cómo levantárselo.
A las cinco y media pidió un taxi y se fue para la Castellana. Como casi siempre, llegaría un pelín tarde.
Ana, la recepcionista compartida de la oficina, la recibió con la amabilidad de costumbre y le ofreció algo para beber antes de pasarla al despacho de Jaime, que, mientras la esperaba, aprovechaba para contestar algún que otro correo.
—Hola, Nadia. ¿Cómo estás? —la saludó con cordialidad, tras agradecerle a Ana que la hubiera acompañado hasta allí.
Se acercó a ella y la abrazó largamente, como siempre hacía desde aquella tercera sesión en la que se desataron todas las emociones juntas y Jaime, con mucha profesionalidad, supo cómo acompañarla para que saliera de allí con varias alternativas en la cabeza, y llena de entusiasmo por haber visto «otra realidad» con respecto a su falta de confianza en sí misma y cómo esto afectaba a su autoestima. Al finalizar aquella sesión, los dos besos de despedida se convirtieron en un cariñoso abrazo. A ella, Jaime le parecía un hombre atractivo y, aunque estaba fuera de duda su honorabilidad, en alguna ocasión durante las sesiones le había pillado mirándole el escote. Hombres…
—Ponte cómoda —le pidió él señalando con la mirada los sillones—. Bueno, ¿cómo vienes hoy? —Era una pregunta bastante frecuente que a él le servía para chequear emociones a través de la expresión corporal, y Nadia sabía que no podía escapar con un simple «bien»: necesitaba hablar de emociones concretas y ser explícita con respecto al estado de ánimo que traía.
—He tenido días mejores —contestó.
—¿Qué ha pasado?
—No es solo lo que haya pasado hoy, es la vida que llevo.
—¿Qué vida llevas?
—Monótona, insustancial. Mi familia cree que soy una persona de éxito porque trabajo en una empresa con glamur, me relaciono con el mundo del famoseo, tengo una situación económica desahogada y salud, y mi chico cae bien a todo el mundo… Sin embargo, a mí me falta algo, no sé.
—Llevamos unas cuantas sesiones y hasta ahora no habías compartido esta sensación conmigo. ¿Qué te lleva a hacerlo hoy?
—Hoy he tenido un mal día y parece que todo se viene encima. Por otro lado, cada vez que tenemos sesión me llevo unas ganas de vivir y de ser auténtica increíbles, por eso quería compartir contigo todo lo que me pasa sin reservas.
—¿Desde cuándo tienes esta sensación general?
Nadia miró hacia la ventana —fuera, los colores iban apagándose poco a poco—. Luego se volvió de nuevo hacia el coach, ya con la respuesta entre los labios.
—Creo que desde hace un par de años, cuando aparentemente mi vida ha sido más «estable», aunque soy más consciente de ello desde que comenzamos el programa de coaching.
—¿Y de qué forma este proceso ha traído a tu consciencia esta situación?
—Antes era un tema que estaba ahí, pero en el que yo no quería pensar. De alguna forma me negaba a admitir que no estaba contenta con mi vida. No quería caer en el tópico. Desde el momento en que en nuestras sesiones me haces pensar en mi «yo» auténtico, ya no me puedo escapar.
—Si tuvieras que puntuar del cero al diez tu estado de satisfacción general en la vida, ¿qué nota te darías?
—Un cinco pelado.
—Es un aprobado.
—Sí, pero yo nunca estudié solo para aprobar. —Sonrió—. Yo iba a aprender y a sacar la máxima calificación.
—¿A por qué nota ibas?
—Como mínimo a por un ocho o un nueve.
—Entonces, para pasar en tu vida de ese cinco a ese «como mínimo ocho», ¿qué tiene que ocurrir?
—De entrada, dinamizar mi vida personal.
—¿Dinamizar? —repitió Jaime.
—Sí, quiero decir, hacerla más auténtica con Juanma y con el resto de la gente de mi entorno. Dejar las poses, el cinismo, el doble lenguaje. Por otro lado, también tendría que hacerme valer más en mi trabajo. Dejar de estar a la defensiva.
—¿Todo esto de quién depende?
—Sí, ya sé que depende de mí.
—¿Entonces?
—Quiero que me ayudes a darle un vuelco a todo esto.
—¿Y por dónde quieres empezar?
Después del fin de semana que había pasado y de la reunión de aquella mañana, la respuesta le pareció muy clara:
—Por mis relaciones con mi jefa Marga.
—¿Cómo quieres que sean esas relaciones?
—Más de tú a tú. A veces ella parece mi «madre inquisidora» y yo una hija que tiene algo que esconder.
Jaime se echó hacia atrás en el asiento y guardó silencio unos segundos.
—Quiero darte una distinción que hasta ahora no habíamos trabajado —le dijo al fin—: La diferencia entre la utilización de un lenguaje de poder y un lenguaje victimista, pero antes cuéntame qué ha pasado con las tareas que te comprometiste a hacer al finalizar la última sesión. ¿Las recuerdas?
—Sí, claro. Estuvimos viendo los cinco actos lingüísticos básicos y me ayudaste a identificar, sobre todo, la diferencia entre los hechos y los juicios. Me pediste que eligiera tres anécdotas en las que algo me producía una emoción negativa y que pensase en las circunstancias que me la producían.
—¿Y? —preguntó escuetamente Jaime.
—Por ejemplo, la pasada semana tuve un rifirrafe con el responsable financiero que maneja las partidas de gastos de marketing. Me puso como una moto.
—¿Te puso o te pusiste?
—Bueno, me puso él. Hasta esa conversación yo estaba tan tranquila —respondió con los ojos bien abiertos, extrañada por la pregunta.
—¿Quién más había a tu alrededor?
—Una jefa de producto.
—¿Y cómo se puso ella?
—No, a ella le daba igual el tema. No iba con ella.
—Entonces, el financiero apareció en un espacio donde había dos personas: tú y la jefa de producto. Tú te enfadaste y la otra chica se quedó tan tranquila. ¿Es eso?
—Sí, más o menos.
—Date cuenta de que el responsable financiero fue un estímulo para tu posterior enfado (ahora me contarás qué lo produjo), pero la verdadera causa del enfado es lo que pasó por tu cabeza cuando hablaste con él. Tendemos a confundir los estímulos con las causas. Los estímulos son cosas ajenas a nosotros que no controlamos. Las causas tienen que ver con lo que nosotros pensamos respecto de esos estímulos, es decir, cómo nos lo tomamos, y por consiguiente cómo reaccionamos. Dame el detalle del estímulo —pidió Jaime con el ánimo de explorar más la situación para poder ayudarla.
—Me reclamaba una aclaración de alguno de los gastos de la última campaña que he puesto en marcha, ya sabes, la que te conté con la ganadora del Oscar, el nuevo capítulo de la serie de «Porque tú lo vales», y es que tengo la sensación de que estas aclaraciones solo me las pide a mí. Vamos, que va a por mí.
Mientras lo recordaba, Nadia sentía cómo volvía a encendérsele el ánimo, pero se obligó a respirar hondo y a relajar los músculos, como había practicado. Jaime se inclinó hacia ella:
—Ahora quiero que te pongas una aureola de santa, de «bien pensada». Elabora un pensamiento con respecto a este compañero y ese contexto, que cumpla el campo de las posibilidades reales, y que sea una buena razón que él pudiera tener para actuar así y que a ti te dejara tan tranquila.
—Es fácil. A veces pienso que solo está haciendo su trabajo. Tiene que justificar cada partida y que esta justificación sea técnica y éticamente acorde con la filosofía de la compañía. Gracias a su trabajo evitamos desmanes mayores y sobre todo estamos salvaguardados ante una posible auditoría.
—Pensando así, ¿qué sensaciones tienes?
—Totalmente distintas. Lo entiendo y lo acepto.
—¿Y tu reacción cuál sería?
—Aclararle todo lo que necesite.
—¿Lo ves? Pensando diferente tienes una emoción diferente y reaccionas de manera distinta, y eso solo depende de ti. Tú puedes controlar tu emoción en función de lo que pienses. Si piensas que va a por ti, te enfadas, y te estás basando tan solo en un juicio. Si piensas que es una persona celosa de su trabajo y solo atiende de una manera profesional a sus responsabilidades, aunque probablemente no deje de ser una molestia, te lo vas a tomar de otra manera.
Dedicaron los siguientes minutos a repasar las otras dos situaciones, y poco a poco la idea fue cobrando fuerza en Nadia.
—Lo entiendo —dijo tras escuchar una vez más las indicaciones de su coach—, aunque lo veo difícil.
—Me encanta escucharte decir que es difícil. No has dicho «imposible». Lo que es difícil se puede hacer. Y además, si fuera fácil, nadie acudiría a un coach… ¡Deja que nos ganemos la vida! —Nadia se sonrió—. Es tan solo una cuestión de práctica que te ayudará a combatir emociones negativas. Volviendo al tema del poder del lenguaje en referencia a tu relación con Marga, cuando asumes que tú eres responsable de lo que dices, de lo que piensas y de lo que haces, tienes lo necesario para utilizar un lenguaje de poder, es decir, un lenguaje expresado en primera persona, que no quede duda de que soy yo quien dice, piensa y hace. En lugar de decir «Es que cuando a ti te llama tu jefa…», decir «Es que cuando a mí me llama mi jefa…», o cambiar el «Es que uno debe cambiar cosas en su vida para estar más satisfecho», por «Es que yo quiero cambiar cosas en mi vida para estar más satisfecha». Hablar en primera persona y sintiéndome responsable de mi vida me permite crear, autorizar y provocar el tipo de vida y de relación que quiero llevar. Poner siempre el origen de mi insatisfacción fuera de mí, dependiendo de estímulos externos, me lleva a acusar, excusar y justificar todo lo que me pasa. Además, nunca podré resolver nada que no dependa de mí. Como me gusta recordar a mis coachees, solo puedo ser parte de la solución si me siento parte del problema.
Jaime hizo una pausa y Nadia notó cómo iban calando en ella sus palabras.
—¿Con qué tienes que empezar para cambiar la relación con tu jefa? —le preguntó.
—Supongo que hablando con ella.
—¿Y? —insistió Jaime, que no parecía satisfecho con la respuesta.
—Voy a hablar con ella.
—¿En qué términos?
—Le voy a decir lo que me pasa.
—¿Y con respecto a lo que quieres?
—Ya. Le diré lo que me pasa y lo que quiero.
Jaime asentía con la cabeza.
—Voy a explicarte cómo construir una conversación efectiva —le dijo—. Estas conversaciones pasan por cuatro etapas. Primero digo lo que yo estoy observando, tal y como veo las cosas. Luego digo qué pensamientos provocan esa situación que yo percibo, y qué emociones y sentimientos me producen, para finalmente pedir lo que quiero y el tipo de ayuda o de compromiso que necesito por la otra parte. Te animo a que antes de sentarte con ella te prepares estos cuatro pasos. En nuestra próxima sesión revisaremos cómo te ha ido. Creo que ya la teníamos fijada, ¿verdad?
—Sí. Efectivamente. Como en un par de semanas.
—¿Qué te llevas de la sesión de hoy?
—Más o menos lo que otras veces. Me he desahogado, me siento mucho mejor, veo que las cosas van a cambiar si yo hago algo diferente, y además me llevo deberes con nuevas alternativas. Me voy bastante mejor de lo que he venido.
—Pues te deseo mucho éxito con esta tarea —le dijo él, como hipnotizado por el color de sus ojos.
Dicho esto, Jaime se levantó con una sonrisa cómplice, al tiempo que invitaba a Nadia también a levantarse y dar por finalizada la sesión. Ya en la puerta, la abrazó con fuerza, y ella sintió un cosquilleo que no experimentaba con otras personas.
—Te quiero hacer una confidencia ajena a nuestro proceso —le dijo el coach antes de que se diera la vuelta. A Nadia le sorprendió este comentario, pero no lo dejó ver y se limitó a hacerle un gesto afirmativo con la cabeza—. Aunque parece que a estas alturas ya no me voy a quedar calvo, estoy un poco preocupado porque se me cae el pelo más que nunca. ¿Me puedes dar alguna recomendación de algún producto para evitarlo?
—Pues tenemos varios —le contestó después de pensarlo un instante—, aunque lo mejor sería que consultases a un especialista. Uno de mis amigos y clientes, Albert Fiestas, tiene mucha experiencia en tratar estas situaciones.
—¿El de las peluquerías Fiestas?
—El mismo. ¿Te parece que le llame y quedamos un día a tomar café con él?
—Claro que sí, muchas gracias. —Se le iluminó la cara—. Espero tu llamada.
Jaime se quedó un segundo de más en el umbral mientras Nadia se dirigía hacia los ascensores, deleitándose con su elegancia al caminar. Le resultaba muy atractiva la idea de compartir con ella algo más que las sesiones de coaching, aunque estaba perfectamente al tanto del riesgo que asumía al provocar esta situación. «Hasta ahora no es que haya nada de malo», se dijo.
Miró el reloj. Una vez más se había pasado de la hora. Era una constante en su desempeño profesional: siempre quería utilizar más tiempo del que en realidad disponía, para que sus clientes se fueran con lo máximo posible…, solo que a veces esto provocaba un retraso en cadena con el resto de las sesiones del día. El siguiente coachee ya le estaba esperando. Tenía por delante una larga tarde, aunque cuando se dio la vuelta llevaba una sonrisa en los labios.