El ser humano es un ser libre, pero vive
como si no lo fuera.
Jaime Solva había cumplido los cuarenta y ocho y, aunque se sabía un hombre maduro, aún se sentía joven y atractivo. Conservaba el pelo, tenía unos ojos grises que no pasaban inadvertidos y su sonrisa hacía que, por lo general, se le tomase por alguien cercano y en quien se podía confiar. Seis años atrás había atravesado la crisis de los cuarenta. En su caso, aquello desembocó en un cambio de estilo de ropa, tinte para las canas y una relación con la mujer de uno de sus amigos —examigo desde entonces—, que tres años después le costó su matrimonio.
Ingeniero aeronáutico de formación, tras quince años trabajando para Airbus en puestos directivos de las delegaciones de Toulouse y Madrid, poco antes de iniciarse la construcción del 380 decidió dar un giro a su vida y formarse como coach para ayudar a directivos de empresa en su desarrollo profesional. Fue una decisión que nadie entendió. «Apuntaba muy alto», o al menos eso le hacía creer su familia. Para él, con eso no bastaba. En el momento en que la compañía le ofreció la posibilidad de participar en un proceso de desarrollo directivo, pudo disfrutar de siete sesiones de coaching individual que le permitieron ver la vida de otra manera. Nada más terminarlas, ya sabía qué quería hacer profesionalmente el resto de su vida.
Solo habían pasado tres años, pero se sentía orgulloso. Después de formarse en una escuela de prestigio, ya contaba con las certificaciones más reconocidas por las asociaciones internacionales de coaching.
Aquel día recibía en su despacho a un nuevo cliente: un coachee —así se llama al profesional a quien el coach acompaña— con responsabilidades directivas en Telecomunica. Su compañía había contratado ese proceso con la esperanza de que le ayudaría a mejorar su visión estratégica y además le enseñaría a acompañar en su crecimiento a los miembros de su equipo.
—Hola, Carlos. Encantado de recibirte para este proceso —le dijo Jaime con una sonrisa amable.
Se le veía un poco nervioso, aunque lo disimulaba. Había llegado algo antes de la hora al despacho de la plaza de Emilio Castelar donde él le había citado, y casi podía leer sus pensamientos: su nuevo cliente no sabía muy bien por qué le habían propuesto acudir a un programa de coaching y además, a esas alturas, no creía que le pudieran enseñar nada que no supiese. Aun así, forzó una sonrisa mientras le devolvía el saludo.
—Encantado también por mi parte.
—Quiero ofrecerte algo: ¿agua, té, café?
—Un poco de agua estará bien.
—Pues acompáñame, y así ya te sabes el camino para otra vez.
La oficina era una de tantas viviendas de la zona de Castellana reconvertida en despacho profesional, que compartía con otros tres colegas coaches. Antes de lanzarse a un gasto fijo tan importante como era ese alquiler, Jaime mantenía sus sesiones de coaching en un centro de negocios en la zona de Cuzco, pero era un espacio demasiado impersonal; él buscaba dar una imagen empresarial y aquel bloque de más de cien años —con una placa en la entrada donde se podía leer que allí vivió uno de esos artistas que poca gente conoce sin la inestimable ayuda de Wikipedia— era el lugar idóneo. Se trataba de un bajo de seiscientos metros cuadrados repartidos en dos grandes salones: uno de ellos tenía una chimenea que jamás se había encendido, y servía como sala de espera; el otro se utilizaba para actividades en grupo, como coaching grupal, de equipo, formación de diversa índole y también como sala de reuniones. El resto del espacio —con puertas y marcos de madera noble— eran en su origen dormitorios que ahora hacían las veces de despachos, una bonita zona de recepción, tres cuartos de baño y un pequeño office, hacia donde se dirigieron.
—Sírvete tú mismo, por favor —ofreció el coach señalando la máquina—. ¿Te ha costado encontrar la oficina?
—Para nada. Paso por la zona muy a menudo. Otra historia ha sido aparcar. Menos mal que enfrente está el parking de La Caixa.
—Desde luego, suele ser la salvación. Es eso o cruzar los dedos y dar vueltas con el coche hasta que alguien deja un sitio libre. —Hizo un gesto en dirección a uno de los pasillos—. Si te parece, nos metemos en mi despacho y empezamos a trabajar.
—Será un placer, lo estoy deseando.
Carlos siguió a Jaime hasta una de las puertas y este le cedió el paso al tiempo que cerraba y le decía que se pusiera cómodo.
El despacho tenía una mesa director que se notaba que nadie utilizaba porque estaba llena de libros, catálogos y alguna obra de arte comprada a buen precio. En la estancia había también un aparador repleto de recuerdos. Al lado, una mesa redonda con dos cómodos sillones, que al parecer, sería el lugar de trabajo.
El primer día de programa, cuando Jaime le decía a un coachee «ponte cómodo», señalaba a sabiendas el sillón de la mesa redonda más cercano a la puerta. De hecho, cuando alguno de sus clientes le preguntaba «¿dónde me siento?», solía responder «donde quieras», aunque con sus gestos trataba de condicionar la elección. Él prefería el sillón del fondo, aun cuando no le gustase reconocerlo. Alguna vez le habían «usurpado» su sitio y había tenido una sesión verdaderamente incómoda, y lo peor era que, como el ser humano es un animal de costumbres, para la próxima el coachee tendía a buscar el mismo lugar y se veía obligado a confesarle su preferencia para «poner las cosas en su sitio».
—Bueno, ¿cómo vienes?
—¿Cómo vengo? ¿Qué quieres decir? —se extrañó Carlos.
—Sí. ¿Qué emoción traes?
—No… Estoy bien.
«¿Por qué contestan que no y a continuación dicen que están bien?», pensó el coach.
—¿Puedes ser más explícito?
—Pues que estoy tranquilo y con ganas de saber qué es esto.
—¿Qué esperas de este proceso?
—No lo sé muy bien. Espero que me ayude a ser mejor mánager.
«Qué confundidos llegan siempre a la primera sesión. Creen que solo vamos a hablar de habilidades directivas y de temas laborales.»
—Si no lo sabes, dime, ¿qué te gustaría que pasara?
—Pues que aprendiera y que me sirviera para mi trabajo —dijo enseñando las palmas de las manos y encogiendo los hombros, como si la respuesta fuese obvia.
—¿Y cómo vas a saber que lo has conseguido? —Jaime seguía preguntando con una actitud neutra.
—Supongo que me daré cuenta.
—¿Cómo?
—Si las cosas salen como yo quiero que salgan y cambian algunas relaciones con colaboradores de mi equipo.
—Cuéntame, ¿cuáles son tus responsabilidades? —El coach enlazaba una pregunta con otra con naturalidad.
—Soy el responsable de operaciones en Mercados Emergentes y dirijo un equipo de treinta y cinco personas.
—¿Cuántos de ellos responden ante ti directamente?
—Cinco. Los cinco responsables de operaciones de las diferentes áreas.
—¿Y cómo valoras tu habilidad como gestor, líder y animador de equipos?
En ese momento todos solían mostrarse humildes con independencia de lo que en verdad les pasaba por la cabeza.
—Creo que bien, en términos generales, aunque imagino que tengo muchas cosas que mejorar. Sé que no soy un superhombre.
«Un superhombre —pensó Jaime—. ¡Qué manera de expresarlo!»
—¿Como qué?
—La motivación de la gente, mi capacidad para delegar adecuadamente, mi equilibrio de vida personal y profesional…
Jaime notó la duda en la voz de su coachee y tomó nota, quizá tendrían que explorar esa vía más adelante, pero no ahora.
—Entraremos en profundidad en esas áreas que consideras de desarrollo y compartiremos con tu jefe las que te parezcan oportunas.
El responsable de Desarrollo Directivo en Telecomunica conocía bien la metodología del coaching y había aceptado, a propuesta del coach, que se celebrase una reunión a tres bandas, donde Jaime tan solo haría las veces de facilitador. Eso garantizaría el respeto del mánager de Carlos por el proceso y también su compromiso con su parte de responsabilidad.
—Antes de profundizar en ellas —continuó—, me gustaría clarificar contigo algunos puntos de cara al buen funcionamiento del programa. ¿Has tenido alguna vez un coach, o sabes lo que es el coaching?
—No he hecho nunca coaching pero puedo imaginarme lo que es.
—¿Y qué te imaginas que es?
—Me vas a ayudar a mejorar mi trabajo como mánager diciéndome lo que tengo que hacer para corregir determinados comportamientos.
—No exactamente —respondió Jaime—. En realidad, yo no te voy a decir lo que tienes que hacer. El coaching es un proceso de acompañamiento a través del cual te voy a ayudar a identificar áreas de mejora y a reflexionar sobre lo que puedes hacer para conseguir mejores resultados. Yo nunca te diré lo que tienes que hacer, si bien puedo proporcionarte alguna herramienta, «distinciones» las llamamos nosotros, que en alguna ocasión te pueda ser de utilidad. Tampoco te daré mi opinión, porque de ese modo solo conseguiría alimentar con otro punto de vista otra forma de ver las cosas. Únicamente te voy a ayudar a que clarifiques el tuyo propio y a que tomes una nueva acción o pensamiento que te haga sentir mejor, o te permita obtener mejores resultados.
Jaime podía ver la cara de perplejidad de Carlos conforme le escuchaba. Podía leer en su frente la pregunta que muchos se hacían en ese momento… «Entonces, ¿cómo coño vas a ayudarme?»
—La compañía ha contratado para ti un proceso completo. Esto es, doce sesiones que incluirán una fase precoaching donde, haciendo uso de algunas herramientas complementarias, exploraremos tus áreas potenciales de desarrollo. También propondré una reunión que involucrará a tu mánager jerárquico. Esto nos llevará entre dos y tres sesiones. Después mantendremos ocho sesiones de coaching, donde abordaremos un trabajo en profundidad sobre los objetivos que a la postre decidas marcarte, y finalmente una o dos más para cerrar el proceso. En la última, contaremos de nuevo con tu jefe para valorar los objetivos cubiertos y las áreas aún pendientes para trabajar.
—Ya. —Por su expresión, se diría que Carlos tenía dificultades para absorber toda aquella información.
—Las sesiones durarán aproximadamente hora y media, con un intervalo de entre dos y cuatro semanas entre una y otra —continuó Jaime—. Te pido que seas respetuoso con la agenda fijada. Si bien pueden existir causas que justifiquen el cambio de fecha de las sesiones, confío en que sea algo excepcional. Si hubiese una segunda cancelación con menos de cuarenta y ocho horas de preaviso, daremos la sesión por mantenida.
—Vale. Me parece razonable.
—Al finalizar cada sesión, te comprometerás a realizar una o varias tareas. Tendrán que ver con lo que hayamos trabajado en la jornada e implicarán un cambio de comportamiento o actitud con respecto a tu día a día. Sobre esta actividad espero tu compromiso. Si a la siguiente sesión vienes sin hacerla, no voy a preguntarte por qué no la has hecho, seguro que tienes «poderosas y tristes razones que lo justifiquen»; sí te preguntaré qué quieres hacer entonces con respecto a eso y qué necesitas para cumplirla.
—Lo comprendo —dijo Carlos, aunque Jaime no le había hecho ninguna pregunta.
—Quiero que sepas —continuó diciendo el coach, quien prefería dejar las cosas claras desde el principio— que estoy aquí para ayudarte sin más pretensiones. Si pienso que te voy a hacer una pregunta delicada, te pediré permiso para formularla. No quiero que te sientas obligado a trabajar asuntos que puedan violentarte. En esos casos solamente piensa en cuál es la razón por la que te violentan. —Este comentario asustó un poco al directivo, que no tenía ninguna intención de entrar en temas personales durante la sesión de coaching—. El contenido de nuestras sesiones es absolutamente confidencial. Yo no revelaré ningún detalle a nadie. No voy a elaborar ningún informe verbal ni escrito. Tu compañía solo sabrá lo que tú quieras contarles.
Jaime se daba cuenta del efecto que causaban siempre esas últimas palabras. Era capaz de percibir cómo se relajaban sus clientes, aunque algunos no se lo creían del todo en esa primera sesión.
—Llevo hablando mucho rato y esta no será la situación más habitual. ¿Qué piensas?
—Me suena bien lo que dices. Creo que es el enfoque adecuado.
—¿Adecuado? —repitió.
—Sí. Quiero decir que supongo que es la manera en la que esto puede funcionar. No me sentiría muy cómodo si pensara que lo que te digo puede acabar en oídos de gente de mi entorno en la empresa.
—Me alegra que pienses así. —Sonrió al decirlo y se dispuso a continuar con el resto de elementos que es preciso cubrir en una primera sesión y que suponen los acuerdos necesarios para crear un contexto de confianza y respeto mutuos—. Para poder hacer coaching hacen falta cuatro cosas. Un coach, que en este caso es mi papel; un cliente o coachee, es decir, tú; una brecha de aprendizaje o algo que se quiera mejorar, es decir, tus objetivos; y finalmente la libertad de querer hacerlo. ¿Acudes a este programa con entera libertad?
Carlos se sonrió al tiempo que respondía:
—Me lo han propuesto y yo he venido.
—¿Y si no hubieras querido venir?
—Supongo que es algo que no puedo rehusar.
—Entonces, ¿cómo de libre te sientes para aceptar este proceso?
—Creo que más bien estoy obligado, pero tampoco me importa. Imagino que aprenderé cosas. —Se notaba que quería sincerarse con su coach pero aún tenía ciertas reservas—. Creo que hacemos muchas cosas que no queremos y aun así debemos hacer.
—¿Como qué?
—No sé. Por ejemplo, pagar impuestos.
—¿Quién te obliga a pagarlos?
—Es mi responsabilidad y además, si no lo hago, puedo acabar en la cárcel.
—Ah, es cierto, déjame matizar mi razonamiento. Estamos condicionados por nuestro entorno y actuamos de acuerdo con esos condicionantes. Hay gente que no quiere pagar impuestos y no los paga. Algunos defraudan y quedan impunes mientras que otros, en efecto, acaban en la cárcel o pagando una cantidad aún mayor al fisco. Cuando tenemos en cuenta todos esos condicionantes, somos capaces de valorarlos y tomar una decisión libremente. Unos en un sentido y otros en otro.
Carlos le miraba con los labios apretados y mirada lejana.
Jaime continuó a sabiendas de que la reflexión empezaba a calar en su nuevo cliente.
—Como aquel que no quiere ir a trabajar: si no va, su empresa no le manda a la Guardia Civil para traerlo a rastras. Eso sí, luego tendrá que justificar su ausencia porque, si no lo hace, asume el riesgo de ser despedido y quedarse sin empleo. Y, de hecho, algunos lo hacen; es decir, un buen día deciden renunciar a su trabajo, dejarse coleta, ponerse un pendiente y vivir todo el año con lo justo en la cala de San Pedro del cabo de Gata… No estamos obligados, tan solo condicionados.
Carlos empezaba a asentir casi imperceptiblemente y con la mirada baja, hasta que en un segundo le cambió el gesto, y Jaime supo que había encontrado un contraargumento.
—¿Y qué pasa si te secuestran? Un terrorista te pone una pistola en la nuca y te dice que te metas en un coche. ¿También entonces eres libre para hacer lo que quieras?
—Por supuesto. Puedes obedecer y meterte en el coche o puedes negarte, aunque el riesgo que asumes es muy alto: te juegas un tiro en la cabeza. De hecho, la historia nos habla de personajes que no se doblegaron a las armas de sus enemigos y terminaron perdiendo la vida. Eligieron en libertad. ¿Has leído El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl? El autor, un psiquiatra austríaco de origen judío recluido en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial, relata cómo cada noche oía levantarse a alguno de sus compañeros del camastro de su pabellón, para dirigirse al exterior y suicidarse contra las alambradas al ser ametrallados por los guardias. Él estuvo a punto de hacerlo en varias ocasiones aunque al final decidió libremente vivir. Qué paradoja, libremente… Al menos tomó la decisión de no morir de manera voluntaria para así, algún día, poder contar a la humanidad lo que allí había pasado.
—Es un poco jodido aceptar que todo lo que hacemos lo hacemos porque queremos —reflexionó Carlos.
—Sí. A mí también me dio un poco de vértigo cuando llegué a esta conclusión. A partir de ese momento ya no pude esconderme detrás de ninguna excusa.
—Es algo en lo que nunca había reparado. Es un nuevo pensamiento que me desafía, y eso me gusta —dijo removiéndose en la silla.
Ya estaba a punto de cumplirse la hora y media y el coach se inclinó hacia el coachee en su sillón.
—Quiero ir cerrando nuestra sesión, no sin antes preguntarte: ¿qué te llevas de nuestro primer encuentro?
Carlos lo pensó unos segundos.
—Pues de entrada me he enterado de lo que es el coaching. Ahora veo que no tenía el concepto muy claro. Me llevo la estructura del proceso. Ahora sé lo que va a pasar y también me llevo un cierto peso con la última reflexión que hemos hecho. Voy a pensar en ello.
—Algunas de las reflexiones que hagamos sacudirán tus cimientos y probablemente hagan que te sientas incómodo. De esto va el coaching, de que salgas del «piloto automático» y cojas tú las riendas de tus actos. Y para seguir pilotando el proceso te voy a pedir tres cosas.
—Tú dirás.
—Primero quiero que hagas una lista de las personas de tu equipo que van a responder a un cuestionario trescientos sesenta grados. Ya sabes, ese tipo de cuestionario que nos permitirá hacer un informe con respecto a tus competencias y actitudes. Tú también lo responderás para poder establecer una comparación con tus propias percepciones. Una vez tengas el listado y ellos estén al tanto, yo les enviaré el informe tipo para que lo rellenen y puedan responderlo con total confidencialidad. Me dijo José María, de Recursos Humanos, que es algo que ya hacéis con cierta frecuencia, aunque en tu caso, como has sido promocionado recientemente, aún no lo habías hecho.
»Lo segundo que quiero que vayas haciendo, sin prisa pero sin pausa, es tu autobiografía.
—¿Mi autobiografía? ¿Cómo? No entiendo…
—Se trata de que relates en cuatro o cinco páginas manuscritas los hitos más importantes de tu vida. Los momentos más felices y también los más amargos. Será confidencial y, una vez me la leas, quiero que te la lleves.
—¿Y para qué sirve? —preguntó Carlos, extrañado con la petición.
—Bueno, ya lo verás cuando la revisemos.
—¿Puedo hacerlo en el ordenador?
—Yo prefiero que no. La emocionalidad fluye de manera diferente cuando lo estamos escribiendo. Además, el día que la veamos quiero que me la leas, no que me la cuentes.
—Okey. Lo intentaré.
—No quiero que lo intentes. Quiero que lo hagas. —El directivo dio un respingo ante la brusquedad del comentario y Jaime matizó sus palabras—: Hay una gran diferencia entre intentar y hacer. Muchas veces, las cosas que tan solo se intentan quedan sin hacer. Si utilizas determinación en tu lenguaje, generas una atmósfera más propicia para conseguir tus logros.
—De acuerdo, la haré. ¿Y la tercera?
—La tercera es que coordines la agenda con tu jefe para programar una reunión a tres bandas, como te expliqué. Me das dos o tres alternativas para ver qué fecha tengo disponible en mi agenda, por favor.
—Está bien, pero tiene que ser a partir de mediados del próximo mes. Tenemos la convención anual a primeros y vamos todos de cabeza.
—Es muy buena fecha. Todavía no habrá pasado un mes desde hoy.
En ese instante, Jaime empezó a recoger los folios que había encima de la mesa, señal inequívoca de que la sesión había terminado.
Carlos fue el primero en levantarse e inmediatamente el coach hizo lo mismo. Se puso en pie, le acompañó hasta la puerta del despacho y la abrió para cederle el paso.
En la oficina había una actividad inusual; era obvio que, aunque la situación económica de España no atravesaba sus mejores momentos, el coaching disfrutaba de una alta demanda. Ya en la puerta principal, ambos se dieron un apretón de manos y se sonrieron cortésmente.
—Que tengas una buena semana, Carlos.
—Tú también.
Mientras Jaime desandaba sus pasos por el largo pasillo, no paraban de darle vueltas en la cabeza algunos de los comentarios de aquel nuevo cliente. A primera vista había sido una típica primera sesión, pero había algo raro. No sabía si era desconfianza o es que Carlos estaba escondiendo alguna información relevante. «Bueno, veremos…», pensó al tiempo que cerraba tras de sí la puerta de madera de su despacho.